Naturalmente la Historia del erudito palentino tuvo una vigencia absoluta durante el XIX, convirtiéndose tanto en la obra de síntesis más leída como en la base de la mayoría de narraciones que a partir de ella se escribirían. Apareció en la última década del siglo, sin embargo, un nuevo texto patrocinado esta vez por la Real Academia de la Historia y bajo la dirección de Antonio Cánovas del Castillo, como hemos tenido ocasión de comprobar en el capítulo anterior. Nació, en palabras de Ignacio Peiró, con una vocación de afrontar el estudio de la historia de España de forma acorde con el patriotismo y el nuevo concepto de nación surgido en el contexto de la Restauración[24]. Manuel Colmeiro, autor del capítulo correspondiente al Cid, asume la muerte de Sancho a manos del traidor Vellido Dolfos, así como el evento del templo burgalés, donde «los castellanos pusieron por condición del pleito y homenaje que jurase no haber tenido parte en la muerte de D. Sancho», para continuar afirmando que «sólo el Cid entre los caballeros de la corte se atrevió á pedirle el juramento, temerosos los demás de incurrir en el enojo del Rey», por lo que acabó el rey «tan lastimado y ofendido del Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras en su gracia»[25].
En realidad la narración no sufrió variaciones relevantes en este cambio de siglo[26]. En su Historia de España y de la civilización española, Rafael Altamira admite «la traición de Bellido Dolfos», pero siempre pretendió ceñirse a la historia verdadera del Cid, desechando multitud de pormenores extraordinarios, como lo sucedido en Santa Gadea, el casamiento de las hijas de Rodrigo con los infantes de Carrión o la batalla ganada por el Cid después de muerto, que a juicio de Altamira pertenecía al mundo de «los poetas castellanos de la Edad Media, los romances populares, los autores árabes y la fantasía del vulgo». Por ello señala escuetamente que Alfonso «fué reconocido rey por los leoneses y por los castellanos» aunque antes tuviese que guerrear con García, que «vino a recuperar el trono con tropas del rey sevillano»[27].
Analicemos ahora el punto de partida de todos los estudios que desde 1929 se han venido publicando en torno a la figura del Rodrigo Díaz. Menéndez Pidal reconocía en las primeras páginas de su monumental España del Cid que una de las razones que lo habían llevado a escribir dicho libro era contestar a las acusaciones que Reinhart Dozy, un arabista holandés, había vertido sobre el paradigma del buen caballero castellano. Pidal explicó en otro lugar que la obra magna sobre el Campeador era una «reacción contra una corriente de cidofobia que había tenido graves negligencias en el acopio de las fuentes y había cometido multitud de errores en interpretarlas y acoplarlas»[28]. Tal afrenta precisaba de una respuesta nacional que preservase la dignidad de uno de los mayores héroes españoles, y a esa tarea se entregó. Según él, las palabras de Dozy significaban una nueva muestra de «cidofobia», porque sus conclusiones no estaban avaladas más que por sus prejuicios, arbitrariedades y desfiguraciones.
Entre las fuentes de las que bebe Menéndez Pidal se encuentran el Tudense y el Toledano, a los que copia al tratar este episodio. Evidencia Pidal, en este sentido, sus dudas acerca de la verosimilitud que le merece el juramento, al ser noticia tardía y, a su juicio, de fuente juglaresca. Sin embargo, esto no es un problema, porque «la creo de origen antiguo y, por lo tanto, fidedigna, ya que los primitivos juglares castellanos eran más cronistas y menos poetas que sus colegas los franceses»[29]. Que el juramento fuese sobre los Evangelios tampoco lo pone en cuestión el eminente filólogo español, puesto que «para ser válida la jura, el que la jure debía tocar algún objeto sagrado», al igual que el enojo posterior del rey, que Menéndez Pidal no entiende porque el Cid «cumplía con él una función que, aunque de desconfianza, era al cabo una función jurídica ritual, muy propia de quien había sido alférez del rey difunto»[30]. Al leer el relato de Lucas de Tuy y Jiménez de Rada y compararlo con lo que dice Menéndez Pidal, la coincidencia es evidente. Parece que el tiempo no se ha parado y los siete siglos que separan la escritura de los tres textos no son un impedimento para mantener intacta la estructura básica de la narración. Lejos de lo que pueda parecer, este no es un hecho aislado dentro de la historiografía española. Son muchos los ejemplos que se presentan en los que la vigencia de un modelo interpretativo dado se mantiene inalterable desde sus más prístinos orígenes hasta el momento de redacción de las historias generales.
Ahora bien, ¿qué hay de cierto en todo este episodio? Una de las mayores dificultades a las que suele enfrentarse el historiador es la escasez de fuentes, problema que se agrava todavía más dependiendo de la época por estudiar. La historia sería una actualización de la ausencia, es decir, consistiría básicamente en un proceso de evocación[31]. Por ello es pertinente indicar en trabajos de esta naturaleza, donde los testimonios de que disponemos son pocos, tardíos y responden a intereses muy variados, que, además de fragmentario, el conocimiento histórico implica el empleo de la imaginación. Como ha indicado Bermejo, la historia no es una rememoración, ya que la sociedad no tiene memoria, sino una invención[32]. Al historiador, incapaz de prolongarse en el tiempo, solo le quedaría imaginar, ya que no puede recordar. Tendríamos, de acuerdo con las indicaciones de Bermejo, dos tipos de imaginación histórica. En primer lugar la imaginación constituyente, que tendría que ver con la capacidad de evocar y formarnos una idea del pasado, y, por otro lado, la imaginación reguladora, encargada de establecer los límites de la primera[33].
Hoy en día, en trabajos más alejados de los viejos apasionamientos que siempre despertó la figura del Campeador, se acepta que estamos ante un episodio transmitido textualmente que no cuenta con ningún tipo de respaldo histórico; más bien se sostiene que pertenece al ámbito meramente fabuloso. Richard Fletcher lo define como un relato fantástico, extrañándose al mismo tiempo de que algunos historiadores modernos, como Menéndez Pidal, hubiesen abogado por su veracidad[34]. Gonzalo Martínez Díez se inclina por considerarla una «bellísima y poética escenificación carente de cualquier base histórica o documental»[35]. Francisco Javier Peña apunta a que sería un episodio «puramente imaginario, fruto del interés de los cronistas del siglo XIII por agrandar la figura del Campeador y dotarle de una estatura moral superior a la de los reyes a los que sirvió»[36]. José María Mínguez apeló a la poderosa creatividad de la imaginación popular y de los juglares castellanos, responsables de «crear una de las escenas dramáticas más impactantes de la literatura medieval recurriendo a un enfrentamiento desigual entre un rey bajo sospecha y uno de sus nobles requiriendo implacablemente la acción de la justicia»[37].
Si comparamos este episodio con el ritual legionense de coronación del siglo X veremos que, a pesar de que no se trata de Castilla, en ningún momento hay intervención de los nobles, solo de los clérigos. Se distinguen, de acuerdo con la transcripción hecha por Alfonso García-Gallo, cuatro momentos dentro de este ritual. Podemos observar en el primero de ellos cómo dos obispos conducen al rey hacia la iglesia, mientras los demás clérigos van delante con el «Santo Evangelio y con dos cruces con incienso aromático»[38],