Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal de Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales aplicables.
ISBN 978-607-8768-26-4 ITESO
ISBN 978-607-417-789-3 Universidad Iberoamericana
ISBN 978-607-8587-31-5 Universidad Iberoamericana Puebla
ISBN 978-607-571-161-4 Universidad de Guadalajara
VI. Identidades sociales
La cultura, en sentido antropológico y sociológico, aparece siempre ligada a la identidad social en la medida en que ésta resulta de la interiorización distintiva y contrastante de la misma por los actores sociales, según el axioma, “no hay cultura sin sujeto ni sujeto sin cultura”. En este sentido, la identidad no es más que el lado subjetivo de la cultura y se constituye en virtud de un juego dialéctico permanente entre autoafirmación (de lo mismo y de lo propio) en y por la diferencia.
Como el punto de referencia obligado de toda teoría de la identidad social será siempre la identidad individual que constituye, por así decirlo, su paradigma y su “analogado principal”, no está por demás iniciar esta sección con una breve reflexión sobre este tema, como la presentada por Edgar Morin (“Ficha de identidad individual”).
A continuación, Gilberto Giménez expone, en forma compendiada y sistemática, los principales parámetros teóricos del concepto de identidad, generalmente dispersos en las diferentes ciencias sociales con desigual grado de elaboración.
Situándose exactamente sobre estos mismos parámetros teóricos (que ponen el énfasis en la diversidad de las pertenencias en la definición de la identidad), el escritor franco–libanés Amin Maalouf presenta su testimonio personal y extrae las consecuencias políticas discriminatorias, excluyentes y virtualmente “asesinas” del hecho de sobrevaluar una sola de las dimensiones —generalmente la dimensión étnica— de la propia identidad.
Siguen algunas concreciones territoriales de la identidad, como la étnica, conceptualmente esclarecida por Dimitri D’Andrea, como aquella fundada en una “consanguinidad imaginaria”, y asimismo sobre la identidad regional, brillantemente presentada por el sociólogo suizo Michel Bassand, como representación valorizada de la propia región (y el consecuente apego a la misma), de donde resultarían el sentimiento de autoestima, la solidaridad regional y la capacidad de movilización en vista del desarrollo regional.
La importante contribución de Robert Fossaert (“Las identidades”), enriquece estas perspectivas al introducir una luminosa distinción entre identidades “colectivas” (que para evitar confusiones hemos traducido por “globales” o, mejor, “englobantes”) e identidades diferenciales (que operan en el interior de las primeras), ofreciéndonos una vasta tipología histórica de estas dos formas de identidad en su permanente interrelación. Según Fossaert, por ejemplo, la “nación” sería una forma de identidad globalizante, contigua a la aparición del Estado y a las “clases industriales” modernas.
Por otra parte, Edgar Morin nos amplía la descripción de este extraño ser “antropomorfo, teomorfo y cosmomorfo” que responde, según él, a un mito sincrético “pan–tribal y pan–familiar” (“La identidad nacional como identidad mítico–real”). Como el lector podrá apreciar, Morin anticipa con toda claridad y en términos equivalentes el concepto de Nación como “comunidad imaginada”, término que ha hecho famoso a Benedict Anderson, y definición, por cierto, de la cual ya no podrá prescindir cualquier teoría de la identidad nacional.
Cierra esta sección una luminosa intervención de Guillermo Bonfil, en la cual establece claramente por primera vez la tesis de que la cultura mexicana —base de una supuesta o posible identidad nacional— está constituida en realidad por un conjunto multicultural o pluricultural cuya unidad sólo puede entenderse como “unidad de convergencia”.
Esta posición de Bonfil, presentada en un célebre debate sobre cultura e identidad nacional en México, organizado por el Instituto de Bellas Artes en 1981, resultó profética, ya que la tesis de la “condición multicultural” de México fue introducida incluso en la Constitución nacional y hoy en día goza de amplio consenso.
FICHA DE IDENTIDAD INDIVIDUAL (*)
Toda unidad compleja es al mismo tiempo una y compuesta. El Uno, aunque irreductible en tanto que Todo, no es una sustancia homogénea y comporta en sí alteridad, escisión, negatividad, diversidad y antagonismo (virtuales o actuales). (1)
La identidad del individuo comporta esa complejidad, y más todavía: es una identidad una y única, no la de un número primo, sino al mismo tiempo la de una fracción (en el ciclo de las generaciones) y la de una totalidad. Si hay unidad, es la unidad de un punto de innumerables intersecciones.
La no–identidad de la identidad individual
Un ser viviente no tiene identidad substancial, puesto que la sustancia se modifica y se transforma sin cesar: las moléculas se degradan y son reemplazadas, las células mueren y nacen dentro del organismo al que constituyen; los seres pluricelulares desarrollan numerosas metamorfosis, desde la célula huevo hasta la forma adulta, la cual sufre enseguida un proceso de envejecimiento. Por otra parte, nosotros los mamíferos, y singularmente nosotros los humanos, vivimos verdaderas discontinuidades de identidad cuando pasamos de la enemistad al deseo, del furor al éxtasis, del fastidio al amor.
Y, sin embargo, a pesar de esas modificaciones y variaciones de componentes, formas y estados, hay una cuasi–invariancia en la identidad individual.
La triple referencia. La identidad genética
La primera clave de esta invariancia es ante todo genética. El genos es generador de identidad en el sentido de que opera el retorno, el mantenimiento y la conservación de lo mismo.
En el fundamento de la identidad del individuo viviente hay, por consiguiente, una referencia a una singularidad genética, de la que procede la singularidad morfológica del ser fenoménico. Llama la atención el que toda identidad individual deba referirse en primer lugar a una identidad trans–individual, la de la especie y el linaje. El individuo más acabado, el hombre, se define a sí mismo, desde adentro, por su nombre de tribu o de familia, verdadero nombre propio al que une modestamente su nombre de pila, no exclusivamente suyo, puesto que puede o debe haber sido llevado por un pariente e ir acompañado por otros nombres de pila.
Esto nos indica que la autorreferencia individual comporta siempre una referencia genética (a la especie, al antepasado, al padre). Al llamarme hijo de fundo mi identidad asumiendo la identidad de mi (mis) padre(s) y, al mismo tiempo, mantengo, aseguro y prolongo la identidad de mi linaje, la cual no es una identidad formal y abstracta sino siempre encarnada en individuos singulares, entre ellos yo mismo.
La identidad particular
Al mismo tiempo que se define por su conformidad y su pertenencia, la identidad individual se define por referencia a su originalidad o particularidad. En efecto, en todo ser viviente, incluso el unicelular, hay una identidad particular formada por los rasgos singulares que lo diferencian de todos los demás individuos. Estas singularidades, como es sabido, se diversifican y se multiplican, convirtiéndose en anatómicas, fisiológicas, psicológicas, etcétera, entre los individuos del segundo tipo. (2)
La identidad subjetiva
Las particularidades de un individuo viviente le permiten, por cierto, reconocerse por diferencia respecto al otro, así como le permiten al otro identificarlo entre sus congéneres. Pero diferencias y particularidades sólo cobran sentido a partir del principio subjetivo de identidad.
El