La definición del descubrimiento colombino como «encuentro» entre los «dos mundos», y como reconocimiento del otro en cuanto a la diferencia semióticamente reducida de su otredad, según lo ha formulado Todorov, es trivial. Por supuesto que existió una construcción imaginaria del «indio» o del «otro» como mera proyección negativa de la propia búsqueda de una identidad de las sociedades cristianas europeas. «Esos rudos conquistadores habían traído su propio salvaje para evitar que su ego se disolviera en la extraordinaria otredad que estaban descubriendo», ha escrito en este sentido Roger Bartra, en una investigación antropológica sobre la representaciones del salvaje americano en el mundo precolonial europeo que reúne, al mismo tiempo, la crítica de los valores dominantes en el panorama europeo occidental y la más delicada ironía.92
Pero reducir el problema de la expansión colonial cristiana y la guerra de avasallamiento del indio a esa clase de reconocimientos semióticamente neutralizados como question d l’autre es un risible eufemismo.93 Supone ignorar el significado constituyente, y no solo representacional, de la universalidad o globalización impositiva que necesariamente entrañaba la noción paulina y cristiana de salvación.94 Significa desconocer la dialéctica de destrucción y vaciamiento de las culturas, las comunidades y las conciencias americanas como condición necesaria a la instauración de una identidad cristiana y racional universal, y los poderes coloniales con ella. Significa desconocer el papel de la violencia en la dialéctica del reconocimiento de colonizador y colonizado. Además, significa no reconocer que efectivamente en ese «otro» habita una concepción de la sexualidad, del cosmos, de la comunidad y de lo sagrado radicalmente conflictiva con la escolástica cristiana del siglo XVI y con el racionalismo formalista de la tradición cartesiana o estructuralista de la civilización industrial.95
Es la capacidad de no reconocer, no comprender, y de negar y eliminar teológica, filosófica y militarmente a cualquier existente, a cualquier forma de vida humana colectiva, y a todo conocimiento que no asuma las premisas metafísicas del mesianismo sacrificial cristiano, ni las premisas epistemológicas del paradigma científico newtoniano; es, en fin, la heroica capacidad de rechazar y eliminar cualquier concepción de la existencia no dañada y no estigmatizada por aquella condición exilada de toda patria real que precisamente definía la identidad cristiana; es esta voluntad nihilista lo que constituye la superioridad de la razón occidental y su maravilloso poder de lo negativo, la cual nace precisamente de aquella confluencia entre el descubrir y el dominar, el conocer y el destruir, como las dos caras de un mismo principio lógico de identidad, cuya primera forma teológica moderna revelaron hombres como José de Acosta, y cuya primera expresión filosófica moderna formuló Francis Bacon, y cuyas raíces teológico-políticas fueron formuladas por la «teología de la liberación» del apóstol Saúl, Saulo o Pablo.96
Sí, es cierto que el descubrimiento colombino significó un punto culminante de este logos cristiano. Pero ello no significa el triunfo de la verdad universal ni la triunfante instauración del discurso de todos los discursos. Señala, más bien, los comienzos y los fundamentos de la configuración de un orden occidental global y de una civilización universal que llamamos y celebramos como moderna. Pero señala también el comienzo de una edad de devastaciones de culturas, lenguas, dioses a escala planetaria. Un proceso que no podemos dar todavía por finalizado en nuestra edad presidida por los grandes genocidios de Auschwitz y Hiroshima como los factores decisivos de la configuración del orden político mundial vigente.
Desde el punto de vista de la historia imperial de las monarquías cristianas europeas la conquista de América significa la culminación de la Reconquista, última expresión de la teología política de las cruzadas contra el islam, y esgrime su mismo ideario de guerra santa y salvacionista, y sus mismos valores heroicos y militares. La destrucción de las culturas árabes y la expulsión y persecución de la cultura judía de la península ibérica constituyen la antesala de aquella proyección civilizadora hacia ultramar y, por tanto, de la destrucción de las culturas americanas, como muy bien entendieron en el contexto del Renacimiento europeo Yehudá Ben Israel e Inca Garcilaso. Son estos radicales cortes, fisuras y discontinuidades históricos, y es su representación ficcional en el mesianismo o la cristología misionera del siglo XVI los que definen la constitución profunda de aquella culminante razón moderna y su proyección imperial como civilización cristiana universal.
Una advertencia tiene que hacerse, sin embargo. El maravilloso círculo lógico de guerra y dominación, culpa y servidumbre, y la instauración de una única forma cristiana de vida nunca se cerró sin fisuras. Se engañaban los franciscanos con sus fantasías de una triunfal cruzada en América. La doctrina heroica de Cortés y la doctrina teocrática de la guerra de salvación de Sepúlveda fueron construcciones quiméricas, por efectivo y total que fuera el poder de la destrucción que legitimaban. Los propios Colloqvios y doctrina christiana, acaso uno de los testimonios más estridentes del absolutismo misionero, no ocultan el principio de una ruptura, de una resistencia por parte del vencido y del fracaso del ideal conversor. Su transcriptor, Bernardino de Sahagún, dejó entrever al final de su vida una nueva conciencia escéptica que se distanciaba claramente del triunfalismo de las primeras generaciones de aventureros cristianos, y la no-publicación de aquellos Colloqvios, cuando ya el tribunal de la Inquisición había otorgado el permiso de hacerlo, quizá respondiera a este distanciamiento del sueño heroico de los primeros años de la conquista.97
La respuesta de los filósofos nahuas a los frailes cristianos muestra claramente que la asunción de la violencia conquistadora bajo la forma interiorizada de la culpa, la servidumbre y la conversión no era ni unívoca, ni perfecta. «Decían nuestros progenitores que ellos, los dioses, son por quien se vive […] ellos nos dan nuestro sustento, nuestro alimento […] en verdad ellos nos dieron su norma de vida […] los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así», replicaban a la doctrina franciscana que reservaba exclusiva y tajantemente el nombre de teteo, la palabra nahua que designaba los males para los dioses originales de América.
Sin duda, los Colloqvios constituyen un precioso y dramático documento del final de una cultura, de una civilización y de un imperio azteca. Por consiguiente ponen también de relieve aquella figura negativa de la conciencia del vencido que he tratado de definir desde el punto de vista de su contraposición y complementariedad con el alma sustancial y heroica del cristiano. Pero no todo acaba en esa burda contraposición de indios vencidos y cristianos vencedores. «¿Acaso aquí […] debemos destruir la antigua regla de vida? Los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así […] es ya bastante que hayamos perdido», se preguntaban los últimos sacerdotes nahuas. He aquí la expresión de una sorda resistencia espiritual y política que también formularon un Guamán Poma, un Garcilaso y, no en último lugar, la inacabable historia de la resistencia anticolonial en la América ibérica.98
El reconocimiento del dolor («estamos perturbados […] espantados») y la claudicación («haced con nosotros lo que queráis»), y la visión pesimista del futuro por parte de los sacerdotes-filósofos nahuas («tal vez solo vamos a nuestra perdición, a nuestra destrucción»)99 señalaban efectivamente un límite radical bajo el signo de la desolación y la angustia. En idéntico sentido escribía el poeta anónimo del «Canto del huérfano» en los Anales de Tlatelolco: «Las casas han perdido sus techos […] los gusanos hierven por las calles […] las aguas están como rojas […] Y entonces bebimos esta agua salitrosa […] hemos comido la madera coloreada