En efecto, es este contexto endógenamente organizado el que permite a los sujetos administrar su identidad y sus diferencias, mantener entre sí relaciones interpersonales reguladas por un orden legítimo, interpelarse mutuamente y responder “en primera persona”, es decir, siendo ‘el mismo’ y no alguien diferente, de sus palabras y de sus actos. Y todo esto es posible porque dichos “mundos” proporcionan a los actores sociales un marco a la vez cognitivo y normativo capaz de orientar y organizar interactivamente sus actividades ordinarias. (62)
Debe postularse, por lo tanto, una relación de determinación recíproca entre la estabilidad relativa de los “contextos de interacción”, también llamados “mundos de la vida”, y la identidad de los actores que inscriben en ellos sus acciones concertadas.
¿Cuáles son los límites de estos “contextos de interacción” que sirven de entorno o “ambiente” a las identidades sociales? Son variables según la escala considerada y se tornan visibles cuando dichos contextos implican también procedimientos formales de inclusión–identificación, lo que es el caso cuando se trata de instituciones como un grupo doméstico, un centro de investigación, una empresa, una administración, una comunidad local, un Estado–Nación, etcétera. Pero en otros casos, la visibilidad de los límites constituye un problema, como cuando nos referimos a una “red” de relaciones sociales, aglomeración urbana o región.
Según el análisis fenomenológico, una de las características centrales de las sociedades llamadas “modernas” sería precisamente la pluralización de los mundos de la vida en el sentido antes definido, por oposición a la unidad y al carácter englobante de los mismos en las sociedades premodernas culturalmente integradas por un universo simbólico unitario (v. gr., una religión universalmente compartida). Tal pluralización no podría menos que acarrear consecuencias para la configuración de las identidades sociales. Por ejemplo, cuando el individuo se confronta desde la primera infancia con “mundos” de significados y definiciones de la realidad no sólo diferentes sino también contradictorios, la subjetividad ya no dispone de una base coherente y unitaria donde arraigarse y, en consecuencia, la identidad individual ya no se percibe como dato o destino sino como opción y construcción del sujeto. Por eso “la dinámica de la identidad moderna es cada vez más abierta, proclive a la conversión, exasperadamente reflexiva, múltiple y diferenciada”. (63)
Hasta aquí hemos postulado como contexto social inmediato de las identidades el “mundo de la vida” de los grupos sociales, es decir, la sociedad concebida desde la perspectiva endógena de los agentes que participan en ella.
Pero esta perspectiva es limitada y no agota todas las dimensiones posibles de la sociedad. Por eso hay que añadir de inmediato que la organización endógena de los mundos compartidos con base en las interacciones prácticas de la gente en su vida ordinaria se halla recubierta, sobre todo en las sociedades modernas, por una organización exógena que confía a instituciones especializadas (derecho, ciencia, arte, política, mass media, etcétera) la producción y el mantenimiento de contextos de interacción estables. Es decir, la sociedad es también sistema, estructura o espacio social constituido por “campos” diferenciados, en el sentido de Bourdieu. (64) Y precisamente son tales “campos” los que constituyen el contexto social exógeno y mediato de las identidades sociales.
Efectivamente, las interacciones sociales no se producen en el vacío —lo que sería una especie de abstracción psicológica— sino que se hallan “empacadas”, por así decirlo, en la estructura de relaciones objetivas entre posiciones en los diferentes campos sociales. (65) Esta estructura determina las formas que pueden revestir las interacciones simbólicas entre agentes y la representación que éstos pueden tener de la misma. (66)
Desde esta perspectiva, se puede decir que la identidad no es más que la representación de los agentes (individuos o grupos) de su posición (distintiva) en el espacio social, y de su relación con otros agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio. Por eso el conjunto de representaciones definitorias de la identidad de un determinado agente a través de las relaciones de pertenencia, nunca desborda o transgrede los límites de compatibilidad definidos por el lugar que ocupa en el espacio social. Así, por ejemplo, la identidad de un grupo campesino tradicional siempre será congruente con su posición subalterna en el campo de las clases sociales, y sus miembros se regirán por reglas implícitas como “no creerse más de lo que uno es”, “no ser pretencioso”, “darse su lugar”, “no ser iguales ni igualados”, “conservar su distancia”, etcétera. Es lo que Goffman denomina sense of one’s place que, según nosotros, deriva de la “función locativa” de la identidad.
Se puede decir, por consiguiente, que en la vida social las posiciones y las diferencias de posiciones (fundadoras de identidad), existen bajo dos formas: una forma objetiva, es decir, independiente de todo lo que los agentes puedan pensar de ellas, y una forma simbólica y subjetiva, esto es, bajo la forma de la representación que los agentes se forjan de las mismas. De hecho, las pertenencias sociales (familiares, profesionales, etcétera) y muchos de los atributos que definen una identidad revelan propiedades de posición. (67) Y la voluntad de distinción de los actores, que refleja precisamente la necesidad de poseer una identidad social, traduce en última instancia la distinción de posiciones en el espacio social.
Utilidad teórica y empírica del concepto de identidad
Llegados a este punto podríamos plantear la siguiente pregunta: ¿cuál es la utilidad teórica y empírica del concepto de identidad en sociología y, por extensión, en antropología?
No faltan autores que le atribuyen una función meramente descriptiva, útil para definir, en todo caso, un nuevo objeto de investigación sobre el fondo de la diversidad fluctuante de nuestra experiencia, pero no una función explicativa que torne más inteligible dicho objeto permitiendo formular hipótesis acerca de los problemas que se plantean a propósito del mismo. J.W. Lapierre escribía hace tiempo: “El concepto de identidad no explica nada. Más bien define un objeto, un conjunto de fenómenos sobre los cuales antropólogos y sociólogos se plantean cuestiones del tipo ‘cómo explicar y comprender que...’” (68)
Sin embargo, basta echar una ojeada a la abundante literatura generada en torno al tópico para percatarse de que el concepto en cuestión también ha sido utilizado como instrumento de explicación.
Digamos, de entrada, que la teoría de la identidad por lo menos permite entender mejor la acción y la interacción social. En efecto, esta teoría puede considerarse como una prolongación (o profundización) de la teoría de la acción, en la medida en que es la identidad la que permite a los actores ordenar sus preferencias y escoger, en consecuencia, ciertas alternativas de acción. Es lo que Loredana Sciolla denomina función selectiva de la identidad. (69) Situándose en esta misma perspectiva, A. Melucci define la identidad como “la capacidad de un actor de reconocer los efectos de su acción como propios y, por lo tanto, de atribuírselos”. (70)
En lo tocante a la interacción, hemos dicho que es el “medium” donde se forma, se mantiene y se modifica la identidad. Pero una vez constituida ésta influye, a su vez, sobre la misma, conformando expectativas y motivando comportamientos. Además, la identidad, por lo menos la identidad de rol, se actualiza o se representa en la misma interacción. (71)
La “acción comunicativa” es un caso particular de interacción. (72) Pues bien, la identidad es a la vez un prerrequisito y un componente obligado de la misma: “Comunicarse con otro implica una definición, a la vez relativa y recíproca, de la identidad de los interlocutores: se requiere ser y saberse alguien para el otro, como también