Introducción
Comencemos señalando una paradoja: la aparición del concepto de identidad en las ciencias sociales es relativamente reciente, hasta el punto de resultar difícil encontrarlo entre los títulos de una bibliografía antes de 1968. Sin embargo, los elementos centrales de este concepto estaban ya presentes —en filigrana y bajo formas equivalentes— en la tradición socioantropológica desde los clásicos. (1)
¿Qué es lo que explica, entonces, su tematización explícita cada vez más frecuente en los dos últimos decenios, durante los cuales se han multiplicado exponencialmente los artículos, libros y seminarios que tratan explícitamente de identidad cultural, de identidad social o, simplemente, de identidad, tema de un seminario de Levi–Strauss entre 1974 y 1975, y de un libro clásico de Loredana Sciolla publicado en 1983?
Bajo la idea de que los nuevos objetos de estudio no nos caen del cielo, J.W. Lapierre sostiene que el tópico de la identidad se ha impuesto inicialmente a la atención de los estudiosos en ciencias sociales, por la emergencia de los movimientos sociales que han tomado por pretexto la identidad de un grupo (étnico, regional, etcétera) o de una categoría social (movimientos feministas, por ejemplo), para cuestionar una relación de dominación o reivindicar una autonomía. “En diferentes puntos del mundo, los movimientos de minorías étnicas o lingüísticas han suscitado interrogaciones e investigaciones sobre la persistencia y el desarrollo de las identidades culturales. Algunos de estos movimientos son muy antiguos (piénsese, por ejemplo, en los kurdos). Pero sólo han llegado a imponerse en el campo de la problemática de las ciencias sociales en cierto momento de su dinamismo que coincide, por cierto, con la crisis del Estado–Nación y de su soberanía atacada simultáneamente desde arriba (el poder de las firmas multinacionales y la dominación hegemónica de las grandes potencias) y desde abajo (las reivindicaciones regionalistas y los particularismos culturales)”. (2)
Las nuevas problemáticas últimamente introducidas por la dialéctica entre globalización y neolocalismos, por la transnacionalización de las franjas fronterizas y, sobre todo, por los grandes flujos migratorios que han terminado por trasplantar el “mundo subdesarrollado” en el corazón de las “naciones desarrolladas”, lejos de haber cancelado o desplazado el paradigma de la identidad, parecen haber contribuido más bien a reforzar su pertinencia y operacionalidad como instrumento de análisis teórico y empírico.
A continuación nos proponemos un objetivo limitado y preciso: reconstruir, mediante un ensayo de homologación y síntesis, los lineamientos centrales de la teoría de la identidad, a partir de los desarrollos parciales y desiguales de esta teoría esencialmente interdisciplinaria en las diferentes disciplinas sociales, particularmente en la sociología, la antropología y la psicología social. Creemos que de este modo se puede sortear, al menos parcialmente, la anarquía reinante en cuanto a los usos del término “identidad”, así como el caos terminológico que habitualmente le sirve de cortejo.
La identidad como distinguibilidad
Nuestra propuesta inicial es situar la problemática de la identidad en la intersección de una teoría de la cultura y de una teoría de los actores sociales (“agency”). O más precisamente, concebir la identidad como elemento de una teoría de la cultura distintivamente internalizada como “habitus” (3) o como “representaciones sociales” (4) por los actores sociales, sean éstos individuales o colectivos. De este modo, la identidad no sería más que el lado subjetivo de la cultura considerada bajo el ángulo de su función distintiva.
Por eso, la vía más expedita para adentrarse en la problemática de la identidad, quizás sea la que parte de la idea misma de distinguibilidad.
