La doble estigmatización del americano como bárbaro y su criminalización como infiel elevaban por contraste la conquista española a aquella misma dimensión redentora que también Cortés esgrimía hasta la náusea en sus cartas al emperador cristiano y a título de predestinación providencial de la conquista.
«Y por seguir la victoria que Dios nos daba […] ayudándonos Nuestro Señor […] y Dios nos dio asimismo tan buena dicha y victoria […] Dios sabe cuánta alteración recibí […] que si Dios misteriosamente no nos quisiera salvar […] Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí […] Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso […] Pero quiso Dios Nuestro Señor mostrar su gran poder.»73
No solo Cortés, de quien Sepúlveda afirmaba que «había actuado como un apóstol»,74 invocaba esta dimensión milagrosa a la vez que espiritual de la conquista. Bernal Díaz del Castillo citó por igual el carácter divino de la empresa, Gómara reiteró su demasiado distante testimonio de intervenciones milagrosas de lo divino en el curso de la empresa militar constitutiva de Nueva España, y en los Colloqvios y doctrina christiana, transcritos en náhuatl por Sahagún, se ponen en boca de los primeros doce franciscanos llegados a la recién destruida Tenochtitlán la siguiente proclamación apostólica: «Y no es otra cosa por la cual hemos venido […] solo por compasión de vosotros, por la salvación vuestra».75
La guerra santa
La concepción militar de la conquista, así como sus presupuestos morales en torno a una representación heroica y cristológica de la guerra justa se arropaban, además, bajo los signos de una guerra santa presidida por Dios. Semejante ideal de una guerra divinal —escribe E. Straub en su libro sobre Cortés—:
podía conseguir rápidamente adeptos en España, puesto que sintonizaba con las ideas mesiánicas de los enviados del imperio, con la concepción de que España había sido destinada por Dios no solamente a llevar el Evangelio por todo el orbe, sino también a imponer el reino de la paz divina. En esa época comenzaban a trazarse en este sentido paralelos entre la historia de España y la de Israel, a aplicar las profecías bíblicas a Castilla.76
La doctrina de la guerra santa instauraba al conquistador como sujeto virtuoso, alma sustancial y salvador cristiano. La presencia y fortaleza de ánimo, el arrojo ante los peligros y la obediencia a la ley divina, no en último lugar la rectitud de ánimo y el acatamiento de la legítima autoridad temporal recorren la leyenda del héroe conquistador como modelo emblemático del alma cristiana. Cortés describe su conquista de los reinos mesoamericanos como un rito de iniciación en la misma medida en que la victoria final es estilizada en sus cartas como consagración del mesianismo cristiano global. Todos estos rasgos no solamente tallaron la saga del conquistador como redentor, configuraron, asimismo, una identidad histórica: la identidad imperial en la edad dorada de su señorío universal. El alma sustancial aristotélica se fundía con las virtudes heroicas del caballero cristiano, para elevarse hasta los cielos sublimes de la doctrina providencial y apocalíptica de la conquista de las Indias como guerra santa, y revelarse, finalmente, en la propia misión histórica de España como nación elegida por Dios. Identidad política, militar y religiosa al mismo tiempo. Aquella misma identidad y unidad de lo militar, lo nacional y lo religioso que, a través del mito de Santiago Apóstol, había definido el principio constituyente y fundador de la «casta» hispano-cristiana desde la edad de las cruzadas hasta la liberación de las últimas colonias españolas de Cuba y Puerto Rico.77
Heroísmo cristiano y militar secreto, pero íntimamente vinculado a la formación de una identidad subjetiva que se forjaba al mismo tiempo en el campo de batalla como principio de ocupación territorial, como lo instauró Cortés, y en la iniciación del alma mística como institución de una nueva subjetividad sustancial e irreflexiva a través de la ascesis y el éxtasis, como los definió Teresa de Ávila. Formación histórica gestada a lo largo de siglos de luchas militares aglutinadas bajo el signo divinal de la cruzada. Síntesis del concepto aristotélico del héroe y del culto cristiano del sacrificio y la ascesis que se abrió paso también en la cruzada interior de la iniciación mística como triunfo sobre el cuerpo definido como medio satánico de tentaciones, como supresión de la historia individual y la realidad colectiva, y como glorificación del alma transverberada por los caminos de una marcha espiritual hacia un centro simbólico a la vez institucional e interior. Esos son los momentos temporales y trascendentes en los que se funda el sujeto colonizador hispánico, la ideología hispánica y la hispanidad —y también la decadencia hispánica—.
Entre la construcción heroica de una identidad territorial bajo los signos trascendentes de la cruz y la unidad del orbe cristiano, y la instauración mística del alma como ciudad interior, existe un vínculo profundo. Su centro sagrado es el «castillo interior» —una metáfora mística del Zóhar a la que Teresa de Ávila confirió un doble significado, a la vez militar y psicológico—. Su sentido moderno e imperial consistía, según la descripción del Castillo interior de la santa contrarreformista, en un sistema arquitectónico y militar de fortalezas inexpugnables en cuyo interior más secreto se albergaba un alma aristotélica, sustancialmente idéntica con Dios. En el recorrido de la iniciación mística su principio esencial es la conciencia de culpa. En el marco de la experiencia personal relatada por Teresa de Ávila, y elevada por la monarquía católica española a conciencia ejemplar y emblema nacional, esta conciencia negativa, ligada a la culpa, se expresaba a través de su celebración de la angustia y la muerte como principios constituyentes de la autoconciencia cristiana. Con el principio moral de la ascetismo cristiano viene la subsiguiente negación de la existencia empírica, histórica, social y física a lo largo del proceso de su purificación y absolución. La nueva conciencia resultante ignora su pasado como lo ignora la identidad nacional constituida en la monarquía católica de 1492. Esta eliminación de la memoria (que cristaliza en un verdadero proceso de purificación de las raíces judías e islámicas del misticismo ibérico, y de todos los nexos sociales y culturales que entrañaba) preside una redención a la vez subjetiva, doctrinaria e institucional.78 Esta redención coincide con la erección subjetiva y política de los inexpugnables baluartes del castillo interior de una conciencia absoluta y vacía. «Manda el Esposo cerrar las puertas de las moradas, y aun las del castillo y cerca.»79
«Aumento de su Iglesia» es también una última voluntad expresa del Castillo interior.80 En las reconquistas y conquistas legendarias de reinos míticos es la guerra, entendida asimismo como empresa de expiación y salvación por el dolor y la muerte, la que cumple esta misión metafísica de instauración de una renovada identidad histórica absoluta. La historia cultural española trazó precisamente en torno a estos momentos sus signos de identidad doctrinaria. Hasta entrados en el siglo XX, cuando la empresa de la conquista