Tras los sublimes signos de conquistas sin nombre y sin ley daba comienzo la moderna historia americana sobre una realidad miserable y una identidad negativa: el indio vencido y avasallado; el indio convertido bajo un nuevo y heterónomo principio de sujeción y subjetivación. Su definición teológica como esclavo del demonio tiñó con su colorismo barroco las primerísimas tareas de la conquista militar.
Los primeros franciscanos que llegaron a Tenochtitlán interpretaban a los dioses y, con ellos, las formas de vida aztecas en los términos antihermenéuticos de una siniestra demonología. Los tratados de propaganda y catequesis católicos invocaban primero a Lucifer, quien les había obligado a los indios a andar «constriñendo la tierra […] a que divinicen, hagan súplicas, al sol, la luna y las estrellas […] al ave y la serpiente y a todas las creaturas de Dios», para concluir a continuación con la culpa y el castigo merecidos como la verdadera causa de los males que les había acarreado la guerra colonial: «los españoles […] los que os conquistaron […] los que os hicieron miserables […] con esto fuisteis castigados, para que terminárais las no pocas ofensas de su corazón (del dios Verdadero), aquello que habéis vivido haciendo».81 También Toribio de Benavente escribía que «en servir de leña al templo del demonio tuvieron estos indios siempre muy gran cuidado».82 Sahagún reiteraba la misma justificación del genocidio en nombre de los pecados de gentilidad cometidos por el indígena americano: «en estas partes […] las gentes se van acabando con gran prisa, no por los malos tratamientos que se les hacen como por las pestilencias que Dios les envía».83
La estrategia argumental del tratado de guerra contra indios de Ginés de Sepúlveda reitera los mismos motivos: estigmatizaba al indio como un ser inferior y bestial; era un «homúnculo».84 Este, humanísticamente disminuido, era también pasible de pecados, impiedades, torpezas y ofensas aborrecibles al orden divino.85 Su inferioridad natural justificaba la esclavitud como una verdadera redención, incluso como liberación de su satánica forma de vida. Solo el dolor y la muerte, y el sacrificio y el trabajo forzado, los elevaban al camino cristiano de expiación.86
Semejante ideario no es ni radical, ni extremo. Ginés de Sepúlveda se apoyaba en lo mejor de la tradición agustiniana, de acuerdo con la cual solo la violencia, o sea, la necesidad emanada del temor, era capaz de romper los lazos pecaminosos de la costumbre. En un giro que anticipa precisamente a la filosofía política del Leviatán y la dialéctica del señorío y la servidumbre de Hegel, el teólogo castellano anunciaba también que solo el terror podía liberar al indio de sus formas tradicionales de vida. El alma cristiana redimida era la trascendencia en la identidad pura del más allá. Y esta identidad, virtual y vacía, y la absoluta libertad que fundaba solo podían garantizarse a partir de la eliminación de aquellas costumbres o formas de vida como lo absolutamente negativo.87 También el liberal Francisco Suárez había apelado a la tradición agustiniana de legitimación de una violencia heroica para justificar teológicamente un uso condicionado de la coacción como medio de conversión.88
La guerra es el castigo impuesto a quienes perseveraran en el orden de la naturaleza y de las formas de vida de una comunidad histórica. La servidumbre es elevada por esta teología política como proceso de expiación de esta dependencia de una eticidad de la costumbre que desde San Pablo se confundía con el pecado. La destrucción de culturas, dioses y símbolos se elevaba a principio de libertad y redención del nuevo humano que resurgía de sus cenizas. Estos son los momentos lógicamente consistentes del proceso colonizador.
Pero no solo se tenía que reducir al indio a la condición de homúnculo o de demonio, y a las más miserables condiciones de supervivencia en las mitas y encomiendas. Era preciso, además, que la imposición de esta existencia humillada se elevara a principio moral positivo. Era lógicamente necesario que el terror y el temor de la guerra y la esclavitud genocidas fueran reconocidos por su víctima como principio constituyente de su conciencia y como la condición absoluta de su existencia. Tal era el sentido político y moral del nihilismo misionero.
Los llamados Colloqvios y doctrina christiana, aquellos sermones que los primeros franciscanos que llegaron a Nueva España dictaron a los últimos filósofos nahuas de la destruida Tenochtitlán, son reveladores en este sentido. Su primera y fundamental tarea era la interiorización del sacrificio humano y de la existencia miserable como pilar fundamental de la definición cristiana del vencido (el verdadero significado teológico-político de las crónicas de sangre y llanto de los indios subyugados que hoy se han institucionalizado como «visión de los vencidos»). En esta crónica de la conversión por medio de la violencia se anticipan ejemplarmente los hitos fundamentales de la función subjetivadora y subyugadora de la culpa, y de la moral ascética y el nihilismo ontológico ligado a ella, que siglos más tarde expuso Friedrich Nietzsche en Zur Genealogie der Moral. «Si allá queréis entrar en el cielo, donde está el dador de la vida, Jesucristo, mucho a vosotros os hace falta que aborrezcáis, despreciéis, no queráis bien, escupáis a aquellos a los que habéis andado teniendo por dioses […] y es necesario que quede limpio lo que está oscuro, lo que es vuestra suciedad, por medio del agua preciosa del dador de la vida».89
Conciencia negativa, reconocimiento invertido de sus formas de vida como lo sucio y lo oscuro, como pecado y culpa; introyección de una deuda originaria por la que se selló un pacto de dependencia indefinida con la identidad absoluta del colonizador, una deuda irremisible que se ha reproducido durante siglos y siglos bajo sus secularizadas metáforas económicas y políticas; y su consecuencia final, una moral de la sumisión y el vasallaje, elevadas a principio trascendente de libertad, y la conciencia servil que compelía al indio a una organización militar del trabajo etnocida como castigo y expiación: esos han sido los caminos misioneros para alcanzar el reino de la pureza interior y la libertad infinita, más tarde secularizados en un orden mundial levantado sobre el principio del progreso y el ideario de la razón instrumental.
No hace falta decirlo: todavía en la española cultura del siglo XIX se seguía alimentando esta representación de un indio animalizado y satanizado. Sus ejemplos no hay que buscarlos lejos: Salvador de Madariaga, en su inconfesada novela caballeresca sobre Hernán Cortés, los indios eran, una vez más, habitantes de «un espacio poblado de duendes y fantasmas, y un tiempo tejido de presagios y malos agüeros […] No les era dado interpretar una ley humana consistente, ya fundada en razón, ya en revelación».90 Frente a esta definición, la doctrina del «buen salvaje» no constituye más que un fenómeno superficial, lógica e históricamente subsidiario de la estigmatización del americano como un tabula rasa y la constitución real y efectiva del Nuevo Mundo como un continente vacío. Para la teología de la colonización el indio podía llegar a ser un buen cristiano, pero no un salvaje bueno. Su definición existencial seguía dividida entre el partido aristotélico que defendía su servidumbre natural, y el partido paulino que esgrimía su esclavitud moral. Ello elevaba al indio a los cielos de un juego de representaciones fatuas. El indio demoníaco y perezoso, el indio sodomita y lascivo, el indio ladino y embustero, y el indio corrupto y desdichado no eran solamente signos o íconos de un nuevo «orientalismo», por recordar la crítica del imaginario eurocéntrico de Edward Said.91 Aquellas visiones negativas y espectros político-teológicos del indio lascivo y diabólico tuvieron la fuerza para justificar la