Marcuse es especialmente representativo de la nueva izquierda en su convicción de que los obreros se han dejado atrapar por el sistema: «La clase obrera, en la sociedad opulenta, está ligada al sistema de necesidades, pero no a su negación»;73 Marcuse se lamenta incluso de que «en algunas de las empresas más avanzadas técnicamente, los trabajadores muestran un claro interés por la empresa, […] son conscientes de los lazos que los unen a la misma».74 La actitud obrera frente al sistema es ya solo posibilista, alejada de la radicalidad maximalista, la negación total a la que Marcuse llama gran rechazo. Es preciso encontrar, pues, nuevos sujetos revolucionarios, y Marcuse pone su esperanza en los jóvenes: «La oposición de la juventud contra la sociedad opulenta reúne rebelión instintiva y rebelión política».75 También esboza la sustitución de la lucha de clases por la de razas, culturas y orientaciones sexuales (como denota la alusión a los extraños, queer): «Bajo la base popular conservadora se encuentra el sustrato de los proscritos y los “extraños”, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados. Ellos existen fuera del proceso democrático. Así, su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto no es derrotada por el sistema».76
Marcuse es también típicamente sesentayochista en su vinculación de la revolución social con la revolución sexual. En Eros y civilización (1955) había desarrollado extrañas teorías sobre el falocentrismo como producto del capitalismo productivista: el instinto sexual es concentrado en los genitales para que el resto del cuerpo quede disponible para el esfuerzo laboral. Viceversa, las formas de sexualidad que se apartan de la socialmente aceptada (a saber, el coito genital, necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo), las llamadas «perversiones» (de nuevo las irónicas comillas sesentayochistas), constituyen en realidad formas de resistencia frente a la opresiva lógica productivista-falocéntrica. En la futura sociedad poslaboral, la focalización libidinal en la zona genital dejará de ser necesaria, y todo el cuerpo podrá ser zona erógena.
Como Reich, Marcuse critica al Freud de El malestar en la cultura y su aceptación de la represión sexual como necesaria para la civilización. Marcuse distingue entre la represión básica inevitable y la represión excedente que es consecuencia del modelo social capitalista y de su lógica agresivo-productivista. Gran parte de la represión que Freud da por inevitable pertenece en realidad a ese plus históricamente condicionado. La revolución nos devolverá una sexualidad polimorfa que permitirá placeres insospechados.
La evolución de la izquierda se ha acompasado en gran parte al pensamiento de Marcuse, especialmente en su apelación a nuevos sujetos históricos capaces de encarnar el gran rechazo. Vimos antes como el movimiento feminista francés —igual que el de otros países— derivaba rápidamente hacia el victimismo y un lenguaje de guerra de sexos. Lo mismo va a ocurrir con los frentes de liberación homosexual que surgen a principios de los setenta: de la mera reivindicación de tolerancia hacia su sexualidad diversa evolucionarán pronto hacia la denuncia de una cultura intrínsecamente opresiva a fuer de heteronormativa, hacia la exigencia de redefinición del matrimonio y del modelo de familia, hacia la criminalización de los discrepantes como homófobos, etc. La izquierda ha compensado la atenuación del conflicto de clases con la invención de nuevos conflictos de sexo y de orientación sexual.
Y también se abrirá un nuevo frente por el flanco de la raza. El movimiento antisegregacionista norteamericano —escribe Richard Vinen— tenía hasta 1965 un sello conservador, pues se limitaba a pedir la aplicación consecuente de los viejos principios de 1776 («todos los hombres han sido creados iguales») a los ciudadanos de color (por otra parte, sus líderes eran a menudo clérigos, como el propio Martin L. King, y sus objetivos eran concretos: abolición de la segregación racial y de las limitaciones fácticas del derecho de voto de los afroamericanos en los estados del sur).77
Ahora bien, esas metas fueron alcanzadas plenamente con la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derechos Electorales de 1965. Entonces el movimiento antirracista sufre una mutación parecida a la que estaba experimentando el feminista tras haber conseguido la igualación legal de hombres y mujeres (voto femenino, etc.). En lugar de morir de éxito por satisfacción de sus reivindicaciones, el movimiento entra en una deriva revanchista: ahora se van a exigir medidas de discriminación positiva que compensen las injusticias del pasado mediante nuevas injusticias de signo inverso (por ejemplo, cuotas raciales en las universidades, que terminan implicando que un negro puede entrar con menos nota que un blanco).
Al mismo tiempo, los activistas negros más radicales empezaron a percibirse a sí mismos no como norteamericanos que pedían la rectificación de injusticias, sino como miembros de la raza negra en lucha planetaria contra la blanca. Muchos de ellos habían leído el virulento panfleto descolonizador Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, precedido por un increíble prólogo de Sartre que venía a decir que Europa tenía las manos manchadas de sangre y que los blancos merecían toda la violencia que los hombres de color quisieran desplegar contra ellos.78 El sector más radical del movimiento afroamericano empezó a interpretar en términos de «colonialismo» su relación con la mayoría blanca y a identificarse con la lucha anticolonial de los negros de otras latitudes. Surgieron, incluso, grupos paramilitares como los Black Panthers, que imitaban, al menos en parafernalia (boinas negras, etc.), a las guerrillas del tercer mundo.
PENSAMIENTO 68 FRANCÉS: ALTHUSSER, FOUCAULT, BOURDIEU
Pero volvamos a París. Si Gramsci o la Escuela de Fráncfort son influencias intelectuales que gravitaron sobre el conjunto de la juventud occidental de la época, en Francia eclosionaba en los sesenta una generación de teóricos que ha terminado recabando la etiqueta de pensadores del 68 en sentido estricto: se trata de Althusser, Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida… En rigor, su verdadera influencia se desplegó en el pos-68, que es cuando fueron más leídos (hacia 1967 eran mucho más conocidos en el barrio latino los situacionistas).79 Presentan rasgos comunes con la Escuela de Fráncfort, pero también características propias. El aspecto común es un pesimismo cultural que lleva —ha escrito Josemaría Carabante— a «difundir un sentimiento de autoculpabilidad, de rechazo y de vergüenza sobre la propia cultura».80
Este intenso rechazo a la propia cultura viene motivado, como ya sabemos, por el carácter opresivo de esta: el individuo estaría aplastado por instituciones, reglas económicas, leyes, estructuras de poder, tradiciones alienantes.81 Junto al pesimismo, la desconfianza,