Le extrañó a Bladh, como a otros viajeros de los decenios de 1820 y 1830, la ausencia de “buenos modales en la mesa”, que se manifestaba, entre otras cosas, en que la dueña de casa o una de sus hijas ofrecía al invitado, con su propio tenedor, los mejores trozos de un manjar, debiendo aquel devolver la cortesía396. La falta de modales era, por cierto, más general, pero muy pronto los sectores altos trataron de adquirirlos. La labor de los colegios ingleses para señoritas en Valparaíso y las relaciones con los extranjeros fueron muy decisivas en este aspecto, así como la publicación de obras sobre el tema, como el celebérrimo Manual de urbanidad y buenas maneras, del venezolano Manuel Antonio Carreño, publicado en 1859, y con numerosísimas ediciones en diversos países americanos, o el Manual del Buen Tono, traducción del argentino Ramón Gil Navarro Ocampo. Este no dudó en hacer un inmisericorde retrato de la alta sociedad de Santiago, en que los dardos iban dirigidos contra los varones,
mal vestidos y feos como un dolor de muelas, huasos y sin maneras, como aldeanos. En balde quieren ser como los de Valparaíso, pues les falta el roce con los extranjeros, que es lo que da a estos más tono y maneras397.
No cabe dudar, por cierto, de la influencia de los extranjeros en el progresivo refinamiento de las elites chilenas. Pero a esto ha de agregarse otro elemento fundamental: los viajes de los chilenos al exterior, de preferencia a Francia. Muchos padres de familia llegaron al convencimiento de que la instrucción, “para ser buena, solo podía adquirirse en la culta Europa”. Ya en 1821 habían viajado a Francia Calixto, Lorenzo y Víctor Guerrero y Varas, tres hermanos Larraín Moxó, José Manuel Ramírez Rosales y Ramón Undurraga Ramírez; en 1826 se embarcaron hacia Gran Bretaña Carlos Pérez Rosales y Juan Enrique Ramírez, en tanto que a Francia viajaron ese mismo año Santiago Rosales Larraín, Manuel Solar, Lorenzo, Ramón, Manuel y Miguel Jaraquemada Carrera, José Luis y Adriano Borgoño, Bernardo, Domingo, Alonso y Nicasio de Toro Guzmán, Antonio y José de la Lastra, Ruperto Solar Rosales y Vicente Pérez Rosales. Más tarde, y también a Francia, viajaron José Manuel Izquierdo y Manuel Talavera398.
A los estudiantes enviados a Francia deben sumarse varios oficiales del Ejército: José Agustín Olavarrieta, en 1844; Manuel Valdés y Adriano Silva, en 1846; 13 alumnos aventajados de la Escuela Militar en 1847. En 1848 cursaban sus estudios castrenses en Francia Ricardo Marín, Alberto Blest Gana, Félix Blanco Gana, Benjamín Viel y Toro, Tomás Walton, Selenio Gutiérrez, Luis Arteaga, José Francisco Gana Castro y Antonio Donoso399. No está de más recordar que Alberto Blest, Félix Blanco y Ricardo Marín colaboraron en el levantamiento topográfico de la Picardía, lo que les permitió más adelante ayudar a Amado Pissis en sus trabajos cartográficos en Chile.
Estos viajes, originalmente de formación, se convirtieron, cuando el desarrollo económico y el enriquecimiento personal lo permitieron, en viajes de placer. Estos podían durar años y sus costos, elevadísimos, solo podían ser asumidos por fortunas muy sólidas400. Las largas permanencias en París, similar a las de peruanos y argentinos ricos, dieron nacimiento a los “trasplantados”, analizados de manera implacable en la novela homónima de Alberto Blest Gana, él, a su vez, un destacado ejemplo del trasplantado401.
Un elemento esencial de diferenciación, al que en parte se ha hecho ya referencia, fue la tendencia de las elites al lujo, no solo en sus hogares, sino también en las personas, materia que debe tenerse en cuenta por la creciente importancia que adquirió con el enriquecimiento del país. Una expresión de esta actitud, importante por su visibilidad, fueron los coches, muchos importados desde Francia, como calesas, cupés y berlinas, que, conducidas por cocheros y lacayos con libreas, eran forzados a “balancearse como buque” por las piedras redondas y los hoyos de las calles402. En rigor, el lujo no fue un rasgo distintivo del siglo XIX, ya que la tendencia hacia él y las medidas para combatirlas, especialmente de la Iglesia, habían sido una constante durante toda la monarquía. Pero en la república el fenómeno fue más notorio por la mayor riqueza de las elites, por la escala en que se dio y por el refinamiento que alcanzó, impensable en los siglos anteriores.
Los sectores medios habían existido ciertamente durante todo el antiguo régimen, y continuaron existiendo bajo la república, si bien es posible que con el repentino auge del comercio y de la minería muchas personas descubrieran nuevos campos de acción y experimentaran un enriquecimiento más veloz y un paralelo ascenso social. Las huellas de los integrantes de los sectores medios son perfectamente documentables, por lo que no deja de sorprender que la historiografía chilena haya sostenido que la aparición de la “clase media” es un fenómeno del siglo XX. Aunque es difícil caracterizarlos, en especial por su dinamismo interno, puede entenderse que a ellos pertenecían los integrantes de los grupos medios coloniales —piénsese en los estanquilleros, en los tenderos, en ciertos artesanos como plateros, constructores, talabarteros, ebanistas, empleados de las escribanías, de las aduanas y de los tribunales—, a los que se agregaron los miembros de las viejas familias coloniales en decadencia, los pequeños agricultores y comerciantes, los mineros, los empleados del comercio, de la banca, de la industria y del agro, los militares, marinos, pequeños agricultores y funcionarios menores de la administración, los migrantes de las provincias y buena parte de los inmigrantes extranjeros. Por último, el bajo pueblo urbano, en el que se mezclaban indios, negros, mestizos, mulatos y las diversas combinaciones entre ellos, así como numerosos extranjeros, mantuvo las mismas características del periodo anterior, si bien, como la documentación lo indica, aumentó su movilidad y, por consiguiente, su inestabilidad.
LUGARES DE SOCIABILIDAD
Las ciudades chilenas contaron desde el periodo monárquico con espacios públicos de sociabilidad claramente delimitados. El principal de ellos había sido la plaza, centro en torno al cual se desplegaban las grandes construcciones públicas: la catedral, el palacio de gobierno y la municipalidad, en el caso de Santiago, a lo que se había agregado desde antiguo un sector comercial que encontró su mejor expresión en el Portal de Sierra Bella y en la Galería de San Carlos. Propiedad el primero de los condes de ese título, fue arrendado en 1826 por Ambrosio Aldunate y Carvajal, quien, con acuerdo de la propietaria, construyó un gran edificio de cal y ladrillo de tres pisos. Incendiado en 1848, tras la exvinculación de los mayorazgos el portal fue adquirido en 1869 por Domingo Fernández Concha, quien lo reconstruyó con gran magnificencia403. Una doble galería en cruz, el pasaje Bulnes, se construyó en la misma manzana en que estaba el Portal Fernández Concha, una de las cuales desembocaba en este. Esa galería fue comprada más adelante por Domingo Matte a la sucesión del general Manuel