Todos estáis en pecado mortal [increpaba Antón de Montesinos en su célebre sermón del 30 de noviembre de 1511, no a los indios, sino a los colonos españoles de la isla Española]. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, dónde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido?
Esta fue el acta de nacimiento de una crítica del proceso de colonización cuyo objetivo explícito no era una resistencia contra su principio teológico y político, sino contra su forma sanguinaria y violenta.
El sermón de Montesinos era una noble protesta contra la inhumanidad de la conquista española. Sin duda alguna apelaba a los mejores sentimientos y fines morales. Pero no debe perderse de vista que, sobre todo, constituía la más cabal y consecuente expresión del principio interior de este proceso colonizador. «¿Y qué cuidado tenéis de quien les doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos?» Montesinos solo ponía en cuestión el proceso real de colonización americana para sublimar a partir de sus ruinas su concepto teológico y político en estado puro: la transustanciación de la teología política de la colonización en una teología de la liberación.114
El breve discurso de Montesinos planteaba las dos tesis fundamentales del nuevo espíritu reformista: la desautorización teológica del concepto militar de la conquista como verdadera guerra de vasallaje y rapiña; y la subsecuente reformulación del amor cristiano, la caritas, como verdadero principio de conversión, o sea, como el instrumento privilegiado de la conquista espiritual de América. Por consiguiente, no se trataba tan solo de un concepto limitado de la destrucción colonial americana, ni tampoco de un limitado concepto de una resistencia contra los abusos del poder colonial. Se trataba de la transustanciación semiológica o retórica de la abolición de las memorias y formas de vida del indio subyecto, y del expolio de sus tierras y de su fuerza de trabajo en el espectáculo sacramental de una única y verdadera libertad.
La doctrina de la guerra santa no era suprimida con ello. Nuevas formas de violencia se perfilaban en el horizonte de las reformadoras alternativas: desde la violencia sacramental de la confesión hasta la violencia institucional de la Inquisición, pasando por las fórmulas liberales que legitimaban, a posteriori y condicionalmente, la guerra de conquista en el caso de cultos llamados criminales, de gobiernos autóctonos considerados imperfectos o de la defensa de la fe cristiana allí donde se supusiera amenazada por los salvajes, de acuerdo con la teología política de un Suárez o un De Vitoria. El principio de la guerra santa no fue suprimido, sino transferido y sublimado en el nuevo discurso de la auténtica conversión y una perfecta colonización. Su violencia se hizo interior, se elevó a principio racional de subjetivación, se revistió con las formas sutiles de un derecho igualitario de gentes, se cristalizó en las figuras de la angustia y el dolor, la culpa y el perdón, y se dio expresión en un magnánimo ideal cristiano de caridad y perpetua paz.
El gran proyecto intelectual del misionero, cronista y tratadista Bartolomé de las Casas nació a partir de esta crisis de legitimidad del poder colonial cristiano como una tentativa reformadora teológicamente consistente. Una transformación similar tenía lugar, paralelamente, en la visión del vencido, bajo lo que podría llamarse una figura de resistencia anticolonial que, al mismo tiempo, asumía desesperadamente la propia lógica de la colonización como su verdad. Ese era el dilema que representa paradigmáticamente la teología de la liberación de Guamán Poma de Ayala.
Pero fue sobre todo Las Casas quien, bajo el manto sencillo del dominico misionero, se distinguió, en la primera mitad del siglo XVI, por una crítica radical del proceso real de la conquista de América, de sus guerras y abusos de poder, de los exterminios masivos y la tortura, y de la práctica de una conversión masiva y violenta como instrumento de vasallaje y medio de esclavización. Su crítica puso de manifiesto internacionalmente la negatividad de la conquista como verdadera guerra genocida de expolio, carente de cualquier dimensión espiritual y universal y, por consiguiente, carente de legitimidad. «Por lo que se refiere al ingreso y avance de los españoles [escribió el dominico en su tratado tardío De thesauris] todo cuanto allí se hizo, fue y es ahora jurídicamente nulo.»115
Desde la perspectiva que abrían sus tratados y, muy en particular, su difundida crónica Brevísima relación de la destrucción de las Indias, nada podía justificar cristianamente la dominación española en América. No se ponía con ello en tela de juicio la jurisdicción de la monarquía cristiana sobre el Nuevo Mundo. Solo se cuestionaba su legitimidad política en provecho de una jurisdicción extendida de la Iglesia romana hasta el extremo de un absolutismo teocrático. En lo fundamental, y más allá precisamente de sus críticas, los tratados de Las Casas asumieron por tarea reformular y reformar las estrategias de conversión cristiana en una versión humanitaria. Esos tratados estaban llamados a ser los «remedios […] para reformación de las Indias».116
Las Casas diseñó consistentemente el discurso de la conversión como verdadera emancipación:
Vuestra Majestad ordene y mande y constituya con la susodicha majestad y solemnidad en solemnes Cortes, por sus premáticas sanciones e leyes reales, que todos los indios que hay en todas las Indias, así los ya sujetos como los que de aquí adelante se subjetaren, se pongan y reduzgan y encorporen en la corona real de Castilla y León, en cabeza de Vuestra Majestad, como súbditos y vasallos libres que son, y ningunos estén encomendados a cristianos españoles.117
De manera semejante, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez cuestionaron las tesis de Mayr y Sepúlveda sobre el derecho de guerra contra los indios o la santificación de la efectiva guerra contra ellos. El primero dictaba en sus lecciones salmantinas: «De todo lo dicho se sigue esta conclusión: Que los bárbaros ni por el pecado de la infidelidad ni por otros pecados mortales se hallan impedidos de ser verdaderos dueños, tanto en el ámbito público como privado, y que por este título no pueden los cristianos apoderarse de los bienes de su tierra».118 Así también sentenciaba Suárez:
En conclusión: como un hombre privado no puede obligar o castigar a otro también privado, ni un rey cristiano a otro rey cristiano, ni un rey infiel a otro pagano, tampoco la República de los infieles, que es soberana en su orden, podrá ser castigada por la Iglesia a causa de sus crímenes, aunque vayan contra la razón natural. Tampoco podrán, pues, ser obligados a abandonar la idolatría y otros ritos semejantes.119
En un punto coincidían los planteamientos de Vitoria y Suárez con la crítica lascasiana que les precedió: la defensa de la libertad del indio y de la legitimidad de su forma de vida. Con la diferencia de que Las Casas se preocupó centralmente, a lo largo de toda su obra, por el destino del indio considerado como sujeto trascendente, y, por tanto, por la forma y medios de su conversión cristiana, mientras que De Vitoria o Suárez más bien trataron, por una parte, de establecer las reglas de un control jurídico de la conquista y, por otra, de asignar al avasallamiento jurídico del indio una dimensión espiritual o más exactamente sacramental que pudiera garantizar