Son inapreciables los perjuicios que han causado estos bandidos con tanta depredación, tanto robo, tanta temeridad. No solo se han contentado con pillar cuanta hacienda han encontrado ultra Biobío, saquear las tiendas de los campos, desnudar hasta de sus vestidos a los infelices moradores de esta parte de la frontera, sino que sus correrías y maldades sin cuento las han reproducido también a este lado del Biobío, llevándose todas las haciendas de San Carlos, y saqueando algunas casas de esta población. Santa Bárbara ha sido también víctima de los mismos latrocinios […]. Innumerables familias han quedado reducidas a la última miseria662.
Tal vez el fenómeno más interesante producido entre los indígenas como consecuencia de la revolución fue el surgimiento de dos grupos que combatieron entre ellos: uno, mayoritario, formado por arribanos encabezados por Mañil y por Calvucoi, y otro, minoritario, de aliados del gobierno de Montt, compuesto de arribanos de Catrileo y Pinolevi, y contingentes de la Baja Frontera dirigidos por Marimán. La suerte de guerra interna entre mapuches, con expediciones de castigo en uno y otro sentido, concluyó con el triunfo del gobierno. Pero ahora los arribanos de Mañil ya no tenían aliados chilenos, sino que se encontraban frente a las exigencias que sobre el gobierno de Santiago empezaron a ejercer las víctimas de las devastaciones de los indígenas.
Este nuevo cuadro, que interrumpió el proceso de instalación de los españoles, originó, según lo ha planteado Arturo Leiva, la presión de los damnificados sobre el gobierno no para pedir incursiones militares en los territorios del ultra Biobío —que consideraban inútiles por la facilidad de los mapuches para retirarse y ocultarse—, sino para ser indemnizados. La argumentación de los chilenos apuntaba a la obligación del gobierno de buscar una forma de reparar los daños sufridos. Y la reparación era sencilla: los naturales tenían animales y tierras663.
Si bien los agricultores y ganaderos chilenos veían con reserva una posible operación militar, ella se efectuó en dos campañas durante los veranos de 1860 y 1861. La primera fue la respuesta a una secuela del movimiento revolucionario de 1859 y tuvo por fin reprimir un alzamiento de mil 500 indios dirigidos por los guerrilleros Patricio Silva y Pedro Cid, cuyo propósito fue atacar la plaza de Arauco. La segunda campaña, con más de mil 300 hombres, concluyó en un sonado fracaso664. No dudó El Mercurio en referirse a ella en duros términos:
¿Por qué 7 mil hombres aguerridos y al mando de buenos oficiales no han podido, hasta el presente, hacer nada de notable contra hordas de salvajes sin táctica y faltos de recursos? ¿De qué provienen esas indecisiones, esta campaña sin efecto, sin lucro y sin victoria? ¿Consisten acaso los hechos de armas de nuestro ejército en hacer prisioneros algunos animales? ¿No son una cosa risible, y más que risible, ridícula, los partes que nos comunican? Verdaderamente no sabemos cómo comprender los resultados de esta campaña, cómo darnos cuenta de su objeto, cuando sus resultados son tan mínimos, tan tristes, tan miserables, tan vergonzosos665.
