“¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, barre la casa y busca con diligencia hasta encontrarla?”
(Lucas 15:8).
Cuando nuestra hija (J) tenía tres o cuatro años perdía con frecuencia algún juguete, ropa u objeto. Buscábamos por todas partes y al final le preguntábamos:
—Claudia, ¿dónde está tu muñeca?
Echando una ligera ojeada a su alrededor y con tranquilidad, respondía encogiendo los hombros:
—¡Está perdida!
De esa manera se despreocupaba y pasaba a otra actividad. Pero tal actitud no es fácil de encontrar en los mayores. Cuando perdemos algún utensilio, herramienta u objeto, nos irritamos y no somos capaces de hacer otra cosa hasta encontrar lo perdido.
Esta es la conducta de la mujer que tenía diez monedas y perdió una. En primer lugar, se trataba de una pérdida importante: una dracma era el valor del salario de un día, una suma relevante para una mujer sencilla. Existía además en aquel tiempo la costumbre de que, antes de una boda, el padre de la novia le entregaba diez dracmas a modo de dote en caso de necesidad. Algunos comentaristas nos dicen que las casadas llevaban sus diez dracmas en una diadema a la vista de todos; así que todo el mundo se daba cuenta cuando se perdía alguna moneda.
En segundo lugar, la búsqueda fue intensa. Las casas en el oriente eran oscuras y llenas de polvo y tierra. Por ello, nuestra mujer enciende la lámpara, barre la casa y se resuelve a encontrar la moneda. Finalmente, la búsqueda es exitosa. Encuentra la dracma, acude a sus amigas y vecinas y todas se gozan en el hallazgo. Jesús añade: “Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente” (Luc. 15:10), dando a entender que cada uno de nosotros somos esa moneda cada vez que nos perdemos.
La parábola tiene un valor especial en términos de estima propia. La moneda, por preciosa que sea, no puede cumplir su misión de proporcionar bienes mientras esté perdida. Lo mismo ocurre con nosotros: no participamos del gozo de servir hasta que nos encontramos con Jesús y llegamos a ser completos. Con frecuencia el Señor usa a otros (la mujer en la parábola) para que nos busque y nos invite a regresar a Dios. Otras veces, el Espíritu Santo actúa directamente sobre el corazón y nos convence.
La imagen de la moneda es excelente pues las monedas llevan la marca de la autoridad que las acuña. Tú y yo llevamos la marca del Creador en cada cual y su imagen se restaura en nosotros cuando él nos encuentra. Respondamos hoy afirmativamente al Señor cuando nos busque.
18 de enero - Autoestima
El hijo perdido
“Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde’. Y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente”
(Lucas 15:11-13).
Kenneth Bailey, un experto en Nuevo Testamento que vivió en el medio Oriente muchos años, preguntó repetidamente a multitud de personas lo que significaría si un hijo le pidiera a su padre la herencia. La respuesta siempre fue la misma; el significado de esa petición es lo mismo que decir: “Padre, ¡deseo tu muerte!" En el contexto de aquel tiempo y lugar, una herencia solo estaba disponible después de la muerte del progenitor. Además, el hijo menor contaba con muy pocas posibilidades de recibir herencia, pues la parte mayor siempre iba al primogénito. Por lo tanto, la petición “dame la parte de los bienes que me corresponde” representa una clara insolencia.
Pero el joven hizo algo aún peor. La expresión “juntándolo todo” (sinagós) significa que vendió su herencia y la convirtió en efectivo. A continuación, se marchó a malgastarlo. Esto constituye una violación flagrante de la tradición judía. La Mishná, que recoge el legado oral israelita acumulado a lo largo de los siglos, indica que cuando un padre escogía entregar en vida la herencia a su hijo, ya no podía venderla por haber pasado al descendiente. Pero su hijo tampoco podía venderla por estar aún bajo el control del padre. Cualquier operación de venta solo se permitía después del fallecimiento del padre.
