Desvestir al ángel. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013416
Скачать книгу
—repuso, molesto—. Y no, no voy a romper ninguna promesa. Solo la cubriré si arma un escándalo para que no se le tiren encima. Hay muchas hienas por aquí, muy competitivas, ya lo sabes. Puedo salvarla de ellas, pero no de sí misma.

      —Me dejas más tranquila. Gracias.

      —Ni se dan. ¿Cómo te encuentras hoy?

      —Ajá, así que ahora me sacas conversación... ¿No decías que debería llamar a mi novio, o algo así?

      —Deberías. Poner un anillo en el dedo de alguien significa aguantarle haga lo que haga. Y deberías aprovechar que estás infiltrada en la competencia para sabotearlo con toques cariñosos que bloqueen el flujo de llamadas a su bufete.

      Aiko bufó.

      —Tú eres la verdadera hiena aquí.

      Caleb aulló al teléfono, burlón. Sonó más como un lobo, porque no sabía qué clase de ruido hacían las hienas, pero lo importante fue que Aiko captó la indirecta y le dejó seguir sumergiéndose en los documentos que llevaba semanas examinando.

      Era consciente de que, si el tema no le tocara de cerca, habría acabado hacía mucho tiempo. Pero necesitaba que todo fuera perfecto. Más que de costumbre. Y para eso necesitaba un café solo, que estuvo a punto de convertir en un café acompañado cuando se cruzó a la atolondrada revolución de ojos rasgados, meneando la faldita con resultados similares a los del vaivén de un tornado.

      Caleb no socializaba con sus compañeros. No era por ser elitista, que igualmente lo era un poco; solo le interesaba entablar una verdadera relación con los socios, los que partían el bacalao en la zona. Y poco tenía que ver con su preferencia hacia la gente inteligente y capaz. Tenía que ver con su introversión, su timidez, su nulo talento expresivo. Sabía que siendo el gerente nadie le llevaría la contraria ni le harían un desaire: ese era otro motivo por el que no se acercaba a nadie. No quería lameculos, como tampoco necesitaba amigos mientras tuviera a Aiko, así que estaba bien.

      Esto significa que no se preocupaba de fijarse en los demás, pero aquel día fue un poco distinto. Empezando porque a Mio le sudaban mucho las manos, señal de que había vuelto a portarse mal, y siguiendo porque los juniores y secretarias no paraban de mirarlo de reojo, como si hubieran descubierto algo tórrido sobre él.

      Debían ser imaginaciones suyas. Se había pasado la noche desvelado —otra vez—, y la falta de sueño le solía producir alucinaciones de vez en cuando. Fuera cual fuera la razón, le molestaba. Huyó de la incomodidad de estar siendo sometido a un escrutinio incomprensible y se retiró a su despacho.

      Pasó el resto de la mañana tan ocupado con sus investigaciones que apenas tuvo tiempo para recordar que la tentación vivía —temporalmente, y no en el sentido literal— al lado. No quería ni pensar en la tarde que le esperaba acompañando a Aiko y a su hermana —porque Mio estaba obligada a ir como madrina— a por un vestido de novia. Despreciaba las bodas. Le traían muy malos recuerdos.

      Cuando el reloj marcaba casi la hora de irse, la puerta se abrió de golpe. Caleb observó que Mio se colaba en el despacho con la respiración descontrolada, y echaba el pestillo para enfrentarlo casi asustada. Fue a preguntarle a qué se debía, pero ella lo interrumpió.

      —Tengo que darte una mala noticia.

      Las malas noticias de Mio variaban entre ponerse los calcetines del jueves un viernes cualquiera y haberse perdido el maratón de la última telenovela que estaba viendo, por eso no se preocupó.

      —¿Los Lakers han perdido? —bromeó. Se puso de pie y rodeó la mesa muy despacio, arrepintiéndose de cada paso. Estar cerca de Mio era otra forma de tortura, pero la carne era débil—. ¿Qué es, pecosa?

