Junto a lo sucedido con Andrew, lo que he leído en la red negra sobre la enfermedad prohibida ha incrementado mi temor a pedir ayuda.
La red negra es la más peligrosa de las redes virtuales de la intranet, también la más explícita. En ella se encuentra información secreta que casi toda la nación desconoce. Esta red prohibida solo es accesible para aquellos que sepan burlar los sistemas de rastreo y monitoreo del Departamento Informático de la Cúpula, y para mí resulta sencillo hacerlo. Gracias a mi padre, he sido un genio informático desde que tengo uso de razón.
El castigo por navegar en la red negra consiste en cinco años y un día de prisión. ¿Qué haría conmigo el Cuerpo de Protección si descubriera que, además de navegar en la red negra, poseo la enfermedad prohibida?
La poca información que he leído sobre la enfermedad no ha sido alentadora. Por ejemplo, en un foro decía que, tras ser sometidas a la Cura, las personas dejan de ser las mismas. Ciertos rumores afirman que algunos de los enfermos prohibidos son ejecutados, y tengo la certeza de que es verdad. Saberlo me da escalofríos. No quiero morir o cambiar quien soy, solo quiero ser curado.
Y por mi bienestar, debo serlo.
Por mi vida, debo tener un hijo con Caroline.
CAPÍTULO 2
Alicia
77 DÍAS PARA LA REPRODUCCIÓN OBLIGATORIA
Me pierdo en el movimiento de alas de un ave robótica en la anchura del cielo, tan libre y despreocupada que nada excepto volar parece importarle. Yo también desearía ser como un ave errante que escapa hacia el horizonte sin ningún otro propósito más que perseguir al sol y alejarme para siempre de la jaula en la que he sido cautiva desde mi nacimiento.
No obstante, si lo pienso de una forma realista, las aves robóticas no tienen otro propósito que decorar el cielo y emular a las especies aladas que existían en el mundo antes de la Gran Guerra Bacteriológica. No pueden ir más allá de sus límites establecidos, su mundo entero es trazado por sus creadores.
En efecto, soy como un ave, pero no un ave real.
Soy un ave robótica.
—Alicia, no me estás prestando atención.
Desvío la mirada de la ventana y la dirijo a los ojos oscuros de mi madre. Ella bebe una taza de té helado con limón. Se ve tan joven que perfectamente podrían confundirme como su hermana menor. Nos parecemos mucho: ambas tenemos el cabello liso y negro, rasgos del medio oriente y la piel morena.
—Disculpa, estoy algo distraída. —Agacho la mirada y bebo un sorbo del jugo de frutos procesados que tanto me gusta.
—Siempre con la cabeza en las nubes. —Ella emite la risa falsa que la caracteriza—. Te contaba que los padres de Carlos nos invitaron a navegar en yate en las costas de Nueva Dubái el próximo fin de semana.
Navegar en Nueva Dubái es lo más aburrido entre lo aburrido. ¿Qué sentido tiene hacerlo si no podemos traspasar los pilares limítrofes y adentrarnos en los mares lejanos? El único motivo real por el que los ricos navegan es porque quieren presumir sus lujosas e inútiles embarcaciones.
—Lo sé, Carlos me lo dijo. —Regreso la mirada al cielo—. Honestamente, no tengo ganas de ir.
Los padres de Carlos, el señor y la señora Scott, han sido buenos conmigo desde que me conocieron. Hemos sido vecinos de toda la vida en Athenia, una de las tantas villas ubicadas en las afueras de Libertad. Carlos y yo nos aproximamos cuando ambos teníamos diez años, desde entonces hemos sido inseparables. Iniciamos como amigos, nos convertimos en novios y pronto seremos un distinguido matrimonio.
Los Scott son una de las familias más adineradas y poderosas de todo Arkos. Abraham Scott, padre de Carlos, forma parte de la poliarquía que lidera nuestro país. Es el más importante de los gobernadores. Cassandra Scott, esposa del gobernador y madre de Carlos, es la directora del Departamento de Reproducción del Hospital General de Libertad.
El gobierno obliga a los habitantes a tener dos hijos en vida, a menos que paguemos una cantidad de dinero millonaria para eximirnos de la segunda ronda de reproducciones obligatorias. Los Scott decidieron concebir tan solo a Carlos, debido a que la señora Cassandra estaba demasiado dedicada a su carrera profesional como para ser madre por segunda vez. Tener un único hijo es un privilegio que solo los más adinerados pueden ostentar.
Mientras que la situación económica de los Scott es envidiable, la de mi familia pende de un hilo al borde del rompimiento. Mi padre, Oliver Robles, es el dueño de AutoMax, una destacada empresa de automóviles ecológicos y sustentables. Debido al lanzamiento de SkyBus, corporación especializada en vehículos aéreos de alta gama e innovación, nuestra empresa familiar está yendo a la quiebra. Si aún no ha quebrado, ha sido gracias a la generosa cooperación del gobernador Scott y a la estrecha relación de nuestras familias.
A pesar de la aprobación de la familia Scott y de la necesidad de la mía por resurgir, no quiero ser la madre de los hijos de Carlos.
No quiero ser madre de los hijos de nadie.
—Debemos estar ahí, te guste o no. —Mamá me mira con la misma expresión severa de siempre—. Nuestra situación es demasiado inestable en estos momentos; necesitamos más que nunca de los Scott. No permitiré que nuestra familia pierda su estatus social. ¿Te imaginas lo difícil que sería vender esta casa, abandonar Athenia y mudarnos a un barrio de la ciudad? El solo hecho de pensarlo me pone los pelos de punta.
—Lo has repetido cientos de veces —espeto—. ¿Podrías por una vez en tu vida hablar de algo que no sea el dinero?
Ante mi insolencia, ella decide guardar silencio. Es consciente de que tengo razón. No sabe hablar de otra cosa que no tenga que ver con el lujo y con las comodidades que ama.
Yo ya me resigné a lo que sucederá. Hace un mes, al cumplir los dieciocho años, confirmé que mi vida sería irremediablemente desdichada. Me hallo en la obligación de convertirme en madre, de ser la esposa perfecta de un futuro gobernador de la nación y la esperanza económica de toda una familia.
De no ser por la crisis financiera que atraviesa nuestra empresa, podría ser emparejada con cualquier otro hombre para la reproducción. Siendo franca, preferiría pasar la vida entera junto a un extraño que en compañía de Carlos Scott. Él es un patán, y muy pocos lo saben. Bajo la imagen de un hijo ejemplar se esconde una persona con severos problemas con las drogas y con el alcohol, alguien que se mete en líos constantemente y que engaña a su prometida. Me ha sido infiel desde hace meses. Sus vanos esfuerzos por ocultarlo y por negarlo me enfadan más que el propio acto en sí. Sé con certeza que, al igual que yo, él no quiere ser padre.
Y no tenemos otra opción.
Nadie la tiene.
Mi teléfono vibra sobre la mesa: es una llamada de Carlos. Me alejo unos cuantos metros de mamá para contestar.
—¿Carlos?
—Cariño, no podré acompañarlas para el té —dice—. Tengo algunas obligaciones que cumplir.
—¿Qué clase de obligaciones?
—Nada peligroso, no pienses mal —asegura en tono despreo-
cupado.
Asumo que trama algo malo.
—Carlos, como vayas al Sector G otra vez, haré que beses el suelo —amenazo sin una pizca de diversión en la voz, pero con miedo de que nuestra llamada sea interferida—. No olvides que tienes como novia a una experta en defensa personal.
Él ríe. En el fondo, ha de saber que mi amenaza va en serio.
Me