Parte de la explicación acerca de la inoperancia de las fuerzas militares ante los desafíos que en general provenían de los arribanos radica en algunas observaciones hechas por el coronel Pedro Godoy en un proyecto para la conquista de Arauco que presentó, con fecha 25 de noviembre de 1861, al gobierno. Según Godoy, las expediciones castrenses seguían exactamente el mismo pie que las dirigidas en la frontera 40 años antes por el general Andrés Alcázar, que no diferían demasiado de las practicadas por el Real Ejército en los siglos XVII y XVIII:
El general Alcázar mandaba regularmente tres columnas, a saber, la primera, por la falda de los Andes, o como algunos dicen, la ceja de la montaña, la segunda por los llanos del centro y la tercera por el litoral. Lo mismo hemos hecho nosotros sin discernimiento y copiando al pie de la letra esos movimientos. […] Tres columnas paralelas avanzando, como en procesión, hacia el sur, en un fondo de setenta a ochenta leguas erizado de obstáculos naturales de toda especie, montañas inaccesibles, ríos caudalosos, pantanos y desfiladeros intransitables donde el salvaje se rehace a cada paso, engruesa sus filas con las nuevas tribus que va encontrando, refresca y muda sus caballos. ¿Qué podríamos aguardar de semejante táctica, o para hablar con más propiedad, de semejante farsa? Lo que ha sucedido siempre: ir para volver, una fanfarronada militar sin otro resultado que envalentonar a los araucanos, que ya saben en lo que paran aquellas expediciones de pura rutina666.
La intervención de Cornelio Saavedra modificó el proceso de ocupación de la Araucanía, como se examina en otros capítulos.
LOS HUILLICHES
La población indígena asentada al sur del río Toltén fue tempranamente diferenciada de la mapuche. Aunque el término huilliche se aplicaba a la generalidad de esos naturales, en ocasiones se distinguían diversas parcialidades, entre las cuales reinaba la enemistad: los de la costa, los rancos, los osornos, los puelches, poyas y juncos o cuncos, calificados estos últimos a fines del siglo XVIII por el gobernador intendente de Chiloé Francisco Hurtado como indios “rebeldes, audaces, crueles e insufribles”667. En contra de lo que creían las autoridades, el número de los indígenas en los Llanos era reducido, como quedó de manifiesto después de la ocupación de las ruinas de la antigua ciudad de Osorno y su repoblación. La existencia de misiones y fuertes puso en contacto directo a los naturales y a los españoles, en tanto que la consolidación de instituciones muy específicas de ese territorio, como los caciques gobernadores668, y otras comunes del mundo hispano-indígena, como los comisarios de naciones y los capitanes de amigos, permitió una relación más pacífica entre aquellos. Por otra parte, tal como ocurría en la frontera, el comercio de los indígenas con la plaza de Valdivia siempre fue intenso, y algo parecido ocurría en Los Llanos, Osorno y Río Bueno. Lo anterior no impidió, por cierto, periódicas aunque limitadas manifestaciones de violencia.
Como es sabido, el desarrollo de la región austral fue frenado a consecuencia del proceso emancipador y de la ocupación de Valdivia por las fuerzas patriotas. En un informe de 2 de agosto de 1834 el intendente José de la Cavareda, tras subrayar que el territorio de la provincia “no tiene aún límites fijos”, estimaba en 48 mil el número de sus habitantes, de los cuales 40 mil eran “indios bárbaros” y ocho mil “blancos o españoles”. Sobre estos últimos advirtió que, “exceptuando los que están reducidos a población, son casi tan bárbaros como los mismo indios, pues imitan en todo sus costumbres”669. Se reproducía, pues, en Valdivia el mismo cuadro descrito para la población española de la frontera.
No muy diferente era la situación de los indígenas, pues con la república desaparecieron los mecanismos de protección de estos. Muy clara había quedado expresada esa política en el propósito expresado por Juan Mackenna en 1801 desde Osorno al virrey O’Higgins, de frenar las adquisiciones de tierras de los naturales por parte de los españoles
para evitar las funestas consecuencias que pudiesen resultar de verse los indios desposesionados de sus tierras y de consiguiente de su subsistencia, cuya falta la experiencia manifiesta que en todos tiempos y países ha sido origen de cuantos disturbios y sublevaciones han acaecidos en el pueblo bajo, el que viéndose sin el preciso alimento se arroja a los mayores desórdenes sin reflexionar las consecuencias ni atender a otro objeto que el de su conservación física, la primera y más poderosa ley de la naturaleza670.
La situación se agravó con la desaparición del archivo de gobierno como consecuencia de la ocupación de Valdivia por lord Cochrane