Nada de bárbaro y salvaje tiene en su aspecto aquel país: casas bien hechas y espaciosas, gente trabajadora, campos extensos y bien cultivados, ganado gordo y buenos caballos, testimonios todos ellos de prosperidad y de paz619.
De las diversas prácticas utilizadas para la siembra y recolección del maíz y del trigo, así como de la cosecha de las manzanas en la segunda mitad del siglo XIX dejó detalladas y animadas descripciones el cacique Pascual Coña, las cuales permiten apreciar no solo las técnicas agrícolas de los indígenas, sino la clásica modalidad de trabajo comunitario que es la minga620.
El proceso de infiltración, como lo ha denominado Arturo Leiva, se hizo en dos áreas y de manera bastante diferente: por la costa, la denominada Baja Frontera, y por los Llanos, la Alta Frontera, al sur del Biobío y al oriente de la cordillera de Nahuelbuta. La penetración en la Baja Frontera, apoyada en el fuerte de Arauco, recibió a partir de 1840 un fuerte impulso con el desarrollo de la minería del carbón. A mediados del decenio de 1850 existían ya en Lota una fundición de cobre, una fábrica de ladrillos y un muelle. En los Llanos la ocupación tuvo un carácter eminentemente agrícola: la reducción del número de indígenas permitió la instalación de muchos nuevos pobladores, el cultivo de cereales y la cría de ganado ovino y lanar. Hacia 1858 el pueblo de Negrete tenía alrededor de mil 500 habitantes y era centro de un activo comercio621.
Debe advertirse que hacia el interior de la Araucanía, es decir, hacia Cautín, donde habitaba el grueso de la población mapuche, unos 100 mil individuos, según lo calculó el general José María de la Cruz en 1862, el ingreso era poco seguro, y solo se hacía con un pase dado por la comandancia general de armas con el beneplácito de los caciques cuyos territorios se había de atravesar. Además de los agentes del gobierno que se internaban a esa zona, como los comisarios de naciones y los capitanes de amigos, también lo hacían los comerciantes, que trocaban las mercaderías, en general licor, por ganado y mantas622.
La anomalía que para el gobierno, la iglesia, los políticos y la opinión pública constituía la situación de la Araucanía explica que muy tempranamente se discutiera sobre la forma en que debía ser incorporada a la república. A los debates en el Congreso se sumaron numerosos folletos y artículos de prensa sobre esa materia.
Así, por ejemplo, Domingo Faustino Sarmiento, en El Correo del Sur, periódico que había tratado latamente el problema indígena, aludió derechamente a él:
Entre dos provincias chilenas se intercala un pedazo de país que no es provincia y que aun puede decirse que no es Chile, si Chile se llama el país donde flota su bandera y sean obedecidas sus leyes623.
Fue visible la marcada ambigüedad exhibida entonces por los chilenos respecto de los mapuches: por una parte, la admiración por la imagen que se había forjado en torno a ellos debido a la capacidad que habían exhibido en el pasado para resistir a los invasores, y, por otra, un profundo desprecio hacia los que se conocían contemporáneamente, los cuales merecían habitualmente los depresivos calificativos de borrachos, flojos y ladrones. Así, el término “indio” se convirtió en un sinónimo que contenía los anteriores conceptos, lo que tal vez explique el desinterés de buena parte de la población en incorporar como propios sus “aportes culturales” a la chilenidad. Y eran semejantes individuos quienes impedían incorporar esas vastas extensiones a la civilización o, más exactamente, a los chilenos interesados en ellas. Fue esta, por lo demás, la percepción de un militar que participó directamente en dicho proceso, Leandro Navarro:
La Araucanía tenía muy buenos terrenos, muchas minas, mucho ganado, y esos tales no podían mirar con ojos enjutos que los indios estuviesen en posesión de tantas riquezas. Los que nada tenían y se proponían hacer su verano con esta ocupación, opinaban que se entregase a sangre y fuego. Los que no estaban por la guerra proponían las colonias de jesuitas y discutían de antemano sobre cuáles eran los mejores obreros evangélicos.
La guerra la pedían los exaltados, porque ella se avenía bien con la impetuosidad de un carácter; y los moderados, las misiones, porque las misiones son como recetas de médicos que se aplican a todas las enfermedades sin curar ninguna624.
La pobre idea que tenía un militar del siglo XIX sobre el posible efecto de las misiones en el comportamiento de los indígenas en nada difería de la que en innumerables ocasiones expresaron los jefes militares y muchos gobernadores en los siglos XVII y XVIII. Parecida fue la opinión de Andrés Bello, expresada en un comentario a La Araucanía y sus habitantes, el ya aludido trabajo de Domeyko: las misiones habían fracasado y solo cabía una ocupación armada, aunque prudente. Y el testimonio de un misionero, publicado en la prensa en 1853, coincidió con los juicios del militar y del académico: estimaba que su viaje había sido infructuoso, que creía que poco se podía esperar de los naturales, que de nada habían servido sus visitas, sus súplicas y sus regalos y que incluso se había visto amenazado “por más de 25 indios medio ebrios armados de sables, blandiéndolos por el aire con una espantosa gritería e intención de asesinarme”625.
Los debates sobre la forma de encarar la cuestión mapuche, realizados en Concepción o, más lejos, en Valparaíso y en Santiago, y con la intervención de muchos que tenían una imagen superficial y a menudo equivocada de la vida fronteriza, no impedían la ya aludida infiltración de chilenos en el territorio conocido como ultra Biobío. Además de los comerciantes, no faltaron los comisarios de naciones, los capitanes de amigos y los individuos pertenecientes a linajes militares de cierta trayectoria en la zona que, sirviéndose del conocimiento que tenían de los loncos mapuches y de la confianza que habían despertado en ellos, adquirieron tierras con las solemnidades del caso, una de las cuales era la presencia de parientes que actuaban como testigos. Pero a esta presión sobre las tierras de los mapuches se unió el desarrollo de una nueva actitud de estos que ha sido subrayada por Leonardo León: la transformación de loncos y de mapuches ricos o ulmenes en verdaderos empresario inmobiliarios, lo que impulsó el desarrollo de un activísimo mercado de bienes raíces en la zona626. No puede sorprender tal comportamiento, pues los indígenas habían adquirido en su contacto con los españoles una innegable habilidad en materias comerciales. Ya a principios del siglo XVIII el gobernador Francisco Ibáñez de Peralta aludía a esa capacidad mercantil de los mapuches en una carta al rey al referirse a los intercambios entre aquellos en la Frontera: “saben tan bien como nosotros lo que valen los géneros, y le sirve de gran celebración a ellos cuando han engañado a un español”627.
Se ha sostenido, desde una perspectiva antropológica, que los mapuches desconocían o le negaban valor a la enajenación perpetua de tierras; podían venderlas, pero concebían esa enajenación como temporal y en la medida en que no afectara a hijos o a parientes. En otros términos, se vendía el derecho al uso temporal de cierta parte de las tierras628. Precisamente en la falta de una comprensión cabal por parte de los indígenas de los efectos de los actos jurídicos de acuerdo al derecho chileno —que, por cierto, no la podían tener— y en los que ellos eran parte parece radicar el origen de los numerosos y graves roces producidos en la Frontera629.
Al margen de las concepciones de los indígenas acerca del alcance de las ventas de tierras, es bien sabido que las hubo desde antes