En efecto, la identidad se atribuye siempre en primera instancia a una unidad distinguible, cualquiera que ésta sea (una roca, un árbol, un individuo o un grupo social). “En la teoría filosófica —dice D. Heinrich— la identidad es un predicado que tiene una función particular; por medio de él una cosa u objeto particular se distingue como tal de las demás de su misma especie”. (5)
Ahora bien, debemos de advertir inmediatamente una diferencia capital entre distinguibilidad de las cosas y la distinguibilidad de las personas. Las cosas sólo pueden ser distinguidas, definidas, categorizadas y nombradas a partir de rasgos objetivos observables desde el punto de vista del observador externo: el de la tercera persona. Tratándose de personas, en cambio, la posibilidad de distinguirse de los demás también debe de ser reconocida por los demás, en contextos de interacción y comunicación, lo cual requiere una “intersubjetividad lingüística” que moviliza tanto la primera persona (el hablante) como la segunda (el interpelado, el interlocutor). (6)
Dicho de otro modo, las personas no sólo están investidas de una identidad numérica, como las cosas, sino también, como se verá enseguida, de una identidad cualitativa que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los procesos de interacción y comunicación social. (7)
En suma, no basta que las personas se perciban como distintas bajo algún aspecto. También tienen que ser percibidas y reconocidas como tales. Toda identidad (individual o colectiva) requiere la sanción del reconocimiento social para existir social y públicamente. (8)
Una tipología elemental
Situándose en esta perspectiva de polaridad entre autorreconocimiento y heterorreconocimiento, a su vez articulada según la doble dimensión de la identificación (capacidad del actor de afirmar la propia continuidad y permanencia y de hacerlas reconocer por otros) y de la afirmación de la diferencia (capacidad de distinguirse de otros y de lograr el reconocimiento de esta diferencia), Alberto Melucci (9) elabora una tipología elemental que distingue analíticamente cuatro posibles configuraciones identitarias: 1) identidades segregadas, cuando el actor se identifica y afirma su diferencia independientemente de todo reconocimiento por parte de otros; (10) 2) identidades heterodirigidas, cuando el actor es identificado y reconocido como diferente por los demás, pero él mismo posee una débil capacidad de reconocimiento autónomo; (11) 3) identidades etiquetadas, cuando el actor se autoidentifica en forma autónoma, aunque su diversidad ha sido fijada por otros; (12) 4) identidades desviantes, en cuyo caso “existe una adhesión completa a las normas y modelos de comportamiento que proceden de afuera, de los demás; pero la imposibilidad de ponerlas en práctica nos induce a rechazarlos mediante la exasperación de nuestra diversidad”. (13)
Esta tipología de Melucci reviste gran interés, no tanto por su relevancia empírica sino porque ilustra cómo la identidad de un determinado actor social resulta, en un momento dado, de una especie de transacción entre auto y heterorreconocimiento. La identidad concreta se manifiesta, entonces, bajo configuraciones que varían según la presencia y la intensidad de los polos constituyentes. De aquí se infiere que, propiamente hablando, la identidad no es una esencia, atributo o propiedad intrínseca del sujeto, sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional. Es la autopercepción de un sujeto en relación con los otros; a lo que corresponde, a su vez, el reconocimiento y “aprobación” de los otros sujetos. En suma, la identidad de un actor social emerge y se afirma sólo en la confrontación con otras identidades en el proceso de interacción social, la cual frecuentemente implica relación desigual y, por ende, luchas y contradicciones.
Una distinguibilidad cualitativa
Dejamos dicho que la identidad de las personas implica una distinguibilidad cualitativa (y no sólo numérica) que se revela, se afirma y se reconoce en los contextos pertinentes de interacción y comunicación social. Ahora bien, la idea misma de “distinguibilidad” supone la presencia de elementos, marcas, características o rasgos distintivos que definan de algún modo la especificidad, la unicidad o la no sustituibilidad de la unidad considerada. ¿Cuáles son esos elementos diferenciadores o diacríticos en el caso de la identidad de las personas?
Las investigaciones realizadas hasta ahora destacan tres series de elementos: 1) la pertenencia a una pluralidad de colectivos (categorías, grupos, redes y grandes colectividades); 2) la