Este modelo se repetía en las ciudades de provincia. Francisco Antonio Pinto, intendente de Coquimbo en 1826, reunía en su casa a la buena sociedad y a algunos visitantes extranjeros; “agregad a esto —recuerda un viajero francés— una docena de hermosas señoritas muy alegres, como todas las americanas, y no os sorprenderéis de que nuestras veladas en casa del señor Pinto fueran encantadoras”379.
El norteamericano Edmond Reuel Smith dejó un vivo retrato de la sociedad de Los Ángeles, ciudad a la que llegó después de un fatigoso viaje. Alojado en la residencia del intendente, fue llevado a una casa vecina donde se celebraba un cumpleaños. A pesar de su cansancio, debió bailar polcas, valses, cuadrillas y zamacuecas hasta las dos de la madrugada. Y se refirió así a la concurrencia:
Casi todas las damas eran bonitas y de buena figura; todas, bien vestidas y de agradable trato; eran vivas e inteligentes y, sin ser muy instruidas, poseían un grado de refinamiento que era extraño encontrar en un lugar de poca importancia, tan alejado de la capital. Los jóvenes se mostraban verdaderos provincianos, con bastante pretensión de elegancia exagerada, aunque vestidos con trajes pertenecientes a modas un poco antiguas. No fue esta la primera oportunidad que se me presentó de observar —como no puede menos de hacerlo todo extranjero en Chile— la superioridad inexplicable, tanto intelectual como física, de las mujeres380.
En Valdivia, los inmigrantes le dieron un impulso extraordinario a la vida cultural. En torno al destacado médico argentino José Ramón Elguero, huido de la tiranía de Rosas, eximio latinista, primer rector del liceo de Valdivia, fundado en 1845, y uno de los padres de la psiquiatría chilena, se había formado un círculo de elevada cultura, con integrantes de las familias Adriasola, Castelblanco, Mujica, Pérez de Arce y Lopetegui381. Y a este impulso a las actividades intelectuales contribuyeron desde muy temprano los colonos alemanes, algunos de sólida formación académica. Muchos se dedicaron a la indispensable tarea de reconocer la geografía de la provincia, labor cuyo fruto fue el notable plano levantado por Guillermo Frick. Pero también se preocuparon de la climatología —ya en 1852 Carlos Anwandter había instalado una estación meteorológica—, de la fauna y de la flora. Fue tal vez en las bellas artes donde el aporte germánico destacó con mayor fuerza. El dibujo, indispensable herramienta para los naturalistas, tuvo representantes de indiscutida calidad en los hermanos Bernardo y Rodulfo Amando Philippi y en los hermanos Guillermo y Ernesto Frick; este último impartió clases de dibujo en el liceo y en su casa382.
Gran importancia alcanzaron las tertulias de eclesiásticos, “sano y agradable solaz”, a las que también acudían laicos, que fueron retratadas por el arzobispo e historiador Crescente Errázuriz. En ellas se daba noticias de los amigos ausentes, se conversaba de los asuntos que interesaban a la opinión pública y se hablaba de política, en especial durante la vacancia del arzobispado de Santiago. Estas tertulias tenían lugar en las casas de los sacerdotes, pero también en las de “respetables caballeros y señoras”. Entre las más conocidas se contaron la de Ramón Astorga, la de José Miguel Arístegui, la de Jorge Montes y la de Dolores Ramírez de Ortúzar383.
No es ocioso recordar que estas reuniones se iniciaban habitualmente en torno a una mesa de malilla o de rocambor. El juego, al igual que en los siglos de la monarquía, ejercía una irresistible atracción en Santiago y en las otras ciudades chilenas sobre personas de todas las condiciones sociales y de las más variadas actividades, como lo advirtió un viajero:
En un rincón de la pieza se encuentra alrededor de mesas bajas un grupo apretujado de hombres de edad. Guardan silencio, hasta que una causa que el observador todavía ignora motiva exclamaciones fuertes, pero rápidamente contenidas. Están jugando384.
Los salones no solo congregaban a las personas para conversar, jugar o disfrutar de la música. Eran los lugares en que se anudaban amistades entre personas de sexo opuesto. En las casas en que había hijas en estado de merecer se acostumbraba a abrir las puertas no solo a los amigos, sino a quienes estos introducían, solicitando anticipadamente su admisión385.
La tertulia pronto dejó paso a modalidades más complejas de sociabilidad, que supusieron evidentes progresos en el arte de la conversación, como las tertulias intelectuales o las políticas. Entre las primeras han de recordarse la de los Egaña, padre e hijo, en Peñalolén, a la que acudían Andrés Bello, José Miguel de la Barra y Manuel Carvallo, además de extranjeros residentes, para hablar de política, de ciencia, de educación y de economía, y la de Enriqueta Pinto de Bulnes, a la que asistían los escritores surgido del movimiento literario de 1842386. Cabe anotar que una hija de esta, Lucía Bulnes de Vergara, mantuvo a su turno, a partir de 1880 y hasta el siglo XX, un salón que no solo se caracterizó por la agudeza de la conversación y la variedad de los invitados, sino por la calidad de los manjares y bebidas ofrecidos en la reunión. En torno al periódico La Semana, fundado en 1858 por los hermanos Arteaga Alemparte, se reunió el Círculo de los Amigos de las Letras, de clara tendencia liberal387. Emilia Herrera de Toro, que recibía en su salón a los emigrados argentinos, al llegar el verano se desplazaba a su fundo de Lo Águila, donde se continuaban las tertulias388.
Destacaron entre las tertulias políticas las realizadas en las casas de Domingo Fernández Concha, de Manuel Antonio Tocornal y de los hermanos Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, esta última, conocida como “La Picantería”, la más célebre por su marcado signo liberal y por haber contado con su ameno historiador, Joaquín Santa Cruz389.
Los bailes se hacían tanto en lugares de acceso libre y pagado como en las casas. Los bailes, fundamentalmente los de máscaras, constituyeron actividades características de la vida social de Valparaíso. En esa ciudad tuvieron gran éxito los bailes ofrecidos con motivo de las Fiestas Patrias, en los que la concurrencia era muy variada, con gran presencia de los sectores populares. Mucho éxito tuvieron los bailes de disfraces, en que los asistentes eran, hacia mediados del siglo XIX, mujeres de los sectores medios y bajos, que llevaban “trajes pomposos y extraños”, empleados del comercio y marinos algo bebidos, en tanto que las señoras y la “gente de respeto” se sentaban en los palcos a presenciar el extravagante espectáculo390. En la capital los bailes en lugares públicos se realizaban en la Sociedad Filarmónica, fundada en 1826 con la participación de Isidora Zegers, que propagó el conocimiento de los bailes europeos, y, desde la segunda mitad del siglo, en el Club de la Unión.
A partir del decenio de 1850 se generalizó la afición por grandes bailes de larga y costosa preparación ofrecidas por las familias principales, en que los invitantes hacían una cuidadosa selección de los participantes. Los bailes de fantasía eran actividades en que los invitados no solo se mostraban en un lugar cerrado, haciendo exhibición del lujo de sus vestiduras, sino que se convertían en objeto de información periodística, es decir, en noticia. Uno de ellos, “sin precedentes en los anales de la sociedad”, fue el ofrecido por Manuel Antonio Tocornal en el decenio de 1860391. Al gran baile dado por Enrique