      Mio lo miró con los ojos llenos de arrepentimiento, como cuando rompió el mando de la PlayStation para el que Cal llevaba ahorrando una eternidad, o como cuando tuvo que reconocer haberse comido los cereales que Aiko I compraba para los días que él pasaba en su casa.

      —¿Mio?

      —Tienes que prometerme que no te vas a enfadar.

      —No puedo predecir el futuro.

      —Porfi —suplicó, haciendo una mueca—. Necesito tu juramento de abogado. Pon la mano sobre la Constitución, o lo que sea importante para ti.

      Si lo que buscaba era un elemento sagrado al que no se le ocurriría traicionar, tendría todo el derecho a plantarle la mano en el culo y rezar un Padrenuestro.

      «Céntrate, zorro», le dijo el diablo de su hombro, que tenía el aspecto de Jesse.

      —No me enfadaré, palabrita de Boy Scout.

      Mio se tranquilizó, aunque no lo suficiente. Examinó cada rincón del despacho, respirando como si fuera a hacer salto de trampolín y le dieran miedo las alturas.

      —Verás, yo... Estaba yendo esta mañana al despacho de Aiko, justo al salir del tuyo... Bueno, iba por un café para terminar tus informes, y... Y llevaba tu camisa en la mano. O sea, la bolsa con la camisa. No sé dónde iba, ya no me acuerdo, pero pasaba por el baño y oí que dos mujeres hablaban de una tal Mía. Que no es... No es por ser egocéntrica, pero a no ser que haya una Mía por aquí relativamente nueva, con ropa patética y con una hermana llamada Aiko... Jo, eso sí que sería gracioso, descubrir que tengo otra hermana. Una gemela...

      —Mio, ve al grano.

      —Sí, sí, sí...

      Se retorció las manos en el regazo.

      —Pues que estaban hablando y decían algo sobre enchufes. En el sentido figurado, nada de instalaciones eléctricas... Se referían a mí, y, eh... Sé que esto es una tontería, debería darme igual lo que digan, pero entonces dijeron que era china y sabes que eso a las Sandoval no nos gusta nada de nada. Y también mencionaron que...

      Tragó saliva y lo miró directamente, tan histérica que contagiaba la sudoración.

      —Dijeron que tú nunca me tendrías aquí por interés propio y que era demasiado fea para que te interesara, y yo llevaba tu camisa encima…

      —Me he perdido. ¿Dijeron que eras demasiado fea para el puesto?

      —No, para el puesto no, sino para ti. Así que…

      —Así que, ¿qué?

      —Les mentí. Conté que nos acostamos juntos una vez. —Pausa arrepentida—. Estoy mintiendo otra vez. Una vez no, sino muchas. Como que... Te quedas a dormir conmigo casi todos los días. Y... Cuando solté la mentira, ellas me agarraron y les tuve que dar detalles. Me preguntaron un montón de cosas al respecto y no me pude callar.

      Viendo que Caleb cerraba los ojos un segundo para asimilar la información, selló los labios. Primero tuvo que deshacerse de la imagen mental de él durmiendo en la cama de Mio. Después... En fin.

      Después empezó el drama.

      —A ver si he entendido bien. La gente que trabaja en el bufete cree que tenemos una especie de relación sexual porque querías demostrar que me pareces atractiva.

      —También creen que eres muy activo en la cama, y que tienes...

      —Bajó la vista a su entrepierna—, un buen arsenal.

      Caleb se quedó ojiplático. Sintió la cara arder, no sabía si de vergüenza, de rabia o porque Mio se humedecía los labios examinando su paquete.

      Al hacer la gran pregunta, procuró deletrear cada palabra.

      —¿Has hablado del tamaño de mi polla con personas de la firma?

      Asintió con firmeza.

      —¡Pero les dije que era grande! A ver, yo dije en mi inocencia que era grande. Ellas respondieron que dieciocho no era para tanto. Y si eso no es para tanto, ¿qué es grande? —balbució, contrariada—. A mí me parece una medida razonable, tampoco hace falta ser Rasputín.

      Caleb se dio la vuelta y caminó hasta el escritorio