El verdadero legado del 68 ha sido la era del individuo-rey. Como ha escrito Jean-Pierre le Goff: «Se afirma la figura de una individualidad que no debe nada a nadie, ni a las generaciones anteriores ni a las futuras. Ni deuda ni deber hacia otros, sino solamente la afirmación de una autonomía radical que se sitúa más allá de todo anclaje y todo límite».109 La revolución cultural de los sesenta y setenta no destruyó el capitalismo (al menos, no lo destruyó inmediatamente), pero sí dejó heridas de muerte a la familia, las iglesias, las naciones y la natalidad.
El giro cultural del 68 ha sido interpretado por algunos, incluso, como una oportuna maniobra del capitalismo para asegurar su autoperpetuación. Por ejemplo, descubriendo un nuevo mercado juvenil y encontrando un nuevo nicho de negocio en los productos contraculturales (moda hippy en El Corte Inglés, venta de anticonceptivos, etc.).110 Régis Debray, revolucionario en los sesenta y compañero del Che Guevara en la guerrilla boliviana, habló después (1978) de una «armonía natural, aunque no preestablecida, entre las rebeliones individualistas de Mayo y las necesidades políticas y económicas del gran capitalismo liberal»;111 por ejemplo, el feminismo había puesto a disposición del mercado un enorme contingente de mano de obra femenina. Y el individualismo anarcoide del 68 habría terminado de disolver las dos referencias colectivas que todavía obstaculizaban la globalización del capital: la clase obrera y la nación.112
Daniel Bell, por su parte, analizaba en 1977 la contradicción latente en el capitalismo entre la figura del empresario-productor (con sus virtudes características de laboriosidad, emprendimiento, ahorro, etc.) y el consumidor-disfrutador:
Por un lado, la empresa capitalista quiere un individuo que trabaje duramente, siga una carrera, acepte el postergamiento de la gratificación […]. Sin embargo, en sus productos y su propaganda, el capitalismo promueve el placer, el goce del momento, la despreocupación […]. Se debe ser recto de día y juerguista de noche».113
Mayo del 68, como estamos viendo, comportó no la superación del capitalismo, sino la victoria de su componente hedonista, el triunfo del juerguista nocturno sobre el productor diurno. Otra cosa es que el propio capitalismo pueda sobrevivir en el largo plazo al presentismo y la exigencia de gratificación inmediata.114 Eso lo habremos de comprobar en las próximas décadas.
Ferry y Renaut hablan de una astucia de la Razón115 mediante la cual la fusión comunitaria en las barricadas de Mayo y el lenguaje socializante de los eslóganes a lo Marx-Mao-Marcuse habrían terminado resolviéndose en todo lo contrario: la desmovilización de la esfera pública y un gran repliegue sobre el espacio privado (que ya no es familiar —pues la familia queda muy fragilizada por la revolución de las costumbres—, sino individual).
En Mayo de 1986 recuerdo haber visto en Francia la publicidad de una empresa de mobiliario doméstico: «1968: ¡Vamos a cambiar el mundo!; 1986: Vamos a cambiar la cocina». Tres años antes había publicado Gilles Lipovetsky la obra de referencia en lo que se refiere a la interpretación del legado del 68 en clave individualista-privatizadora: La era del vacío.
Frente a las interpretaciones que presentan al 68 como una revolución posmoderna, una ruptura superadora de la modernidad, Lipovetsky enfatizará, por el contrario, la continuidad de los valores del 68 respecto a una dinámica de individualización que habría comenzado precisamente con la modernidad y el liberalismo clásico. Con esto se sitúa en la estela de Jacques Barzun, quien señaló que la revolución cultural de los últimos sesenta había sido prefigurada por la de los felices veinte también hedonistas y liberados. La dinámica de relajación de costumbres habría sido interrumpida por una sucesión de catástrofes y situaciones excepcionales: depresión económica de los treinta, guerra mundial, esforzada reconstrucción de 1945-65. Superado el paréntesis, la generación de 1968 retomó las cosas donde habían quedado en 1929. Se reanuda el proceso de «ruptura con la fase inaugural de las sociedades modernas, democráticas-disciplinarias, universalistas-rigoristas». El cambio social apunta siempre en la dirección de «el mínimo de coacciones y el máximo de elecciones privadas posible, con el mínimo de austeridad y el máximo de deseo, con la menor represión y la mayor comprensión posible».116 Y todo ello no es más que la extensión de la libertad del terreno económico-político al de la vida privada (lo que Lipovetsky llama segunda revolución individualista):117
El derecho a la libertad, en teoría ilimitado pero hasta entonces circunscrito a lo económico, a lo político, al saber, se instala en las costumbres y en lo cotidiano. Vivir libremente sin represiones, escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo, la aspiración y el derecho más legítimos a los ojos de nuestros contemporáneos.118
El individuo total de la modernidad llegada a plenitud se libera tanto de las tradiciones y vínculos que lo ataban al pasado como de los compromisos u obligaciones que miran al futuro:
Hoy vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones o nuestra posteridad: el sentido histórico ha sido olvidado».119 «Se disuelven la confianza y la fe en el futuro, ya nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el progreso, la gente quiere vivir enseguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre nuevo.120
Los ideales y valores públicos solo pueden declinar, únicamente queda la búsqueda del ego y del propio interés, el éxtasis de la liberación “personal”, la obsesión por el cuerpo y el sexo.121
El fin de la Historia, según parece, era esto: «Cuidar la salud, preservar la situación material, desprenderse de los “complejos”, esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta posible».122 Lipovetsky enfatiza el carácter cool y desdramatizado del hedonismo presentista-individualista que preside nuestra sociedad; el vacío en el que finalmente nos hemos sumido no es la náusea o la angustia de los existencialistas, o el vértigo del Zaratustra nietzscheano tras la muerte de Dios, o la nostalgia del marxista que se ha quedado sin su gran proyecto histórico y su gran tarea revolucionaria:
Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa