6) Las identidades colectivas no tienen necesariamente por efecto la despersonalización y la uniformización de los comportamientos individuales (salvo en el caso de las llamadas “instituciones totales”, como un monasterio o una institución carcelaria). (47)
La identidad como persistencia en el tiempo
Otra característica fundamental de la identidad, personal o colectiva, es su capacidad para perdurar, aunque sea imaginariamente, en el tiempo y en el espacio. Es decir, la identidad implica la percepción de ser idéntico a sí mismo a través del tiempo, del espacio, y la diversidad de las situaciones. Si anteriormente la identidad se nos aparecía como distinguibilidad y diferencia, ahora se nos presenta (tautológicamente) como igualdad o coincidencia consigo mismo. De aquí derivan la relativa estabilidad y consistencia que suelen asociarse con la identidad, así como también la atribución de responsibilidad a los actores sociales y la relativa previsibilidad de los comportamientos. (48)
También esta dimensión de la identidad remite a un contexto de interacción. En efecto, “también los otros esperan de nosotros que seamos estables y constantes en la identidad que manifestamos; que nos mantengamos conformes a la imagen que proyectamos habitualmente de nosotros mismos (de aquí el valor peyorativo asociado a calificativos tales como inconstante, versátil, cambiadizo, inconsistente, ‘camaleón’, etcétera); y los otros están siempre listos para ‘llamarnos al orden’, para comprometernos a respetar nuestra identidad”. (49)
Pero más que de permanencia, habría que hablar de continuidad en el cambio, en el sentido de que la identidad a la que nos referimos es la que corresponde a un proceso evolutivo, (50) y no a una constancia sustancial. Hemos de decir entonces que es más bien la dialéctica entre permanencia y cambio, entre continuidad y discontinuidad, la que caracteriza por igual a las identidades personales y a las colectivas. Éstas se mantienen y duran adaptándose al entorno y recomponiéndose incesantemente, sin dejar de ser las mismas. Se trata de un proceso siempre abierto y, por ende, nunca definitivo ni acabado.
Debe situarse en esta perspectiva la tesis de Fredrik Barth, según la cual la identidad se define primariamente por la continuidad de sus límites, es decir, por sus diferencias, y no tanto por el contenido cultural que en un momento determinado marca simbólicamente dichos límites o diferencias. Por lo tanto, pueden transformarse con el tiempo las características culturales de un grupo sin alterar su identidad. O, dicho en términos de George de Vos, pueden variar los “emblemas de contraste” de un grupo sin alterar su identidad. (51)
Esta tesis impide extraer conclusiones apresuradas de la observación de ciertos procesos de cambio cultural “por modernización” en las zonas fronterizas o en las áreas urbanas. Así, por ejemplo, los fenómenos de “aculturación” o de “transculturación” no implican automáticamente una “pérdida de identidad” sino sólo su recomposición adaptativa. (52) Incluso pueden provocar la reactivación de la identidad mediante procesos de exaltación regenerativa.
Pero lo dicho hasta aquí no permite dar cuenta de la percepción de transformaciones más profundas que parecen implicar una alteración cualitativa de la identidad, tanto en el plano individual como en el colectivo. Para afrontar estos casos se requiere reajustar el concepto de cambio, tomando en cuenta, por un lado, su amplitud y su grado de profundidad y, por otro, sus diferentes modalidades.
En efecto, si asumimos como criterio su amplitud y grado de profundidad, podemos concebir el cambio como un concepto genérico que comprende dos formas más específicas: la transformación y la mutación. (53) La transformación sería un proceso adaptativo y gradual que se da en la continuidad, sin afectar significativamente la estructura de un sistema, cualquiera que ésta sea. La mutación, en cambio, supondría una alteración cualitativa del sistema, es decir, el paso de una estructura a otra.
En el ámbito de la identidad personal, podrían caracterizarse como mutación los casos de “conversión” en los que una persona adquiere la convicción —al menos subjetiva— de haber cambiado profundamente, de haber experimentado una verdadera ruptura en su vida, en fin, de haberse despojado del “hombre viejo” para nacer a una nueva identidad. (54)
En cuanto a las identidades colectivas, se pueden distinguir dos modalidades básicas de alteración de una unidad identitaria: la mutación por asimilación y la mutación por diferenciación. Según Horowitz, la asimilación comporta, a su vez, dos figuras básicas: la amalgama (dos o más grupos se unen para formar un nuevo grupo con una nueva identidad), y la incorporación (un grupo asume la identidad de otro). (55) La diferenciación, por su parte, también asume dos figuras: la división (un grupo se escinde en dos o más de sus componentes) y la proliferación (uno o más grupos generan grupos adicionales diferenciados).
La fusión de diferentes grupos étnicos africanos en la época de la esclavitud para formar una sola y nueva etnia, la de los “negros”; la plena “americanización” de algunas minorías étnicas en los Estados Unidos; la división de la antigua Yugoslavia en sus componentes étnico–religiosos originarios; y la proliferación de las sectas religiosas a partir de una o más “iglesias madres”, podrían ejemplificar estas diferentes modalidades de mutación identitaria.
La identidad como valor
La mayor parte de los autores destaca otro elemento característico de la identidad: el valor (positivo o negativo) atribuido invariablemente a la misma. En efecto, “existe una difusa convergencia entre los estudiosos en la constatación de que el hecho de reconocerse una identidad étnica, por ejemplo, comporta para el sujeto la formulación de un juicio de valor, la afirmación de lo más o de lo menos, de la inferioridad o de la superioridad entre él mismo y el partner respecto del cual se reconoce como portador de una identidad distintiva”. (56)
Digamos, entonces, que la identidad se halla siempre dotada de cierto valor para el sujeto, generalmente distinto del que confiere a los demás sujetos que constituyen su contraparte en el proceso de interacción social. Y ello es así, en primer lugar, porque “aún inconscientemente, la identidad es el valor central en torno al cual cada individuo organiza su relación con el mundo y con los demás sujetos (en este sentido, el ‘sí mismo’ es necesariamente ‘egocéntrico’)”. Y en segundo lugar, “porque las mismas nociones de diferenciación, de comparación y de distinción, inherentes [...], al concepto de identidad, implican lógicamente como corolario la búsqueda de una valorización de sí mismo respecto de los demás. La valorización puede aparecer incluso como uno de los resortes fundamentales de la vida social, aspecto que E. Goffman ha puesto en claro a través de la noción de face”. (57)
Concluyamos entonces: los actores sociales individuales o colectivos tienden, en primera instancia, a valorar positivamente su identidad, lo que tiene por consecuencia estimular la autoestima, la creatividad, el orgullo de pertenencia, la solidaridad grupal, la voluntad de autonomía y la capacidad de resistencia contra la penetración excesiva de elementos exteriores. (58)
Pero en muchos otros casos se puede tener también una representación negativa de la propia identidad, sea porque ésta ha dejado de proporcionar el mínimo de ventajas y gratificaciones para poder expresarse con éxito moderado en un determinado contexto social, (59) o porque el actor social ha introyectado los estereotipos y estigmas que le atribuyen, en el curso de las “luchas simbólicas” por las clasificaciones sociales, los actores (individuos o grupos) que ocupan la posición dominante en la correlación de fuerzas materiales y simbólicas, y que, por lo mismo, se arrogan el derecho de imponer la definición “legítima” de la identidad y la “forma legítima” de las clasificaciones sociales. (60) En estos casos, la percepción negativa de la propia identidad genera frustración, desmoralización, complejo de inferioridad, insatisfacción y crisis.
La identidad y su contexto social más amplio
En cuanto construcción interactiva o realidad intersubjetiva,