PRIMERA PARTE
DESTINADOS
CAPÍTULO 1
AARON
77 DÍAS PARA LA REPRODUCCIÓN OBLIGATORIA
—Aquí me tienes, Aaron. Estoy lista para cumplir nuestro destino.
Caroline aguarda impaciente por algún movimiento de mi parte. Acaba de quitarse la ropa para dejar su cuerpo al descubierto. Aunque presenciarla de tal forma debería despertar alguna especie de deseo natural en mis adentros, solo siento la misma indiferencia de siempre. No hay excitación. No hay atracción.
Nunca la ha habido.
Ella ruega con la mirada como si implorara ser tocada de una vez por todas. ¿Cómo podré complacerla sin que detecte la ausencia de placer mutuo? No puedo obligarme a desearla. Durante años me he presionado a forjar una relación amorosa con ella, a planificar un dichoso futuro a su lado y a besarla día tras día como si un verdadero impulso me llevara a hacerlo… Pero sentir deseo es algo que no puede ser forzado, porque va más allá de todo lo que soy. Simplemente no puedo. Al menos, no hasta ser curado.
Decido intentarlo de todas formas. Me acerco a Caroline con nerviosismo y ella me dirige una mirada penetrante mientras muerde sus labios en un absurdo y casi gracioso intento de lucir sensual.
Aún nada.
Junto mis labios a los suyos y le acaricio el dorso de arriba abajo; primero con suavidad, luego con agresividad… nada. Me muevo en completa voluntad, ninguna necesidad corpórea me incentiva.
Y ella parece caer en cuenta de mi incomodidad.
—¿Qué te sucede? —Se aparta y escruta mi rostro—. ¿Todo bien?
—Lo siento, estoy un poco nervioso. Ya sabes, es mi primera vez.
—También la mía… pero vamos, tenemos que hacerlo. Solo relájate y déjate llevar.
Me niego a rendirme. Vuelvo a besarla como si mi vida dependiera de ello. Caroline desabrocha mi pantalón con agilidad y decisión, lo que no deja de impresionarme. Nunca creí que sería ella quien tomara la iniciativa de forma tan apresurada y confiada.
¿Es en realidad su primera vez también?
Me quita la playera. Besa mis hombros, mis clavículas y mi cuello. De pronto, ella revuelve mi cabello con sus manos y en mi mente aparece un recuerdo fugaz de Carlos, el novio de Alicia y uno de mis más grandes amigos. Siento la súbita obligación de detenerme.
—Perdóname, no puedo hacerlo. —Llevo las manos a la cabeza y me alejo un par de metros.
—¿Cuál es tu problema? —Caroline me enfrenta con disgusto—. ¿No quieres reproducirte conmigo? Aaron, somos novios. ¡Es nuestro maldito deber!
—Por supuesto que quiero, es solo que aún no estoy listo.
—La reproducción sexual obligatoria será en menos de tres meses —recuerda ella—. Te estoy dando la oportunidad de procrear sin necesidad de recurrir al procedimiento obligatorio. ¿Por qué no quieres intentarlo?
«Porque no siento nada por ti», me gustaría confesarle.
«Porque nunca he sentido algo por una mujer».
«Y la razón más importante de todas: porque tengo la enfermedad prohibida».
—Solo esperemos el gran día —imploro—. Prometimos que lo haríamos de ese modo.
—Cariño, estoy desesperada. Ya me cansé de esperar.
—Pronto te daré el amor que mereces. —Toco su mejilla y la acaricio con suavidad, bastante incómodo por su mirada recelosa.
—Como quieras —espeta, más triste que enfadada.
Su rostro melancólico me parte el corazón. Desearía que las cosas fueran diferentes para ambos.
Nos vestimos en completo silencio antes de abandonar la habitación para dirigimos a la estancia. Los padres de Caroline no se hallan en casa; ambos se encuentran en sus respectivos puestos de trabajo en el centro de la ciudad.
Siento que no sería correcto dejar a mi novia a solas después de aquel desastroso momento de intimidad fallida, pero lo único que quiero hacer es huir de aquí y perderme en las abrumadoras e inmensas calles de Libertad.
Necesito pensar. Tengo mucho en lo que pensar.
Tal como dijo Caroline, la reproducción sexual obligatoria organizada por la Cúpula tendrá lugar en solo dos meses y medio.
La edad mínima aceptable para la concepción en nuestro país es de quince años. Si para los dieciocho no hemos procreado, somos sometidos a la reproducción obligatoria de manera irrenunciable.
Para la procreación necesitamos una pareja, la que debemos registrar meses antes del día de las reproducciones. Caroline y yo estamos registrados y emparejados. Por ley, nos vemos obligados a tener un hijo y a casarnos en la semana posterior a la concepción. De no contar con una pareja para el gran día, un software inteligente empareja a los jóvenes disponibles mediante un eficaz análisis de compatibilidad fisiológica y psicológica.
Cada año se escoge un día entre junio y julio para las reproducciones sexuales. Si cumplimos los dieciocho años antes de la fecha escogida, quedamos inscritos de forma automática para la ronda anual correspondiente.
Yo cumplí dieciocho años hace un mes. Pronto el mundo sabrá que tengo la enfermedad prohibida y tendré que someterme a la Cura.
El día de la reproducción obligatoria, los médicos descubrirán que soy portador. Lo más probable es que seré sometido a la intervención curativa el mismo día, por lo que estaré listo para ser padre de inmediato. Podré sentir deseo por Caroline. Podremos ser felices.
Me aterra imaginar lo que pensarán mis amigos y mis familiares cuando se enteren de que oculté la enfermedad por tanto tiempo. Mis padres estarán furiosos, sobre todo dolidos. Aunque la enfermedad haya sido extinguida por completo de mi cuerpo, mis amigos y allegados seguirán sintiendo asco por mí.
Caroline, por su parte, no perdonará mis mentiras con facilidad, aunque sé que existe la posibilidad de que lo haga con el paso del tiempo. Ella me ama con absoluta honestidad. Confío en que me apoyará a pesar de todo.
De haber confesado mi enfermedad cuando recién comencé a sentirla en mis adentros, hoy estaría curado. Ya tendría un hijo con Caroline y no habría necesidad de ser sometidos a la primera ronda de reproducciones sexuales. Habríamos de esperar por la segunda, que se realiza a los treinta años.
El miedo me acobardó. Motivó mi decisión de permitir que corriera el tiempo y que esperara que el lapso se acabara para que las circunstancias se encargasen de resolverlo todo. Ahora, debo afrontar mi error y aceptar las consecuencias.
Si nunca tuve el coraje necesario para revelar mi dolencia y acceder a la Cura fue por el temor a acabar como Andrew, mi antiguo vecino. Él, al igual que yo, padecía la enfermedad prohibida. Se supone que no debía saberlo, pero lo descubrí y lo he callado hasta el presente.
Recuerdo cuando llegaron a buscarlo. Yo tenía catorce años y comenzaba a sentir los primeros síntomas de la enfermedad: pensamientos indebidos sobre otros hombres, secreciones provocadas por fantasías prohibidas e inestabilidad que estaba lejos de ser normal. Tenía la edad apropiada para darme cuenta de que algo estaba mal en mí y para saber la peligrosa razón por la que Andrew y su mejor amigo Ben pasaban tanto tiempo a solas. La misma razón por la que el Cuerpo de Protección fue por ellos hace cuatro años.
Yo no tenía permitido acercarme a la ventana y espiar qué pasaba en la casa de enfrente. Los ciudadanos somos obligados a fingir