102 Ibíd., vv. 1053 y ss. El concepto sonoro de «canibalizar» en este sentido mal se podría identificar con un proceso creador, atravesado por una teoría crítica de la civilización colonial y cristiana, desarrollado por Oswald de Andrade y otros escritores asociados al «Manifiesto Antropófago» de 1928.
103 Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhuatl (México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1985), 38 y ss.
104 Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los Incas (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1976), t. 1, 21. Marilena Chiampi, en López-Baralt, Icono y conquista…, 21.
105 Roberto Blatt ha analizado el proceso de exilio de la palabra de la comunidad y su constitución como entidad identificada con la institución que detenta al mismo tiempo el poder político y el monopolio de su interpretación o verdad. Cf. Roberto Blatt, Tradición talmúdica: patria y exilio de la voz, Letra, núm. 23 (otoño 1991), 62 y ss.
106 Miguel León-Portilla, Los antiguos mexicanos (México, 1988), 172.
107 Colloqvios…, vv. 933 y ss.
«AHORA TODO ESTÁ POR EL SUELO, PERDIDO, QUE NO HAY COSA»108
La consecuencia efectiva de la leyenda heroica de la conquista, la destrucción de las Indias, constituyó, al mismo tiempo, su premisa teológica y política. Cortés, el héroe de caballerías y político maquiavélico, triunfó militarmente, no obstante, un proceso ascendente de guerras despiadadas sin orden ni cuartel, torturas y crímenes. Su victoria sobre la ciudad sagrada de Tenochtitlán fue al mismo tiempo el cumplimiento de una destrucción masiva y una aniquilación total. Era preciso reducir una cultura a un estado de barbarie antes de poder colonizarla en nombre de su salvación. Principio de la dominación colonial de todos los tiempos.
En un análisis de la crueldad como momento constitutivo del proceso de colonización americana, Inga Clendinnen escribe a este propósito: «Usar el cañón para abrirse un camino o alzar un paso, o dispersar una concentración de guerreros es una cosa; usar el cañón para reventar una masa confusa de miseria humana era otra, y muy diferente. Probablemente, mientras proseguía su degradada rutina de estratagemas finales, Cortés tuviera un atisbo de lo que los indios concebían sobre la naturaleza y calidad del guerrero español».109
Pero este solamente fue el aspecto externo. Solo fue el instrumento material, el brazo armado de un principio general y abstracto, y lógicamente anterior de no-reconocimiento: la condena teológica del indio como sujeto de un culto diabólico, y como un ser carente de memoria histórica que existía en un estado de naturaleza, miserable y servil. Por eso el concepto de destrucción de las Indias no se limita al genocidio americano que comenzó en el siglo XVI en nombre de la salvación cristiana, y no ha sido clausurado bajo el signo de una racionalidad moderna y posmoderna. La destrucción de América tiene su real comienzo en un orden de representaciones que precede al hecho del descubrimiento: el significado lógico y teológico del proceso colonizador, su discurso conceptualmente formalizado como sistema de la salvación de las almas o del progreso tecnoeconómico, en la teología cristiana de la Guerra Santa y la conversión compulsiva.
La primera figura del no-reconocimiento del indio no se formuló bajo la espada mortal del conquistador, sino bajo el significante sacerdotal de la culpa. La función real del misionero cristiano era y es la estigmatización del indio como ser servil, diabólico o demente, y en consecuencia necesitado de su eclesiástica protección. Bajo esta determinación sacramental las comunidades originales de América fueron preventiva y definitivamente privadas de voz. Colón los había descrito como seres sin ley ni forma de vida. «Parecen asaz aptos para recibir la fe católica», se decía, por toda definición, en la bula de Alejandro VI.110 Homúnculos los llamó Ginés de Sepúlveda. Francisco de Vitoria los comparó, más liberalmente, con los niños y los dementes, en un apéndice de su Relectio de Indis.111 Francisco Suárez, que abogó asimismo por una concepción liberal de la conquista y, en consecuencia, rechazó drásticamente la doctrina de la Guerra Santa, no dejó de asumir que los indios «son peores que locos» y, en consecuencia, «no son dueños de sus propias vidas».112 Vasco de Quiroga, el fundador de la llamada utopía indigenista en América, manifestó expresamente, en su Información en derecho, que todas las formas de gobierno de los indios eran serviles y malas, cuando los americanos no vivían sin gobierno alguno, es decir, como bestias.113 A esta serie variopinta de evaluaciones teológicas les sucedía a continuación la más larga retahíla de demonizaciones de sus cultos satánicos, sus dioses sanguinarios, su perversa sexualidad y sus torcidos conocimientos y formas de vida.
Una vez negada la legitimidad de su ser, no era difícil dar el siguiente paso: la clausura ontológica de su forma de vida. Los Colloqvios ilustran sobremanera esta insidiosa subrogación, por parte de los misioneros franciscanos, de una negatividad absoluta de la existencia indígena: «vuestros dioses, vuestras formas de vida, vuestra palabra» no son reconocidos en modo alguno como propiedades de título legítimo, sino como maquinaciones del diablo y como tales tenían que ser necesariamente eliminadas. La verdadera destrucción de las Indias es idéntica con esta clausura teológica de la existencia del americano.
Pero la llamada conquista espiritual no podía cumplirse solamente a partir de un mudo terror. No podía emanar de una oposición simple entre héroes sanguinarios y vasallos vencidos, ni del conquistador elevado a los altares de un sujeto absoluto y sublime, versus un indio maldecido como existencia culpable y esclava. Tampoco era posible que el nuevo orden se instaurara a partir del secuestro simple de la palabra, la memoria y las formas de vida del americano. Era preciso que el sujeto vencido y negado abrazara, en una subsiguiente escena, el discurso del héroe y del misionero cristianos como su principio interior de identidad y salvación. Era preciso que el indio asumiera voluntariamente su impuesta condición de vasallaje como una nueva dignidad. Era necesario, además, demostrar que el habitante de América deseaba su travestimiento, sujeción y subjetivación bajo los poderes nuevos, y que se los apropiaba como auténtica emancipación y verdadera libertad.
Para que el nuevo sistema colonial apareciera como un orden interior, principio de identidad y fundamento de la libertad, era menester la previa derogación del principio arcaico de violencia y poder que, al mismo tiempo, lo había fundado. Semejante negación no significaba, empero, la supresión real de la violencia. Más bien, se trataba de su refutación nominal y de su suspensión virtual. La nueva identidad del indio debía representarse fuera del ámbito efectivo e inmediato de la violencia real que ejercía el poder colonizador. Para ello había que deslegitimar el principio de vasallaje militar, y de crueldad y sujeción violenta del indio. Era necesario desplazar y ocultar (verdrängen en el sentido en que Freud definió este proceso psicológica y políticamente) la violencia constituyente del orden colonial para poder reformular su principio teológico y político de conversión cristiana del indio como auténtica emancipación, y había que redefinir esta conversión liberadora como el verdadero objetivo y sentido del proceso de colonización.
Desde el punto de vista de la sucesión de acontecimientos históricos puede afirmarse con bastante solvencia que, ya a mediados del siglo XVI, la leyenda heroica