El resto de la historia (vers. 14-24) es conocido: el hijo pródigo malgastó todo, padeció hambre y necesidad y acabó apacentando cerdos. Un día volvió en sí y decidió regresar a la casa paterna, no ya como hijo, sino como sirviente. El padre no le recriminó su abominable conducta, sino que “cuando aún estaba lejos, lo vio y fue movido a misericordia, y corrió y se echó sobre su cuello y lo besó” (vers. 20). Le puso ropa fina, sandalias y el anillo de autoridad, haciendo una gran fiesta para regocijo de todos.
La parábola puede aplicarse a cada uno de nosotros que, en algún momento, decidimos alejarnos del Padre celestial y usar sus dones en la complacencia propia. Puede que estés apartado de Dios y te sientas indigno para regresar. La transgresión de la historia de hoy es colosal, pero no fue obstáculo para que el padre lo recibiera.
Dios está dispuesto a perdonarte, correr hacia ti, echarse a tu cuello y besarte para que disfrutes de tu verdadera condición: la de su amado hijo.
19 de enero - Autoestima
Cuidado con perder el escudo
“No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene una gran recompensa”
(Hebreos 10:35).
El pasaje de hoy insta a los creyentes a no perder la confianza. Y para expresar tal idea, el autor utiliza el verbo apobalo, que tiene un sentido castrense y se utilizaba cuando un soldado perdía o abandonaba su escudo en la batalla. Cuando un soldado se desanimaba en la lucha, podía caer en una de las reacciones más indignas: arrojar el escudo para aligerar la carga y huir. Luego informaba a su superior que había “perdido” el escudo. Tal acción denotaba gran cobardía y dicho soldado no podía asistir a las ceremonias de celebración y honra a los guerreros.
No perder la confianza significa conservar la valentía, la audacia y el dinamismo propios de un buen soldado. No es de extrañar el uso de estos recursos lingüísticos, pues la carta va dirigida a la segunda generación de judeocristianos que les tocó vivir después de la persecución de Nerón y antes de la de Domiciano. Eran tiempos tensos pues, aunque los cristianos no estaban siendo perseguidos en ese momento, sus padres sí habían sufrido la persecución y ellos estaban a punto de padecerla (Heb. 12:4).
La verdad es que cuando las adversidades o la dureza de la confrontación son extremas, nada podemos hacer por nosotros mismos. No es de extrañar que la reacción orgánica ante el peligro o las amenazas la lleve a cabo el llamado sistema nervioso autónomo, que obra independientemente de nuestra voluntad. Se sabe que, en los campos de batalla, algún soldado ha muerto literalmente de miedo. Esto es debido a un mecanismo biológico llamado “rebote parasimpático”. En circunstancias de alarma normal, el sistema nervioso simpático nos alerta del peligro con una serie de reacciones: fuertes latidos, sudor, dilatación de los conductos respiratorios, dilatación de los vasos sanguíneos, energía muscular, entre otros. Ante esto, el sistema nervioso parasimpático reacciona para amortiguar los efectos de tanta conmoción orgánica y acercarnos a la normalidad. Pero cuando la alarma es extrema (como el temor a la muerte en la batalla), el efecto parasimpático puede producir un paro cardíaco y acabar con la vida de la persona.
En las batallas espirituales, solo Dios puede hacernos valientes frente a la dureza de la tentación y las amenazas de la vida. Tal vez estés en lo peor de la lucha y te sientas tentado a arrojar el escudo y abandonarte a la derrota. Pero hay una opción mucho mejor. Entrégate a Jesús y él te dará la victoria. Como a Jairo le dijo mientras su hija agonizaba, ahora te dice a ti: “No temas, cree solamente” (Mar. 5:36).
20 de enero - Autoestima
¡Qué hermosa eres!
“¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres!”
(Cantares 4:1).
Una de las fuentes principales de autoestima para