El discurso se extiende en interesantes reflexiones sobre temas candentes de economía de la salud, como el debate de los recursos, aunque en un marco de la sanidad que puede resultar lejano a muchos. Los autores no cejan en su crítica a la condición de médico y empresario de la salud en un mercado no intervenido, y la dificultad de hacer compatibles los ethos de la medicina y del negocio. Denostan con fuerza las maniobras de muchos hospitales, los hábitos del skimming y del llamado dumping, intolerables en un país con un sistema mixto de medicina gestionada, pública y privada. Su crítica se extiende al papel del médico como guardián del gasto: «Un ojo en el bien del paciente y otro en la institución que le contrata». Los autores reconocen que solo los países más avanzados sostienen que tener un acceso igual a los cuidados de salud es un derecho de todos los ciudadanos; lamentablemente, Estados Unidos no está a esa altura.
El alargamiento de la vida es una realidad demográfica universal y su consecuencia el incremento de los costes de los servicios de salud. Nadie tiene muy claro qué hacer para mantener un nivel de justicia en las prestaciones y un freno al crecimiento de los gastos. Algunos, como Daniel Callahan, uno de los padres de la bioética, llevaban años argumentando que la sociedad debería limitar las prestaciones de alta tecnología a partir de cierta edad. Desde un realismo crudo y solo atento a los números y los balances, esta fórmula podría atenuar los costes sanitarios. Desde el punto de vista moral, y sobre todo político, la tesis se vuelve insostenible. Una visión integradora del problema, una vez en marcha todos los posibles mecanismos de ahorro, es adelantada por Pellegrino y Thomasma, la cual sintetizamos: 1) la respuesta debe ser flexible y la relación médico-paciente ha de quedar intacta; 2) la igualdad de trato a efectos de atención a la salud ha de ser para todos, es decir, universal; 3) el establecimiento de los posibles límites será previo acuerdo de los médicos y, por lo tanto, determinado de modo científico y deontológico; 4) algún tipo de control público debe existir; 5) se promoverán las decisiones anticipadas de los enfermos sobre los cuidados; 6) los resultados de cualesquiera estrategias serán revisados anualmente; 7) los planes enfatizarán la prevención de las enfermedades y el bienestar de los pacientes —su calidad de vida— sobre el empecinamiento en el alargamiento de la vida, y, por fin, 8) la conciencia de cuidar a nuestros ancianos forma parte de una revolución social que se demandará a toda comunidad justa, sin discriminaciones por razón de edad.
El capítulo 9 contempla la virtud de la fortaleza. Su lectura me ha fascinado por la claridad y brillantez con que se expone la dificultad del médico en el entorno gestionado actual, privado o público. Mantienen los autores que ninguna otra virtud, salvo tal vez la templanza, es más difícil de practicar con los mimbres actuales que gestionan la medicina. Frente a una libertad originaria para practicar la medicina sin restricciones, esta se ha visto erosionada, y no solo por el envolvimiento en normas gubernamentales y de terceros —el mercado y los seguros médicos—, sino por el fraccionamiento de la comunidad. No voy a detallar los ejemplos de Pellegrino y Thomasma, que el lector profesional entenderá sobradamente, pero escogeré algunos que son universales. El primero es la aparición de estructuras de gobierno cada vez más gestionadas para el ejercicio privado y público de la medicina. En unos casos, será el peso de la burocracia; en otros, la frecuente decepción de la carrera profesional. Como dicen los autores, «ejercer valientemente en un ambiente de medicina corporativa será cada vez más difícil». Mientras exista una creciente demanda de médicos que sirvan como buenos jugadores de equipo —que acepten las reglas de juego de los sistemas que se imponen—, defender los intereses del enfermo o negarse a regulaciones por razones de conciencia está mal visto y reduce el número de los que quieren hablar valientemente. «Hablar puede marcarle a uno como un tipo difícil o no válido como jugador de equipo. Algo que puede comprometer una carrera, provocar la pérdida de referencias o alejar a los pacientes».
