Como es típico de los autores, la contestación a los argumentos se abre al abordaje analítico de cada uno de ellos. Los autores prescinden de las infracciones atroces de la ética profesional que todos condenarían: la incompetencia, el fraude, el engaño, la irregularidad en la administración de los fondos, la violación del secreto y otras. La verdadera preocupación de Pellegrino y Thomasma son otras prácticas menos visibles, menos escandalosas, aquellas que ocupan una zona moral gris, tolerada, donde los intereses del médico se entrecruzan con los del paciente y donde la vulnerabilidad de este lo convierte en explotable. Es lo que llaman el margen discrecional de la práctica médica. En suma, unos hábitos irregulares, tal vez perversos pero tolerados por la sociedad, que los propios afectados podrían hasta justificar, alejando de sí toda la responsabilidad moral sobre sus hechos. Así, por ejemplo, el rechazo de los pacientes contagiosos por VIH; la negativa a atender a los pobres y a todos aquellos con seguros médicos de poca entidad; la derivación sistemática desde las urgencias de los hospitales de los casos complicados, por temor a demandas, o por razones económicas, como el dumping o el skimming; la transformación de los médicos en negociantes y emprendedores; el predominio del ethos del mercado sobre el ethos de la medicina; las empresas médicas con fines exclusivos de lucro; las irregularidades en la demanda forzada de determinadas pruebas tecnológicas de alto gasto o simplemente innecesarias, e incluso la aceptación de primas para controlar mejor los gastos médicos o el disfrute de emolumentos por las compañías farmacéuticas.
Tras esta puesta a punto (que no dudo de que levantaría ampollas), los autores llevan al lector como al discípulo de un máster a una información sistemática, semántica e histórica, de los diferentes conceptos en litigio, a la erosión a lo largo de los siglos del concepto de virtud y su tensión con el interés propio, con el interés egoísta. El repaso a la historia nos remonta al capítulo primero del libro, aunque aquí va a servir de testigo de las dificultades reales de la introducción de una ética de virtudes en medicina. Pero son insistentes: el análisis no puede sustituir al carácter y la virtud. Los actos morales también son actos de los agentes humanos. Su calidad está determinada por el carácter de la persona que realiza el análisis, que moldea la forma en que abordamos el problema moral. Aquí, pues, la clave es el mensaje de la virtud del desprendimiento del médico en el encuentro clínico, el hecho de que esté motivado por el interés propio o por el altruismo, que se desprenda de sus intereses y ponga en su lugar los de su paciente.
En la segunda parte del capítulo, los autores replantean al lector la pregunta clave: «¿Existe una base filosófica sólida en la naturaleza de la actividad profesional, capaz de resolver la tensión entre el altruismo y el interés propio a favor de la virtud y el carácter?». Su respuesta es taxativa: «Nosotros creemos que la hay». Esta base es establecida en razón a las seis características aludidas con anterioridad, los componentes de la moralidad interna de las profesiones. Pellegrino y Thomasma rematan el capítulo aflorando una serie de implicaciones prácticas de la ética de virtudes. Sus afirmaciones son de un interés máximo y contarán durante un tiempo imprevisible, aunque en su mayoría no resueltas. La primera no puede ser más clara: basta de adjudicar a otros, a la sociedad, al Gobierno, a la economía, etc., los fallos morales de las profesiones de ayuda. La segunda es que no se pueden esperar milagros de lo que un médico de carácter pueda hacer por el bien de sus enfermos frente a una determinada presión, cuando está aislado o es ignorado por su comunidad moral y sus instituciones. Y la responsabilidad de su defensa por estas. Una tercera implicación es decisiva: la educación del carácter, de las virtudes de un buen profesional, es tan importante como el conocimiento técnico, una cuestión que abordarán en un capítulo posterior del libro. El síntoma visible del malestar moral de las profesiones no se cura con la mera reordenación social o con la adaptación de unos códigos dudosamente eficaces. Los defectos no son fallos del lenguaje de nuestros códigos, sino déficits claros en la virtud y el carácter de los agentes.
