Pero el 68 no ha modelado nuestra sociedad a través de ese activismo político o terrorista clásico, a la postre fracasado, pues la extrema izquierda no llegó al poder. La verdadera herencia inconsciente de Mayo del 68 ha sido la difusión generalizada de la sensibilidad del polo cultural-libertario, como señala Josemaría Carabante: «Los estudiantes no terminaron con el sistema contra el que se levantaron, pero cuando salieron de las aulas contribuyeron a difundir nuevos valores y a cambiar los estilos de vida y las costumbres existentes».27
Los avatares del polo neoleninista no merecen mayor atención, más allá de la amarga paradoja de que mientras los jóvenes checos arriesgaban sus vidas para salir del comunismo (la Primavera de Praga coincide cronológicamente con el Mayo francés, y la represión soviética de agosto se cobraría setenta y dos víctimas),28 en Francia otros jóvenes luchaban por entrar en él. La intervención soviética —que se sumaba a las de Berlín 1953 y Hungría 1956— contribuyó a desacreditar el socialismo real a ojos de los estudiantes occidentales, pero no los llevó a abjurar del marxismo: fabulaban nuevas versiones trotskistas o maoístas (ignorando que el Gran Salto Adelante chino se había cobrado decenas de millones de víctimas entre 1959 y 1961, y la revolución cultural al menos un millón más a partir de 1966), o bien se ilusionaban con los experimentos socialistas del tercer mundo, de la Cuba de Castro al Vietnam de Ho Chi Minh. En Francia bulle en la primera mitad de los setenta una frenética sopa de letras ultraizquierdista, en la que destacan la Ligue Communiste de Alain Krivine (trotskista) y la Gauche Proletarienne de Alain Geismar (maoísta). España atravesará su propio sarampión de ultraizquierda en los primeros años de la Transición: PT, ORT, Joven Guardia Roja, etc. Ni ellos ni sus homólogos de otros países europeos superarían umbrales de voto prácticamente testimoniales.
Junto con los que querían construir la utopía de manera coactiva, imponiéndosela a la sociedad desde el poder político, existían también los que, de manera más coherente con el espíritu anarcoide del 68, se lanzaron a promoverla descentralizadamente mediante experimentos comunales a pequeña escala: «Vivir ya de otra manera, sin esperar a la revolución». Hasta cien mil personas llegaron a vivir en comunas a principios de los setenta, solo en los países escandinavos (la Ciudad Libre de Christiania, en Copenhague, reducida ya casi a un parque temático, es una reliquia fósil de aquella explosión). En ellas se intentaron llevar a la práctica muchas de las ideas sesentayochistas, del amor libre a la abolición de la familia y de la propiedad privada, del retorno a la naturaleza a la desescolarización o el consumo de drogas. Los resultados fueron en general deprimentes. «Ya había doce niños en la comuna; cuando mi pareja y yo anunciamos que íbamos a darle un hermanito a la pequeña Judith, un comunero me dijo ‘¡Pero Judith ya tiene once hermanos!’; le arrojé la ensaladera a la cabeza».29 Enfrentados al reto de cultivar la tierra o fabricar artesanía, los soixante-huitards neorrurales van a descubrir que, después de todo, la necesidad de trabajar duro no era la imposición alienante de una sociedad materialista obsesionada por la productividad,30 y que la carestía es la situación por defecto del hombre frente a una naturaleza tacaña. Un superviviente resumió así la experiencia: «Agotamiento físico; subalimentación; desorganización total; incompetencia; hostilidad de los [verdaderos] campesinos, que se sentían agredidos; drogas; desafueros de los jefecillos: el sueño se convirtió a menudo en pesadilla».31
Mucho más éxito que el activismo neoleninista o el utopismo agro-hippy tendrá la irradiación del espíritu sesentayochista a través de movimientos sociales como el feminismo, la liberación homosexual, el ecologismo o el pacifismo. La idea que subyace —teorizada, como veremos, por autores como Marcuse o Foucault— es la de la sustitución del sujeto revolucionario clásico —la clase obrera— por nuevos colectivos supuestamente oprimidos (o, en el caso del ecologismo, la biosfera en su conjunto, depredada por el productivismo capitalista). Y también la reivindicación del deseo en todas sus formas y el rechazo de todo tipo de tabúes, especialmente en materia de moral sexual.
El editorial inaugural del periódico Tout!, órgano del sesentayochismo en versión cultural-libertaria, lanzaba la idea de una coalición foucault-marcusiana de colectivos en busca de liberación: «Los maricones [sic: les pédés], las bolleras [sic: les gouines], las mujeres, los presidiarios, las que abortan, los asociales, los locos… ¡Todo!».32 El periódico reivindicará «el aborto y la anticoncepción libres y gratuitos», el «derecho a la homosexualidad y a todas las formas de sexualidad» y «el derecho de los menores a la libertad del deseo y a su realización», y se declara en guerra contra la familia tradicional: «La familia es la primera tapadera que reprime nuestros deseos hasta la ebullición».33 Con la excepción del sexo con menores, todas las demás liberaciones irán siendo legalizadas —y asumidas por la sociedad— en Francia a lo largo de la década de los setenta.34
El feminismo de los setenta comenzará en cierto modo como una rebelión dentro del propio movimiento sesentayochista al grito de «¡Lleva tanto tiempo prepararle la comida a un revolucionario como a un burgués!»;35 «¿quién se ocupa de la cocina mientras ellos hablan de revolución?, ¿quién cuida de los niños mientras ellos van a reuniones políticas? […] ¡Nosotras, siempre nosotras!».36 A la supuesta opresión que padece la sociedad en su conjunto se añade, pues, en el caso de las mujeres, una opresión particular, que se yuxtapone a las demás: «Las mujeres —sean mujeres de burgueses, de obreros o de negros— sufren una opresión común y específica, y luchan por su liberación», proclama el número especial de la revista Partisans («Liberación de la mujer, año cero», 1970). Seguirán, en los años setenta, junto con la reivindicación del aborto libre —que triunfa en 1975 con la aprobación de la ley Veil—, los grupos de concienciación victimista, la constante confusión de lo privado y lo social (siguiendo el lema de Kate Millett: «The personal is political») —es decir, la interpretación de todos los fracasos personales en clave de opresión patriarcal-sistémica—,37 la demonización del varón («por su rol de Padre opresivo, [el hombre] es la encarnación de Dios, del Jefe de Estado, del Patrón y de todos los líderes»; es «el Amo, y de él brota todo valor, como el esperma de su pene», proclaman manifiestos feministas de 1970 y 1974),38 la execración de la maternidad (en 1975 es publicado el volumen colectivo Maternidad esclava)39 y, finalmente, el rechazo del concepto mismo de sexo femenino, considerado ahora como construcción cultural alienante, y no ya como determinación natural (esta idea, base de la ideología de género, se encontraba ya en el famoso «La mujer no nace, sino que llega a serlo» de Simone de Beauvoir en Le deuxième séxe (1949), y es desarrollada en 1973 por Elena Gianini Belotti en Du côté des petites filles: el libro venderá 250 000 copias).40
¿DE DÓNDE SALIERON LAS IDEAS DEL 68?: DE GRAMSCI AL FREUDOMARXISMO
Una