En torno a la Plaza de Armas de La Serena existió primero la parroquia, y después en ese lugar la catedral, la intendencia, los tribunales y la municipalidad. Quedaron inmediatos a la plaza edificios como el ocupado por el liceo femenino, por el teatro y por el correo. Otro tanto puede decirse de las plazas de Copiapó y de La Serena, en el norte, y de Concepción, en el sur, así como las diseñadas en las ciudades del valle central, todas las cuales exhibieron un esquema similar.
Estas plazas, que siempre fueron duras, de acuerdo a la tradición peninsular, empezaron a experimentar modificaciones hacia mediados del siglo XIX, en concordancia con las pautas inglesas o francesas. El amplio y liso espacio que había servido indistintamente en otro tiempo para corridas de toros, representaciones teatrales, evoluciones militares o procesiones religiosas, sin olvidar la presencia del pequeño y activo comercio ambulante, empezó a recibir árboles, arbustos ornamentales, estatuas, fuentes, quiosco de música y bancos. La plaza se convirtió así en un lugar abierto que invitaba al paseo, al descanso y al intercambio. La Plaza de Armas de Santiago, o de la Independencia, como se la llamó, tenía en su centro un jardín circular rodeado de una reja de fierro, en el medio del cual destacaba una pila de mármol con un grupo alegórico, la por entonces llamada “pila de Rosales”, por haber sido adquirida en Francia por el encargado de negocios de Chile en ese país, Francisco Javier Rosales. En la parte externa, árboles, fuentes y bancos se ofrecían a los paseantes406. En las restantes ciudades de Chile se advierte un proceso similar, cuyos resultados finales tuvieron más o menos éxito. En todo caso, parece indudable que las plazas fueron, durante largos decenios, los más destacados lugares abiertos de sociabilidad urbana.
En competencia con la Plaza de Armas de Santiago deben mencionarse el Tajamar y, más adelante, la Cañada que, como Alameda de las Delicias, se convirtió en un apreciado lugar para pasear, ver y ser visto.
La aparición en Valparaíso de otro género de jardines públicos, con acceso limitado y a menudo cerrado durante la noche, parece algo peculiar del puerto, y está probablemente ligado a la presencia de extranjeros. El Jardín Polanco, en el Almendral, con amplios salones donde se interpretaba música, se bailaba y se vendían refrescos, era también el lugar en que los extranjeros se reunían en grandes banquetes para celebrar sus aniversarios patrios. Más exclusivo y característico de la elite porteña fue el Jardín Abadie, cuyas refinadas actividades sociales, como los paseos musicales, tenían como telón de fondo un espléndido jardín que fue, además, un importante centro difusor de la flora exótica407.
Creciente importancia en el periodo examinado tuvieron los clubes, creados por la influencia de los extranjeros residentes en Valparaíso y después, en las ciudades australes. En el puerto fueron numerosos y variados, y constituidos para ser utilizados por empresarios y empleados de compañías extranjeras, ofrecieron numerosos servicios a sus usuarios, que iban desde la alimentación y las bebidas hasta los libros y, especialmente, los diarios en los idiomas de sus lectores. Desde el decenio de 1850 las compañías de bomberos, si bien estaban destinadas al específico propósito de combatir los incendios, también exhibieron el carácter de centros de sociabilidad, consecuencia, con seguridad, de la creación de fuertes vínculos entre los bomberos por la arriesgada, gratuita y voluntaria labor que realizaban. En Valparaíso y en Copiapó fueron interesantes centros de sociabilidades las logias masónicas, que crecieron con fuerza durante la segunda mitad del siglo. Una vez más, la presencia de extranjeros, en particular en el puerto, con ingleses, franceses y alemanes, le dio a dichas logias una vida muy activa.
Pero la institución que habría de servir de modelo en esta forma de sociabilidad fue el Club de la Unión de Santiago. Fundado el 8 de julio de 1864, pretendió estar por encima de las diferencias políticas de sus socios y convertirse en un lugar de conversación, de cultivo de la amistad, de intercambio civilizado, respetuoso de las personas y en que se aplicaba especial cuidado a las maneras. Las características personales de su primer presidente, Manuel José Irarrázabal Larraín, facilitaron la consolidación del espíritu de convivencia perseguido por la institución408. Era, por cierto, el lugar de reunión de los hombres de la elite santiaguina, que eran, al mismo tiempo, quienes desempeñaban los principales papeles políticos en el gobierno del país. Existieron en Santiago, además, otros clubes, como el de Septiembre, el de la Reforma, claramente político, al congregar a los miembros del montt-varismo, y el de Amigos del País, de los conservadores409. Este modelo fue replicado en buena parte de las ciudades chilenas, como La Serena, Valparaíso, Viña del Mar, Talca o Concepción, y también en ellas los clubes sirvieron de lugar de reunión de las respectivas elites locales. Los clubes, por su calidad de centros de reunión de hombres solos, contribuyeron a la progresiva desaparición de las tertulias.
Otro espacio de sociabilidad que adquirió especial preeminencia en esta época fue el teatro. No obstante que en el decenio de 1830 Andrés Bello, en las páginas de El Araucano, advertía que la “poca concurrencia inutiliza los esfuerzos del empresario, y quita el estímulo a los actores”, de manera bastante coincidente en el tiempo ciudades como Copiapó, La Serena y Valparaíso procuraron contar con teatros de cierta calidad, en tanto que en Santiago se pretendió establecer otro en reemplazo del de la Universidad —al fondo del patio de la clausurada Universidad de San Felipe— o del más popular de la Cañada Sur y de la República, en la calle del Puente410.
En el debate, que se arrastró hasta el decenio de 1850, sobre el alejamiento de las familias principales de Santiago de las representaciones teatrales, se culpó a las chinganas de esa desafección, y también, según Bello, que ejerció la crítica teatral en El Araucano, a “la guerra que muchos individuos del clero hacen al teatro en el púlpito y en el confesionario”411. Con todo, Valparaíso vio la inauguración, en 1844, del Teatro de la Victoria, incendiado en 1878412. Se trató, en general, de iniciativas individuales que recogieron e hicieron suyas las municipalidades, las que a menudo debieron recurrir a empréstitos para abordar la construcción de los edificios.
Tal vez lo más interesante de los teatros del periodo examinado, al menos hasta el decenio de 1850, fue la amplitud del repertorio presentado. A las obras teatrales de Hartzenbuch, Zorrilla, Ventura de la Vega, Bretón, Scribe, Hugo, Dumas, Sué y otros, se agregaron danzas populares, como la zamacueca, música vocal, arias de óperas, operetas —el éxito de las obras de Offenbach era siempre seguro—413, zarzuelas, música instrumental y, desde el decenio de 1840, óperas completas, en su mayoría italianas414. Incluso en 1850 se conoció en Chile el ballet romántico415. Como ya se indicó, para los empresarios del Teatro Victoria de Valparaíso los bailes constituyeron una fuente de financiamiento, en especial aquellos programados para determinadas celebraciones.
El municipio de Copiapó, cargado de deudas por créditos solicitados a bancos, al hospital y a particulares, declaraba con satisfacción, al concluir el pago de la edificación del teatro, construido por el ingeniero Vicente Cumplido e inaugurado en 1847, que contaba “con un coliseo de nuestra exclusiva propiedad, uno de los mejores de la República y de los más ricos en decoraciones y útiles de escena”416. Allí, al igual que en la capital, Valparaíso y otras ciudades chilenas, el predominio de la ópera era absoluto, con la participación de