Hay suficientes razones para restaurar la virtud. También en medicina. Pero la ética de la virtud no puede ser entendida como autosuficiente o como una antítesis de los principios éticos más cercanos. El desafío teórico es tender puentes, establecer todas las conexiones necesarias entre la ética analítica y las virtudes, entre la ética de los dilemas y la virtud, entre los principios y el carácter. Una empresa difícil y complicada, ciertamente, a la que intentaba responder su libro y el gran esfuerzo realizado. La solución al conflicto de intereses —del interés superior del enfermo y el interés propio del médico— se abría camino, esperanzada, después de esta profunda y vigorosa reflexión.
Conclusión
Nunca sabremos si al teclear las últimas letras de The Virtues, Pellegrino era consciente del efecto y la sensibilidad que podía provocar en la profesión médica de su país, a la que nunca hizo falsa apología; antes bien, le exigía la excelencia y la impulsaba a ella. Pero es seguro que fue un toque de atención para muchos de sus colegas, aunque no siempre lo expresaran en sus vidas. Es el drama y grandeza de muchos grandes hombres, que apenas conocen en vida el premio de su influencia. En especial cuando navegan a contracorriente, como fue su caso. Pellegrino lo hizo con una frescura y una libertad de espíritu admirables y con una valentía difícil de ver en nuestros días. En algún escrito al final de su vida he creído percibir un cierto grado de decepción, que no pasa de ser eso, una simple intuición.
Pero la profesión médica no debe olvidarlo, muy al contrario. Además de pensar como Sulmasy que «nadie hoy podría hacer tantas cosas como hizo él y todas bien» o, como Beauchamp, que «nadie desde Hipócrates a Percival llevó a cabo una contribución mayor en el campo de la ética médica», una suerte de admiración no disimulada, mantengo para mí que los médicos y las médicas del siglo XXI hemos adquirido una deuda impagable con el maestro, porque pocos o nadie nos ha movido a la virtud como él. Aunque la grandeza de alma es patrimonio de los mejores y no todos alcanzamos esa meta, como profesional de la medicina, no puedo menos que rechazar el silencio que rodea a este gran humanista, cuya figura se agranda con el paso de los años, cuando tantos escépticos de la moralidad médica, superficiales personajes, recogen el halago de la sociedad. El pensamiento de Pellegrino no puede permanecer oculto, sepultado en las bibliotecas de algunas instituciones, ignorado. El legado moral del maestro, y de aquel filósofo amigo, Dave Thomasma, deber ser proclamado desde todas las esquinas de la medicina y en los cursos de Bioética y Ética Médica. Si no, no se hará justicia a los miles y miles de médicos que, imitándolo como buenos profesionales y buenas personas, luchan aislados por los valores que creen y las virtudes que aplican. La obra de Pellegrino y Thomasma debe ser difundida a todos los profesionales de la salud, a toda la medicina universal; porque ya no son dos norteamericanos que nos hablan de virtudes, sino dos grandes humanistas del mundo. Es el reto de los buenos médicos de nuestro tiempo y el tiempo de nuestras instituciones representativas, del pequeño pero gran mundo de la salud.
Hay, ciertamente, otro Pellegrino, que llegaría después de este libro, el Pellegrino de la perspectiva religiosa —por usar sus palabras—, decisivo para la comprensión de su figura. Pero no es nuestro caso hoy, cuando la medicina discurre sin ideales grandes, quizá hambrienta de virtud y testimonios. Dominada por entes que representan a ethos diferentes, ni malos ni buenos, solo que diferentes al ethos médico genuino. El toque de atención a un futuro incierto de la profesión, realizado por Pellegrino, no será del gusto de una mayoría, o tal vez sí, pero debe resonar fuerte en los oídos de esa minoría de alta sensibilidad moral que percibe la realidad de las cosas que ama, y la práctica de la medicina va por delante. La ignorancia en el conocimiento de la ética médica genuina la confunde hoy con la mera excelencia de una ética profesional, de lo legitimado por el hacer incansable de la ciencia médica. Pero la «supuesta excelencia profesional no siempre va acompañada de la excelencia ética», como ha dicho Victoria Camps. Por eso no pasa de ser un aserto erróneo, ingenuo, de la moralidad médica que debería avergonzarnos.
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