En el proceso de intercambio interpersonal, mi contraparte puede reconocer y apreciar en diferentes grados mi “narrativa personal”. Incluso puede reinterpretarla y hasta rechazarla y condenarla. Pues como dice Pizzorno, “en mayor medida que las identidades asignadas por el sistema de roles o por algún tipo de colectividad, la identidad biográfica es múltiple y variable. Cada uno de los que dicen conocerme selecciona diferentes eventos de mi biografía. Muchas veces son eventos que nunca ocurrieron. E incluso cuando han sido verdaderos, su relevancia puede ser evaluada de diferentes maneras, hasta el punto de que los reconocimientos que a partir de allí se me brindan pueden llegar a ser irreconocibles para mí mismo”. (35)
En esta especie de transacción entre mi autonarrativa personal y el reconocimiento de la misma por parte de mis interlocutores, sigue desempeñando un papel importante el filtro de las representaciones sociales, por ejemplo, la “ilusión biográfica”, que consiste en atribuir coherencia y orientación intencional a la propia vida “según el postulado del sentido de la existencia narrada (e implícitamente de toda existencia)”; (36) la autocensura espontánea de las experiencias dolorosas y traumatizantes; y la propensión a hacer coincidir el relato con las normas de la moral corriente, es decir, con un conjunto de reglas y de imperativos generadores de sanciones y censuras específicas. (37) “Producir una historia de vida, tratar la vida como una historia, es decir, como el relato coherente de una secuencia significante y orientada de acontecimientos, equivale posiblemente a ceder a una ilusión retórica, a una representación común de la existencia a la que toda una tradición literaria no ha dejado y no deja de reforzar”. (38)
¿Y las identidades colectivas?
Hasta aquí hemos considerado la identidad principalmente desde el punto de vista de las personas individuales, y la hemos definido como una distinguibilidad cualitativa y específica basada en tres series de factores discriminantes: una red de pertenencias sociales (identidad de pertenencia, identidad categorial o identidad de rol); una serie de atributos (identidad caracterológica); y una narrativa personal (identidad biográfica). Hemos visto cómo en todos los casos las representaciones sociales desempeñan un papel estratégico y definitorio, por lo que podríamos definir también la identidad personal como la representación —intersubjetivamente reconocida y “sancionada”— que tienen las personas de sus círculos de pertenencia, de sus atributos personales y de su biografía irrepetible e incanjeable.
¿Pero podemos hablar también, en sentido propio, de identidades colectivas? Este concepto parece presentar de entrada cierta dificultad derivada de la famosa aporía sociológica que consiste en la tendencia a hipostasiar los colectivos. Por eso algunos autores sostienen abiertamente que el concepto de identidad sólo puede concebirse como atributo de un sujeto individual. Así, según P. Berger, “no es aconsejable hablar de ‘identidad colectiva’ a causa del peligro de hipostatización falsa (o reificadora)”. (39)
Sin embargo, se puede hablar en sentido propio de identidades colectivas si es posible concebir actores colectivos propiamente dichos, sin necesidad de hipostasiarlos ni de considerarlos como entidades independientes de los individuos que los constituyen. Tales son los grupos (organizados o no) y las colectividades en el sentido de Merton. Dichos grupos (minorías étnicas o raciales, movimientos sociales, partidos políticos y asociaciones varias) y colectividades (v. gr., una nación) no pueden considerarse como simples agregados de individuos (en cuyo caso la identidad colectiva sería también un simple agregado de identidades individuales), pero tampoco como entidades abusivamente personificadas trascendentes a los individuos que los constituyen (lo cual implicaría la hipostatización de la identidad colectiva).
Se trata más bien de entidades relacionales presentadas como totalidades diferentes de los individuos que las componen y que, en cuanto tales, obedecen a procesos y mecanismos específicos. (40) Dichas entidades relacionales están constituidas por individuos vinculados entre sí por un sentimiento común de pertenencia, lo que implica, como se ha visto, compartir un núcleo de símbolos y representaciones sociales y, por lo mismo, una orientación común a la acción. Además, se comportan como verdaderos actores colectivos capaces de pensar, hablar y operar a través de sus miembros o de sus representantes según el conocido mecanismo de la delegación (real o supuesta). (41)
En efecto, un individuo determinado puede interactuar con otros en nombre propio, sobre bases idiosincráticas, o también en cuanto miembro o representante de uno de sus grupos de pertenencia. “La identidad colectiva —dice Pizzorno— es la que me permite conferir significado a una determinada acción en cuanto realizada por un francés, un árabe, un pentecostal, un socialista, un fanático del Liverpool, un fan de Madonna, un miembro del clan de los Corleone, un ecologista, un kwakintl, u otros. Un socialista puede ser también cartero o hijo de un amigo mío, pero algunas de sus acciones sólo las puedo comprender porque es socialista”. (42)
Con excepción de los rasgos propiamente psicológicos o de personalidad atribuibles exclusivamente al sujeto–persona, los elementos centrales de la identidad (capacidad de distinguirse y ser distinguido de otros grupos, definir los propios límites, generar símbolos y representaciones sociales específicos y distintivos, configurar y reconfigurar el pasado del grupo como una memoria colectiva compartida por sus miembros, paralela a la memoria biográfica constitutiva de las identidades individuales); e incluso de reconocer ciertos atributos como propios y característicos, también pueden aplicarse perfectamente al sujeto–grupo o, si se prefiere, al sujeto–actor colectivo.
Por lo demás, conviene resaltar la relación dialéctica existente entre identidad personal e identidad colectiva. En general, la identidad colectiva debe concebirse como una zona de la identidad personal, si es verdad que ésta se define en primer lugar por las relaciones de pertenencia a múltiples colectivos ya dotados de identidad propia en virtud de un núcleo distintivo de representaciones sociales, como serían, por ejemplo, la ideología y el programa de un partido político determinado. No dice otra cosa Carlos Barbé en el siguiente texto: “Las representaciones sociales referentes a las identidades de clase, por ejemplo, se dan dentro de la psique de cada individuo. Tal es la lógica de las representaciones y, por lo tanto, de las identidades por ellas formadas”. (43)
No está por demás, finalmente, enumerar algunas proposiciones axiomáticas en torno a las identidades colectivas, con el objeto de prevenir malentendidos.
1) Sus condiciones sociales de posibilidad corresponden a las que condicionan la formación de todo grupo social: la proximidad de los agentes individuales en el espacio social. (44)
2) La formación de las identidades colectivas no implica en absoluto que éstas se hallen vinculadas a la existencia de un grupo organizado.
3) Existe una “distinción inadecuada” entre agentes colectivos e identidades colectivas, en la medida en que éstas sólo constituyen la dimensión subjetiva de los primeros y no su expresión exhaustiva. Por lo tanto, la identidad colectiva no es sinónimo de actor social.
4) No todos los actores de una acción colectiva comparten unívocamente y en el mismo grado las representaciones sociales que definen subjetivamente la identidad colectiva de su grupo de pertenencia. (45)