La realización de una promesa falsa de repago, por tanto, no cumple con la “Fórmula de la Ley Universal”, por lo que no puede ser objeto de un imperativo categórico (Korsgaard, 1996, p. 92).
La “Fórmula de la Ley Universal” tiene la función de asegurar, mediante la aplicación de un proceso de reflexión abstracto, que los deberes no sean contingentes, variables; sino más bien absolutos, constantes y, por tanto, valiosos por sí mismos. Esa fórmula, empero, no proporciona criterio sustantivo alguno que, a priori, defina el sentido que ha de tener cada posible acción. En otras palabras, esa fórmula no proporciona criterio sustantivo alguno que, a priori, requiera que la acción X presente la cualidad Y para poseer valor moral (al margen de que el fin deseado con tal acción pueda ser obtenido siempre).
¿Existe un criterio sustantivo que defina el sentido que ha de tener cada acción posible?
Kant responde que sí:
“Suponiendo que hubiese algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que como fin en sí mismo pudiera ser un fundamento de leyes bien definidas, ahí es donde únicamente se hallaría el fundamento de un posible imperativo categórico (…) Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en general todo ser racional existe como un fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad, sino tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo como en las dirigidas hacia otros seres racionales el hombre ha de ser considerado siempre al mismo tiempo como un fin”
(Kant, 1785, 2016, p. 137).
Esta declaración sobre la naturaleza (racional) de la persona, conduce a Kant a concluir que los imperativos categóricos requieren cumplir una condición adicional:
“Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un simple medio”
(Kant, 1785, 2016, p. 139).
Nace, de esta manera, la “Fórmula de la Humanidad”.
La “Fórmula de la Humanidad” (también denominada “Fórmula del Fin en Sí Mismo”) contiene dos preceptos diferentes, pero complementarios. Primero: “siempre tratar a las personas como fines en sí mismos”. Segundo: “nunca tratar a las personas como si fuesen simples medios (para obtener algo)”.
El primer precepto exige reconocer la autonomía de cada persona. Captura la idea de que cada persona tiene una prerrogativa natural y exclusiva: definir las finalidades que desea alcanzar. Toda acción que afecte a una persona ha de ser, por lo tanto, consecuente con una finalidad que racionalmente resulte aceptable para esa persona. En tal sentido, si B realiza una acción que afecta a C para obtener una finalidad que racionalmente no resulte aceptable para C, entonces B viola este precepto, pues no trata a C como “fin en sí mismo” (O’Neill, 1989, p. 113; Markovits, 2004, p. 1425).
El segundo precepto prohíbe afectar la dignidad de cada persona. Captura la idea de que, a diferencia de las cosas, ninguna persona está “disponible” para las demás. Cada persona posee inteligencia y voluntad. En base a estos atributos, cada persona forma su propia visión acerca del mundo; las demás han de respetar esa visión. Toda acción que afecte a una persona ha de ser, por lo tanto, realizada con el consentimiento de esa persona. En tal sentido, si B realiza una acción que afecta a C en base a una decisión que racionalmente no resulte aceptable para C, entonces B viola este precepto, pues trata a C como “simple medio” (O’Neill, 1989, p. 113; Markovits, 2004,
p. 1425).
Utilicemos, nuevamente, el ejemplo propuesto por Kant, a fin de entender cómo operan los preceptos de la “Fórmula de la Humanidad”. En el ejemplo indicado C otorga un préstamo de $100 a B porque confía en la promesa (falsa) de repago. El instinto moral permite ensayar una conclusión: la acción realizada por B es moralmente condenable. La “Fórmula de la Humanidad” permite confirmar tal conclusión.
En efecto, la acción de B es inmoral porque no es racionalmente posible que C comparta la finalidad perseguida por B: apropiarse de $100 (violación del primer precepto). Por otro lado, la acción de B es inmoral porque no es racionalmente posible que C se encuentre de acuerdo con la decisión adoptada por B: obtener el préstamo en base a una promesa falsa de repago (violación del segundo precepto).
La “Fórmula de la Humanidad”, ciertamente, no impide obtener beneficios de las demás personas. Todos los días millones de personas se benefician de los alimentos producidos por otras personas, de la vestimenta confeccionada por otras personas, de los aparatos fabricados por otras personas, etc. La fórmula en cuestión solo impide obtener beneficios de las demás personas en la medida que éstas sean tratadas únicamente como “simples medios”.
Si B compra alimentos producidos por C, B no trata a C como “simple medio” sino como “fin en sí mismo”. En efecto, C tiene la capacidad de realizar juicios racionales y, por lo tanto, de definir sus propias finalidades. Si C decide producir y vender alimentos, C ejerce su autonomía, su libre determinación. La compra efectuada por B permite que C alcance una “finalidad elegida”. Por consiguiente, la compra en cuestión supone que B trata a C como “fin en sí mismo”.
Si, en cambio, B toma directamente los alimentos antes indicados, esto es, sin la voluntad de C o en contra de la voluntad de C, C no alcanza “finalidad elegida” alguna. En este caso, por lo tanto, B trata a C como “simple medio” y no como “fin en sí mismo”.
Con el reconocimiento de que cada persona posee, por el hecho de existir, los atributos de autonomía y dignidad, Kant coloca las bases conceptuales que le permiten rechazar la idea de que la moral procede de una fuente heterónoma.
En efecto, la idea de que cada persona debe observar preceptos morales establecidos por una fuente diferente e independiente de su propia voluntad, resulta radicalmente incompatible con el principio que reconoce que cada persona es un “fin en sí mismo”.
Imponer a una persona preceptos de fuente heterónoma supone desconocer su juicio, su razón, su voluntad; supone inequívocamente tratar a esa persona como “simple medio” y no como “fin en sí mismo”.
Por eso, reprochando los enfoques del pasado sobre la moral, Kant declara:
“No resulta sorprendente que, si echamos una mirada retrospectiva hacia todos los esfuerzos emprendidos desde siempre para descubrir el principio de la moralidad, veamos por qué todos ellos han fracasado en su conjunto. Se veía al hombre vinculado a la ley a través de su deber pero a nadie se le ocurrió que se hallaba sometido solo a su propia y sin embargo universal legislación, que solo está obligado a obrar en conformidad con su propia voluntad, si bien ésta legisla universalmente según el fin de la naturaleza”
(Kant, 1785, 2016, p. 145).
La única forma de que el principio que reconoce que cada persona constituye un “fin en sí mismo” tenga la condición de imperativo categórico supone abrazar la siguiente conclusión: los preceptos morales solo pueden emanar de la voluntad racional de cada persona.
Por tal razón Kant declara:
“La moralidad consiste, pues, en la relación de cualquier acción con la única legislación por medio de la cual es posible un reino de los fines. Esta legislación tiene que poder ser encontrada en todo ser racional y tiene que poder emanar de su voluntad (…)”
(Kant, 1785, 2016, p. 147).
“La autonomía de la voluntad es aquella modalidad de la voluntad por la que ella es una ley para sí misma (independientemente de cualquier modalidad de los objetos del querer). El principio de autonomía es por lo tanto éste: no elegir