Ya en la Antigüedad mostraba Platón cierta predilección por dicho número. Diferenciaba el fundador de la Academia tres partes en la psyche humana: el elemento racional, más elevado, porque la razón debía controlar los demás elementos; el elemento espiritual, concebido como una especie de impulso o poder de la voluntad; y, en último lugar, el elemento apetitivo, que había que tener siempre bajo control. Distinguía, también, tres tipos de funciones en su estado ideal: los artesanos, que desarrollarían las actividades productivas; los guardianes o guerreros, encargados de la defensa; y los gobernantes, cuya responsabilidad sería la política y el adecuado gobierno. Esta especial querencia por las tríadas la pondrían de manifiesto después otros autores. Es bien conocida la imagen trifuncional que mostró Georges Duby[14] de la sociedad medieval o la división trifuncional de la ideología indoeuropea que propuso hace algún tiempo Georges Dumézil[15].
La relevante posición del número tres dentro de una sociedad tan influenciada por el cristianismo como la medieval hispana se podría explicar, en parte, gracias a la impronta de la filosofía platónica que conocieron padres de la Iglesia como san Agustín. Pero no podemos obviar el gran poder simbólico que en algunos de sus pasajes escondían las sagradas escrituras. En el libro del profeta Isaías se recoge la escena de unos serafines diciendo: «Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6, 2-3). En otro fragmento leemos que Pedro, hambriento, viendo descender un gran lienzo atado por los cuatro extremos del cielo, que contenía cuadrúpedos terrestres y todo tipo de reptiles y aves del cielo, oye al Señor ordenarle que los matase y los comiese: «Esto se hizo tres veces, y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo» (Hch 10, 9-16). También en el Apocalipsis encontramos una alusión en este sentido:
Y el cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera parte de las estrellas, de tal manera que se oscureció la tercera parte de ellos, y no había luz en la tercera parte del día ni en la tercera parte de la noche. Y miré, y oí un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: «¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de los que moran en la tierra, por razón de los otros toques de trompeta que los tres ángeles todavía han de tocar!» (Ap 8, 12-13).
En efecto, es habitual encontrar en los Evangelios este tipo de referencias, y aquí entraría en juego la influencia que quizá sea más importante: la Santísima Trinidad. Esto tendría que ver con los llamados trisagios, es decir, himnos cantados a la Santísima Trinidad en los que se repite tres veces la palabra «santo». Por ello se podría entender la repetición de este número en el juramento de Santa Gadea como una clara alusión al dogma fundamental del cristianismo, o incluso sugerir que el Cid no humilló a Alfonso en ningún momento, al estar haciendo en nombre de Dios lo necesario para limpiar cualquier sombra de duda. El nuevo monarca estaría jurando, en consecuencia, por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que no cometió ningún tipo de traición hacia su hermano, quedando el episodio revestido con una especial sacralidad.
Por otro lado, no es en modo alguno casual que el texto alfonsí integre que Alfonso VI debió jurar en un altar con el libro de los Evangelios en la mano. José Carlos Bermejo ha señalado recientemente, en relación con la monarquía escocesa altomedieval, que se desconoce la fórmula del juramento de fidelidad personal entre el rey y el vasallo. Pero si comparamos el territorio hispano con lo que sucede dentro del panorama monárquico europeo medieval, encontraríamos que existen esencialmente dos formas distintas de jurar: poniendo la mano o bien sobre una reliquia o bien sobre las Sagradas Escrituras[16], aunque esta segunda práctica no se habría difundido hasta el siglo XIII, momento en el que es recogido en la Estoria del rey Sabio. Conviene recordar, además, que la vida del Cid se desarrolla dos siglos antes, cuando el acto de jurar sobre los Evangelios no estaba tan generalizado. Tendríamos que en esta escena los roles se intercambian. Ya no es el vasallo el que debe la fidelidad, sino que es el nuevo monarca el que tiene que prometer que no ha conspirado contra su hermano, y lo hace, para dar mayor simbolismo al acto, con Dios como testigo de que lo que dice es cierto.
La base de la narración que habría de dominar la historiografía española ya estaba creada. La Historia general que escribió el padre Mariana a finales del siglo XVI se refiere a este suceso casi en los mismos términos. Afirma el jesuita que los caballeros de Castilla, reunidos en Burgos, deciden «recebir a don Alonso por rey de Castilla, a tal que jurasse por espressas palabras, no tuuo parte ni arte en la muerte de su hermano», ante lo que «el Cid, como era de grande animo, se atreuio a tomar aquel cargo, y ponerle al riesgo de qualquier desabrimiento». Mariana agrega que la reacción de Alfonso consistió en disimular la afrenta recibida, pero que en realidad «quedò en su pecho offendido grauemente contra el Cid»[17]. Si decíamos que el episodio de la jura de Santa Gadea quedaba grabado en la historia española gracias al Tudense y al Toledano, no es menos cierto que su vigencia quedaba todavía más refrendada al adoptarlo Mariana, pues se trata de la Historia general más significativa hasta que a mediados del siglo XIX aparece publicada la de Modesto Lafuente.
Otro clérigo, Juan de Ferreras, editó en el primer tercio del siglo XVIII una Historia de España en dieciséis volúmenes. Entre los propósitos de Ferreras se encontraba corregir errores y falsedades, para lo que contaba con fuentes impresas procedentes de otros países, crónicas francesas e incluso textos árabes[18]. Pero ello no le impidió aceptar como verdadera la jura en Santa Gadea. Ferreras incide en que el responsable de la muerte de Sancho se llamaba «Bellido»; sin embargo, añade que se había «esparcido vn falso rumor, de que Bellido havia muerto à Don Sancho de orden de Don Alonso». De todos modos, se vuelve a repetir que la proclamación de Alfonso se produjo en «la Parroquial de Sancta Gadea» donde «el Cid tomò el juramento à el Rey»[19]. En efecto, Ferreras presenta una narración que continúa la línea marcada cinco siglos antes, algo que, por otro lado, es lógico, ya que el sacerdote leonés cita entre sus fuentes a «Don Rodrigo, Don Lucas y los demàs»[20], entre los que podría estar la Estoria de España o la Historia general del jesuita Mariana, ya que es habitual que en esta sucesión de textos sobre la historia de España se vayan copiando casi idénticamente lo que escriben las voces más autorizadas.
Modesto Lafuente, por su parte, muestra una actitud ambivalente en cuanto al juramento. Admite que el atrevimiento del Cid al tomar la jura había sido «un testimonio de la grandeza de su alma», pero, al mismo tiempo, advierte que la actitud del Campeador podría haber provocado la respuesta de Alfonso en relación con lo que el palentino define como «alevosía de Carrión»[21]. Lafuente hacía alusión con estas palabras a la supuesta participación del Cid en aquella batalla de Golpejera del año 1072 en la que Sancho derrotó a su hermano, coronándose así rey de León. Esto le valió al destronado un breve periodo encarcelado y, después, el destierro en la corte de al-Mamun de Toledo. La Historia Roderici no incluye a Rodrigo Díaz en ningún acto de este tipo, refiriendo: «En las batallas que el rey Sancho libró con el rey Alfonso en Llantada y Golpejera, donde le venció, Rodrigo Díaz llevó el pendón real del rey Sancho y se destacó y sobresalió entre todos los soldados de su ejército»[22].
Para Lafuente el comportamiento del Cid representaba también la arrogancia de la nobleza castellana por permitirse tomar juramento al monarca,