El freudomarxismo rechazará esta dura disyuntiva freudiana —o brillantez cultural, o libertad sexual— y sostendrá que es posible una revolución sexual que, al tiempo que permite una gozosa satisfacción de los instintos, facilite el ascenso a un estadio superior de civilización, sin explotación ni dominación. El freudomarxista por antonomasia —que no perteneció formalmente a la Escuela de Fráncfort— fue Wilhelm Reich: que fuese expulsado de ambas ortodoxias (de la Revista Internacional de Psicoanálisis por orden directa de Freud en 1932 y del Partido Comunista Alemán poco después) muestra que psicoanálisis y marxismo no resultan integrables sin tergiversación de ambos.
Reich anticipa el sesentayochismo no solo en su confianza en la posibilidad de una liberación sexual total, sino también en la propensión a considerar fascista a cualquier defensor de la moral tradicional. Pues, en efecto, la familia clásica, y la contención sexual necesaria para su conservación, es el crisol de la personalidad autoritaria, «la cuna de los hombres reaccionarios y conservadores»54 de la pequeña burguesía,55 afirmará Reich en Psicología de masas del fascismo. Reich rechaza la tesis freudiana según la cual la libido reprimida puede sublimarse en creatividad artística o intelectual; en su opinión, el sufrimiento de la represión sexual genera, por el contrario, rigidez comportamental, sumisión y pulsiones sadomasoquistas, y ambas son el fundamento del fascismo y su militarización de la sociedad. Al contrario, la revolución contra el capitalismo y el fascismo —Reich también prefigura al 68 en su equiparación— solo puede comenzar por la liberación sexual general, una liberación que debe incluir a los niños, cuya erotización temprana recomienda el freudomarxismo.56
Pero las obras de Reich —que murió loco en 1957— son de los años treinta; tuvo mucho más influencia sobre la generación del 68 Herbert Marcuse, que publica su Hombre unidimensional en 1964 y profesa en varias universidades norteamericanas. Su contexto histórico no es ya la Europa de los treinta, castigada por la crisis económica de 1929 y el ascenso de los totalitarismos, sino el Occidente exitoso de los sesenta, próspero y democrático. Por tanto, el marcusianismo es una teoría del desenmascaramiento: la «libertad», la «democracia», el «bienestar» que nos venden son engañosos (las comillas irónicas son la aportación tipográfica por excelencia del 68).57 Y el hecho de que tantos conciudadanos se muestren seducidos por esa mentira demuestra, precisamente, que se trata de la dictadura perfecta, más insidiosa que las dictaduras obvias: «El hecho de que la gran mayoría de la población acepte, y sea obligada a aceptar, esta sociedad no la hace menos irracional y reprobable».58
Marcuse no es un comunista tradicional: toma distancias respecto a la Unión Soviética y el socialismo real. Pero en su opinión el mundo libre es tan opresivo como el soviético, si bien en forma más sutil. Se trata de una libertad espuria, consistente en la posibilidad de satisfacer falsas necesidades59 y elegir entre una pluralidad de productos y entretenimientos alienantes: «Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación».60
¿Y quién decide sobre la verdad o falsedad de las necesidades? No el propio ciudadano común, obnubilado por la alienación;61 solo el filósofo freudomarxista, inmune a la seducción del sistema, está en condiciones de juzgar desde su perspectiva exterior-omnisciente:62
No importa que [el hombre común] se identifique con ellas [sus “falsas necesidades” de automóvil, televisión y casita con jardincito] y se encuentre a sí mismo en su satisfacción; siguen siendo lo que fueron desde el principio: productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión.63
Así como Marx concebía la verdadera libertad religiosa no como el derecho a elegir entre varias religiones, sino como la libertad de la religión (o sea, la destrucción de todas ellas), así Marcuse concibe la libertad económica no como libertad de contratación y emprendimiento, sino como liberación de la penosa obligación de trabajar y esforzarse: «Desde el primer momento, la libertad de empresa no fue precisamente una bendición. En tanto que libertad para trabajar o para morir de hambre, significaba fatiga, inseguridad y temor para la gran mayoría de la población. […] La desaparición de esa clase de libertad sería uno de los mayores logros de la civilización».64 «La [verdadera] libertad económica significaría libertad de la economía, de estar controlado por fuerzas y relaciones económicas: liberación de la diaria lucha por la existencia, de ganarse la vida».65 También la igualación del nivel de oportunidades y comodidades alcanzada por la sociedad contemporánea es «igualdad en la alienación».66
La convicción de Marcuse —basada en una abismal ignorancia tanto de la economía como de la tecnología— parece ser la de que el desarrollo tecnológico permitiría ya automatizar todas las tareas, de forma que podríamos vivir bien casi sin trabajar; pero un perverso sistema represivo-productivista-belicista nos mantiene en un alienante estajanovismo: «El proceso tecnológico de mecanización podría canalizar la energía individual hacia un reino virgen de libertad más allá de la necesidad. La misma estructura de la existencia humana se alteraría; el individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo».67 La necesidad de trabajar no se debe a una naturaleza tacaña que solo entrega sus frutos al hombre a un alto precio de esfuerzo, sino a las exigencias de un sistema social irracional: «Los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad».68
Pero ¿cuáles son las necesidades verdaderas? No termina de quedar claro. Eso sí, para Marcuse es falsa cualquier necesidad que el sistema pueda satisfacer. Por tanto, no está denunciando (solo) el materialismo consumista, etc., y proponiendo un retorno a lo espiritual. Pues reconoce que las iglesias están llenas (hablamos de 1964), pero considera que las necesidades espirituales satisfechas por ellas tampoco son verdaderas, ya que no ponen en entredicho al sistema.69 Lo que permite identificar a la necesidad verdadera, por tanto, es su incompatibilidad con el orden establecido.
Si la URSS y el «socialismo real» no son la auténtica alternativa al capitalismo, es porque también ellos siguen siendo productivistas y estajanovistas. Marcuse no está proponiendo una tercera vía equidistante de capitalismo y comunismo, sino que parece apuntar —de manera