LOS MAPUCHES
Se indicó en el tomo I de esta obra que durante el conflicto de la emancipación tanto los patriotas como los realistas trataron de atraer a los mapuches a sus respectivos campos. La falta de unidad de los grupos indígenas se tradujo en que ciertos caciques con sus parcialidades apoyaron a los primeros, mientras otros auxiliaron a los realistas. La llamada “guerra a muerte” es un buen ejemplo de la intervención de los indígenas en calidad de aliados de ambos grupos contendores.
El indígena fue uno de los símbolos más utilizados por los patriotas y por el grupo dirigente en dicho proceso, y siguió siéndolo en parte del siglo XIX, como expresión del sentimiento antiespañol, y como una reiterada manifestación crítica hacia la acción peninsular en la conquista y colonización de América. Pero muy pronto se apreció un cambio en la actitud hacia los mapuches, tanto por su participación en la aludida “guerra a muerte” como, más adelante, en las revoluciones de 1851 y 1859. Además, la continua inseguridad en algunos sectores por los asaltos, el robo de animales o el asesinato de algún comerciante protagonizados por grupos indígenas fue generando un sentimiento cada vez más hostil hacia ellos. Junto a esto el gobierno y la opinión pública no podían dejar de advertir que el país aparecía dividido por la existencia de un territorio en que las autoridades no tenían presencia y en que la legislación chilena era inaplicable. Bien conocidos eran los peligros a que estaba sujeto un viajero en la Alta Frontera. Todos estos hechos ponían continuamente en un primer plano la situación irregular que exhibía la Araucanía en la construcción de la república.
Hasta mediados del siglo XIX la línea del Biobío estaba protegida por las plazas militares de Santa Bárbara, Los Ángeles, San Carlos de Purén y Nacimiento; en la costa solo existía la plaza de Arauco. Y desde allí hasta Valdivia no había autoridades chilenas, sin perjuicio de que en el territorio situado al sur del río Laja y al oriente del Biobío, en el sector denominado Isla de la Laja, con Los Ángeles como principal centro urbano, existiera una gran cantidad de grandes, medianas y pequeñas propiedades, buena parte de ellas originadas en mercedes otorgadas desde mediados del siglo XVII por los gobernadores611. La peculiar situación de los terratenientes, muchos de ellos descendientes de ex cautivos de los mapuches y a menudo con estrechos vínculos con ellos, había facilitado el asentamiento al sur de dicho río. Esta ambigua situación, tan característica de las fronteras, ayudaba a que ingresaran a la tierra adentro, al sur y al poniente del río Biobío, numerosos individuos, tanto comerciantes como delincuentes que huían de la justicia chilena. Un norteamericano, Edmond Reuel Smith, miembro de la expedición encabezada por el teniente James M. Gilliss, observó, tras un viaje realizado por la Araucanía en 1849, que “se encuentran chilenos por todo el territorio; casi todos son fugitivos de la justicia, que ganan la vida ocupándose en cualquier trabajo que se les proporciona. Con frecuencia se casan con indias y rápidamente se ponen al nivel de los salvajes, con quienes se asimilan”612. Los indígenas de la cordillera, los pehuenches, muchos de los cuales apoyaron a los montoneros y a los Pincheira en el decenio de 1820, sufrieron las consecuencias de dicha alianza: muertes en escaramuzas, alteración de sus formas de vida, lucha con facciones pehuenches que apoyaban al gobierno, pérdidas de sus ganados. Del deterioro de su estado y de su empobrecimiento dejaron testimonio varios viajeros de la época, como el alemán Eduard Poeppig, que visitó la región a fines de 1827 y principios de 1828; el polaco Ignacio Domeyko, que lo hizo en 1845, y el citado norteamericano Smith, en 1853613.
