El marxismo es uno de los ingredientes importantes. François Furet escribió que «la idea comunista vivió más tiempo en el espíritu de la gente que en los hechos; en el Oeste que en el Este de Europa».42 Es paradójico que, mientras el marxismo perdía toda credibilidad popular en los países del Pacto de Varsovia (las revelaciones sobre los crímenes de Stalin —admitidos parcialmente por Kruschev en su informe secreto al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956— hicieron perder la fe a muchos),43 manteniéndose solo como doctrina oficial insincera de un gigante con los pies de barro, en Occidente conocía una segunda juventud con la intensa marxistización de la universidad y su eco entre los jóvenes.
Ahora bien, el marxismo original iba de tasas de plusvalía, sóviets y fábricas, no de tochos académicos y asambleas de facultad.44 El marxismo clásico consideraba que la superestructura ideológicocultural no era más que un reflejo de la estructura socioeconómica. y que el verdadero motor de la historia era la evolución y contradicciones del modo de producción. La figura clave en la aparición de un marxismo cultural que reconsiderase la importancia de las superestructuras fue, por supuesto, Antonio Gramsci. El comunista italiano había huido a la URSS en 1922, tras la marcha sobre Roma, y comprobado la fiera resistencia que, pese a una implacable represión, seguía oponiendo el campesinado ruso al nuevo sistema. Este anticomunismo instintivo no tenía que ver con intereses económicos, sino con la cultura: echaban de menos sus iconos, sus popes, su zar idealizado y su santa Rusia. Los comunistas hubieran debido conquistar sus mentes antes de aplicar su revolución socioeconómica: Gramsci invierte la tesis marxista-ortodoxa sobre la relación entre estructura y superestructura; la victoria ideológicocultural debería preceder y facilitar a la económica.
Gramsci reformula, pues, el concepto de hegemonía —introducido por Plejnov— atribuyéndole un sentido de dominio de los resortes de producción cultural y configuración de las mentalidades y sentimientos. Para poder cumplir con éxito la revolución socialista, los marxistas deben hacerse antes con la hegemonía cultural, emprendiendo una larga marcha por las instituciones: la Universidad, las artes, el cine, la prensa, la escuela, la Iglesia… El nuevo agente revolucionario ya no es tanto el aguerrido sindicalista como el maestro de escuela que conduce hábilmente a sus alumnos —con el pretexto de la justicia social— al desprecio de la propiedad privada, de la familia, de la moral tradicional y de la religión. En esa labor de zapa, los intelectuales orgánicos del marxismo deben establecer alianzas flexibles con progresistas no explícitamente marxistas: compañeros de viaje antifascistas, feministas, pacifistas, etc. Fue la estrategia recomendada por el genial Willi Münzenberg y plasmada en los frentes populares de los años treinta. El marxismo académico de los sesenta y setenta es marxismo gramsciano. Como señala Roger Scruton, el gramscismo es «la filosofía natural de la revolución estudiantil»,45 por su énfasis en la importancia de las ideas: Gramsci «reformuló el programa de la izquierda como una revolución cultural, una revolución que podía ser cumplida sin violencia y cuyo escenario serían las universidades, teatros, salas de conferencias y escuelas».46
Como el de Gramsci, también era marxismo heterodoxo el propuesto por otra de las corrientes filosóficas que más influyeron en el 68: la Escuela de Fráncfort. Si el punto de partida de Gramsci había sido la derrota de la izquierda italiana frente al fascismo y las dificultades de implementación del socialismo en la joven URSS, el de los francfortianos es el fracaso de la revolución espartaquista de 1918-19, que lleva a la conclusión de que es necesario repensar y desarrollar el aparato teórico del marxismo. Las raíces de la Escuela de Fráncfort son incuestionablemente marxistas: el famoso Institut für Sozialforschung (Instituto para la Investigación Social) creado en Fráncfort en 1923 iba a llamarse originalmente Instituto para el Marxismo, y solo la prudencia frente a las autoridades de la República de Weimar llevará a escoger un rótulo más aséptico.
Simplificando mucho, creo que los francfortianos desarrollan el marxismo en dos direcciones. De un lado, Horkheimer y Adorno, en su Dialéctica de la Ilustración (1947), amplían el enfoque para criticar no solo la explotación de clase en la que supuestamente se basaría el capitalismo, sino más bien el culto a la racionalidad instrumental que se enseñorea de Occidente desde la Ilustración. El consabido rechazo sesentayochista del productivismo y del círculo infernal casa-coche-trabajo bebe en parte de aquí.
De otro lado, autores como Fromm y, especialmente, Reich y Marcuse intentan integrar el marxismo con el psicoanálisis presentando la represión sexual como uno de los fundamentos del orden burgués y teorizando una liberación que será tanto socioeconómica como libidinal.
Este freudomarxismo desfigura aspectos fundamentales de las dos doctrinas integradas. Desfigura especialmente al psicoanálisis, al presentar la represión instintiva como un fenómeno histórico ligado a un determinado modelo de sociedad. Ahora bien, es sabido que para Freud el conflicto entre el superyó (portavoz de los valores y normas sociales interiorizados por el sujeto) y el ello (el estrato salvaje del psiquismo, sede de un insaciable instinto sexual, Eros, y de impulsos agresivos de destrucción y dominación, Tánatos) —conflicto en el que el «yo» intenta una siempre inestable mediación— es consustancial a la condición humana misma, y no a uno u otro modelo histórico de organización socioeconómica.47
Es especialmente en El malestar en la cultura donde Freud concibe la represión de los instintos como el precio inevitable no ya de la cultura, sino de la supervivencia misma del individuo. La condición humana es dolorosa y está siempre amenazada por «tres fuentes de sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad».48 Es cierto que el progreso científico-técnico permite cierta atenuación de las primeras dos formas de dolor, y la evolución cultural puede alcanzar cierta atenuación de la tercera. Pero ni la comodidad material ni el alargamiento de la vida conducen a la felicidad:
En el curso de las últimas generaciones la humanidad ha […] afianzado en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. […] Pero el hombre comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, […] no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida: no le ha hecho, en su sentir, más feliz.49
El sufrimiento inseparable de la condición humana está relacionado también, según Freud, con el insoluble conflicto entre el principio del placer y el principio de realidad («el designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable»).50 Ahora bien, la energía psíquica de los instintos reprimidos por las exigencias de la vida en sociedad y de la acomodación a la realidad puede ser reorientada de forma creativa mediante el mecanismo de la sublimación: «La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados».51
O sea, que Freud reconoce que la represión de los instintos —y especialmente del sexual— es la condición de la civilización, y su posición no anda muy lejos de la que defenderá el antropólogo J. D. Unwin: «Toda sociedad debe elegir