Desde estas aproximaciones, la fortaleza médica es definida como la virtud que inspira la confianza de los médicos en que resistirán la tentación de disminuir el bien del paciente, ya por sus propios miedos, o por la presión social y burocrática, y en que usarán su tiempo y su capacitación de manera ingeniosa para conseguir los mejores bienes para sus enfermos. Para los autores, la virtud y el sacrificio no brillan hoy en nuestras sociedades despersonalizadas, o en los ambientes de médicos convertidos en apóstoles de la legalidad, en la frivolidad de convertir el aborto en un progreso siguiendo las ideologías del mundo, cuando la licuación de la ética médica arrasa en una determinada comunidad de médicos. Como afirman los autores, «en nuestros días los valores personales son difíciles de preservar en un entorno despersonalizado de la asistencia». También juega la pérdida del ideal histórico de médico de cabecera, del médico amigo —en España sustituido por los médicos de atención primaria, una rama ejemplar de nuestra práctica—, algo frecuente en muchos países, o su sustitución por la atención directa del especialista, con frecuencia un desconocido en quien poner nuestra confianza. No es raro, pues, que el paciente se sienta distanciado del médico ni que el médico, sintiéndose mero instrumento del paciente, también lo haga. La sombra de los litigios en su país y la falta de tiempo para una vida personal puede llevar al agotamiento profesional.
Las raíces morales de la fortaleza han sido segadas en las sociedades modernas, a falta de esa comunidad de valores que nutre el sacrificio de las recompensas inmediatas por las futuras. El panorama que diseñan los autores al término del siglo no anima a imitar el modelo norteamericano, al que nos arrastraba la lectura del Pellegrino de la etapa de la educación médica. Como finalmente sentencian, «el espíritu y las virtudes (médicas) se hallan encapsulados en los legalismos». En este entorno, nadie quiere correr riesgos; el silencio parece más rentable. Nadie, por supuesto, «quiere ser acusado de actitudes religiosas o de grados de idealismo poco realistas». La síntesis del capítulo es pesimista, pero la exigencia de la virtud es siempre actual, basta tenerla dentro y buscar el modo inteligente de ejercerla y de no herirse a uno mismo. «A pesar de la significativa evidencia de ruptura de la civilización occidental, queda aún suficiente decencia para alentarnos a promover los ideales de la virtud».
El capítulo de la templanza como virtud nos ofrece una extensión de su sentido clásico, que responde a una difundida mentalidad del mundo sanitario de vanguardia. Como los autores concluyen, «en una sociedad como la nuestra [norteamericana], con sus problemas de pobreza, de falta de vivienda, de acceso a la asistencia sanitaria y de denigración de los más débiles, debemos mantener una constante vigilancia para proteger a las personas del infratratamiento —del abandono— y del sobretratamiento inapropiado. En ambos casos, habremos de guiar nuestra tecnología hacia los mejores objetivos humanos. En esto consiste la templanza médica».
De modo tradicional, la templanza se ha concebido como la virtud que controla los apetitos por la comida, la bebida y el sexo. Para los autores, la templanza se puede reconocer hoy perfectamente como una virtud médica. Las mayores tentaciones de nuestro tiempo son los excesos de todo tipo. Conocerlo todo, experimentar todas las sensaciones, parece representar el objetivo de las sociedades ricas, plurales y viejas; donde, por oposición, las personas de talante templado pueden parecer aburridas o incluso reprimidas. Basta ver la arrogancia y la inmodestia de tantos y tantos aparentes iconos de la sociedad. Pero «el corazón y el alma de una vida virtuosa incluyen la templanza», afirman los autores. Que significa el dominio sobre el deseo, un autodominio del individuo desde la razón; más que un hábito, una verdadera sabiduría. Los autores encuentran en santo Tomás las claves profundas de esta virtud que nos eleva a una existencia inteligente, imposible sin todas esas virtudes acompañantes de la templanza