Después de 1830 y con la consolidación política del nuevo régimen, se asistió a un sostenido desarrollo económico, que en materia agrícola apuntó a la ganadería y, en especial, al cultivo y a la exportación del trigo, cuyo precio experimentó una notable alza. El propio Smith no pudo ocultar su admiración ante “los inmensos trigales, listos para la siega”, que vio en una hacienda próxima a Los Ángeles, así como a los primitivos métodos de cultivo y cosecha utilizados614. La necesidad de disponer de nuevas tierras fue, sin duda, uno de los mayores alicientes para el progresivo desplazamiento de la frontera hacia el sur. Y este proceso no solo consistió en un aumento de la presencia transitoria de mercaderes, conchabadores o faltes, vivanderos, soldados y mestizos, y en un fuerte incremento de los intercambios, sino en la instalación en forma permanente de no indígenas en la zona. Fueron sujetos de las más diversas extracciones quienes, al margen de cualquier acción de un estado que mantenía allí una débil presencia, optaron por radicarse en esas tierras. Era un mundo poblado no solo de “soldados, de vagabundos, de hombres perseguidos por la justicia”, en las palabras de un buen conocedor de la región, Pedro Ruiz Aldea, sino también de pequeños y medianos campesinos el que se estaba formando en los territorios mapuches. En este cuadro las relaciones entre los pobladores estaban dadas por intereses fundamentalmente comerciales, y mientras los indígenas adoptaron muchas de las características de los chilenos, como las vestimentas, estos adquirieron otras propias de los naturales.
Los desplazamientos de los indios maloqueros hacia el virreinato del Plata, que adquirieron especial virulencia y periodicidad en la segunda mitad del siglo XVIII, y que constituyeron una buena muestra de la movilidad que exhibían y de las relaciones mantenidas con los indígenas transandinos —quienes esporádicamente le prestaban ayuda bélica a los indios del sur del Biobío—, fueron sustituidos desde principios del siglo XIX por el tráfico de bienes y animales, que se fue haciendo cada vez más intenso. Al comenzar la primavera cruzaban la cordillera para dedicarse a la caza del ganado cimarrón o bien para robar animales de las haciendas y venderlos en Chile615. Todavía en el segundo decenio del siglo XIX la participación de grupos pehuenches en la banda de los hermanos Pincheira, la cual operó desde los valles cordilleranos en que estos vivían tanto hacia el poniente como hacia el oriente de la cordillera, produjo honda inquietud en las autoridades por sus posibles efectos entre los restantes indígenas616. Eran evidentes, sin embargo, los cambios que se estaban produciendo entre los naturales, en especial en la Baja Frontera. Además de ciertos signos exteriores, como las vestimentas, otras expresiones los confirmaban, y también probaban que se estaban extendiendo hacia el ultra Biobío, en que se advertía el establecimiento permanente de los indígenas y el trabajo de la tierra, no obstante que la ganadería y el comercio seguían predominando. Fue la imagen que dejó Ignacio Domeyko de su paso por el valle del río Imperial, en enero de 1845, que describe el llamado patrón de asentamiento disperso, es decir, carente de aldeas, y que repitió respecto de otros lugares de la Araucanía:
A ambos lados del valle, por el norte y por el sur, se ven chozas indias en las colinas, muy distanciadas entre sí, porque tanto aquí como en toda la Araucanía, los indios sientes aversión por formar aldeas o pueblos. Lo consideran como pérdida de libertad. Junto a cada choza se ven manzanos silvestres y arriates de maíz, habas y papas, estas últimas tan bien cultivadas y plantadas en filas derechas como un cordel, como no las hay mejores en las partes más civilizadas de Europa617.
Más explícito fue Domeyko en otra obra, La Araucanía y sus habitantes, al referirse al mismo viaje por la zona de Imperial:
Los terrenos que se extienden por las orillas del río Imperial hasta la ciudad arruinada los tienen sus dueños por ahora mejor poblados que las nueve décimas partes de la provincia de Valdivia618.