Revolución de ricos, revolución que no busca el poder… y revolución generacional. Mayo del 68 fue protagonizado por la primera cohorte de jóvenes occidentales que no había conocido privaciones en su infancia y que había podido acceder masivamente a la educación superior: en Francia, el número de universitarios pasó de 200 000 en 1958 a 500 000 en 1968.7 Sus padres habían conocido las penurias de la Gran Depresión de los treinta, de la Segunda Guerra Mundial, de la dura reconstrucción de los últimos cuarenta…8 Ellos, en cambio, habían crecido ya con la televisión, con los pañales desechables, con coche en el garaje y con la posibilidad de acceder a la universidad. Eran los beneficiarios de los grandes sacrificios de la generación anterior. Sí, hijos de papá. Niños criados en la abundancia relativa que llegaron a dar por supuesta, a considerar natural esa prosperidad (una de las características del hombre-masa según Ortega y Gasset: dar por supuesto lo arduamente adquirido y heredado).9 No solo a darla por supuesta, sino también a despreciarla.
Pero una generación en sentido histórico no es simplemente una cohorte de edad: es necesario que tenga conciencia de tal y que esgrima alguna idea nueva contra las generaciones anteriores. La condición se cumple plenamente en la generación del 68,10 que salía a manifestarse contra la guerra de Vietnam o a buscar la playa bajo los adoquines mientras en los transistores sonaba My generation, de los Who. En tiempos anteriores, la juventud había sido simplemente una fase de transición hacia la edad adulta: «No hay que tratar a los jóvenes como una categoría separada: uno es joven, y pronto deja de serlo, y ya está»,11 decía un De Gaulle exasperado por el juvenilismo sesentayochista. Cuando el propio De Gaulle fue joven, la juventud era breve: pocos accedían a la educación superior; lo normal era que un hombre de ventidós o veintitrés años estuviese ya casado y trabajando. Ahora, en los sesenta, la sociedad puede permitirse por primera vez el lujo de prolongar la etapa de formación y mantener a una muy numerosa clase juvenil improductiva, exenta de responsabilidades laborales y familiares.12
El joven del 68 está, pues, suspendido en un vacío biográfico históricamente inédito, un hiato entre infancia y edad adulta. En algunos, saber que sus padres a su edad ya estaban trabajando generará una especie de culpabilidad: «Tenía casi 25 años, en esa frontera que, solo unos años antes, implicaba que uno era definitivamente un adulto; pero yo no me sentía adulta en absoluto», testimonia Sheila Rowbotham.13 En otros producirá angustia: el sociólogo Edgar Morin, en artículo publicado en Le Monde en 1963, explicó que la incipiente rebeldía juvenil ocultaba «una angustia ligada al envejecimiento», «el deseo de ganarle tiempo a [la llegada de] la inexorable seriedad, a los conflictos y tragedias reales del hombre y de la sociedad».14
En realidad, el sesentayochismo tuvo mucho de síndrome de Peter Pan. El universitario de 1968 no quiere ingresar en el mundo adulto de límites, obligaciones y responsabilidades, un mundo que le parece mediocre y frustrante. De ahí la contestación a los valores de sus mayores. La vaporosa revolución soñada por los sesentayochistas (cambiar la vida) consistiría en una prolongación infinita —y extendida a toda la sociedad— de la libertad de la juventud.15
Como veremos después, los pensadores del 68 oficiales (los Marcuse, Reich, Lacan, Foucault, etc.) en realidad no eran muy leídos antes de 1968. Las que sí fueron bestsellers hacia 1965-67 fueron las obras de los situacionistas como Guy Débord o Raoul Vaneigem. Esas obras contienen más bien una protesta literario-existencial contra el modo de vida de la generación del wirtschaftswunder (trabajo duro e incremento del bienestar) que una llamada a la revolución social. La Europa próspera y pacificada de los Treinta Gloriosos les parece a los situacionistas gris y aburrida. Por ejemplo, Vaneigem escribe en su Tratado del saber vivir para uso de la joven generación: «Trabajar para sobrevivir, sobrevivir consumiendo y para consumir: el ciclo infernal nos ha atrapado». En la sociedad del bienestar «la garantía de no morir de hambre se compra al precio de morir de aburrimiento». Sí, hemos triunfado sobre la guerra, la peste y la escasez…, pero el resultado es el tedio: «Ya no hay Guernica, ya no hay Auschwitz, ya no hay Hiroshima. ¡Bravo! Pero, ¿y la imposibilidad de vivir, y la mediocridad asfixiante, y la ausencia de pasión? […] ¿Y esta manera de no sentirnos verdaderamente nosotros mismos [tout à fait dans sa peau]?».16
LOS ACONTECIMIENTOS
El desarrollo de los hechos de Mayo del 1968 muestra la misma ambigüedad: una revolución que, aunque use un lenguaje vagamente socialista y diga combatir el capitalismo y el imperialismo, en realidad se refiere primordialmente al individuo y a la vida privada. Por ejemplo, es poco conocido que los disturbios de 1968 fueron preludiados el año anterior por otros, menos traumáticos y duraderos pero muy significativos: un grupo de estudiantes ocupó durante varios días, en marzo de 1967, el edificio de una residencia de estudiantes femenina de la universidad de París-Nanterre en protesta contra el reglamento que prohibía el acceso de los varones a los dormitorios. Quedaba así claro desde el principio que, entre las normatividades rechazadas por los rebeldes de 1968, la moral sexual tradicional ocupaba un lugar importante, y quizá el que más.17 El que se iba a convertir en líder oficioso de los soixante-huitards, el franco-alemán Daniel Cohn-Bendit, también saltó a la notoriedad cuando apostrofó al ministro de Juventud y Deportes, François Misoffe, durante una visita a Nanterre en enero de 1968: «He leído su libro blanco de la juventud, y no dice nada sobre sexualidad». Misoffe le recomendó que se bañase en la piscina helada para calmar sus ardores. Los estudiantes calificaron su respuesta de fascista. (La fascistización sistemática de toda autoridad u oponente —y sobre esto habremos de volver— es otro de los legados del 68: alcanzará incluso a personas que, como el decano Grappin, habían militado en la resistencia y conocido los calabozos de la Gestapo).
Mayo del 68 propiamente dicho comienza el 21 de marzo, cuando un grupo de estudiantes antimperialistas atacan las oficinas de American Express en París en protesta por la guerra de Vietnam —que entra justo entonces en su periodo más intenso, tras la ofensiva del Tet en enero del mismo año— y resultan detenidos varios de ellos. Al día siguiente los estudiantes ocupan varios edificios en la universidad de Nanterre: surge así el llamado movimiento del 22 de marzo. A partir de entonces se sucederán en Nanterre algaradas y asambleas. La extrema izquierda