Puede decirse, sin forzar demasiado el pensamiento de Gramsci, que por esta vía la cultura determina la identidad colectiva de los actores histórico–sociales: “De ello se deduce la importancia que tiene ‘el momento cultural’ incluso en la actividad práctica (colectiva): cada acto histórico sólo puede ser cumplido por el ‘hombre colectivo’. Esto supone el logro de una unidad ‘cultural–social’, por la cual una multiplicidad de voluntades disgregadas, con heterogeneidad de fines, se sueldan con vistas a un mismo fin, sobre la base de una misma y común concepción del mundo (general y particular, transitoriamente operante, por vía emocional, o permanentemente), cuya base intelectual está tan arraigada, asimilada y vivida, que puede convertirse en pasión”. (69)
Además, no debe olvidarse que para Gramsci las ideologías “organizan” a las masas humanas, forman el terreno dentro del cual se mueven los hombres, adquieren conciencia de su posición, luchan, etcétera. (70)
Gramsci aborda los problemas de la ideología y de la cultura en función de una preocupación estratégica y política motivada en gran parte por la derrota histórica del proletariado europeo en los años veinte. De aquí la estrecha vinculación de su concepto de cultura con el de hegemonía, que representa grosso modo una modalidad de poder —capacidad de educación y de dirección— basada en el consenso cultural. Desde este punto de vista, la cultura, al igual que la ideología, se convierte en instrumento privilegiado de la hegemonía por medio de la cual una clase social logra el reconocimiento de su concepción del mundo y, en consecuencia, de su supremacía por parte de las demás clases sociales.
Esta modalidad hegemónica del poder, ausente en los esquemas leninistas, sería una característica particular de los procesos políticos europeo–occidentales, por oposición a la sociedad rusa de 1917 y, por extensión, del Oriente. “En Oriente el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil existía una justa relación y bajo el temblor del Estado se evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil”. (71) (Nótese que para Gramsci la “sociedad civil”, contrapuesta a la “sociedad política”, se identifica con la esfera ideológico–cultural).
El concepto de hegemonía le permite a Gramsci modificar en un aspecto importante el papel atribuido por Lenin a la cultura en el proceso revolucionario. En efecto, para Lenin, la “revolución cultural” sólo podía tener vigencia en la fase posrevolucionaria, después de la conquista del Estado, entendido como aparato burocrático–militar. Para Gramsci, en cambio, la tarea cultural desempeña un papel de primerísimo orden ya desde el principio, desde la fase prerrevolucionaria, como medio de conquista de la “sociedad civil” aun antes de la conquista de la “sociedad política”. “Un grupo social puede y debe ser dirigente aun antes de conquistar el poder de gobierno (y ésta es una de las condiciones principales para la misma conquista del poder); después, cuando se ejercita el poder y también cuando lo tiene fuertemente aferrado en el puño, se torna dominante, pero debe continuar siendo ‘dirigente’”. (72)
La posición de clase subalterna y/o dominante determina, según Gramsci, una gradación de niveles jerarquizados en el ámbito de la cultura, que van desde las formas más elaboradas, sistemáticas y políticamente organizadas, como las “filosofías” hegemónicas y, en menor grado, la religión, a las menos elaboradas y refinadas, como el sentido común y el folklore, que corresponden grosso modo a lo que suele denominarse “cultura popular”. Pero, en realidad, no se trata sólo de estratificación sino de una confrontación entre las concepciones oficiales y las de las clases subalternas e instrumentales que en conjunto constituyen los estratos llamados populares.
Para Gramsci la concepción del mundo y de la vida propia de estos estratos es “en gran medida implícita”, lo mismo que su oposición a la cultura oficial (“por lo general también implícita, mecánica, objetiva”). (73)
La posición de Gramsci frente a esta complejidad contradictoria de los hechos culturales es también abiertamente valorativa y políticamente selectiva, como la de Lenin. Sólo varían sus criterios de valoración, en última instancia los de la hegemonía: capacidad dirigente, fuerza crítica y aceptabilidad universal. (74) En virtud de estos criterios, Gramsci no vacila en descalificar el particularismo estrecho, el carácter heteróclito y el anacronismo de la cultura subalterna tradicional: “El sentido común es, por tanto, expresión de la concepción mitológica del mundo. Además, el sentido común [...], cae en los errores más groseros; en gran medida se halla aún en la fase de la astronomía tolemaica, no sabe establecer los nexos de causa a efecto, etcétera, es decir, que afirma como ‘objetiva’ cierta ‘subjetividad’ anacrónica, porque no sabe siquiera concebir que pueda existir una concepción subjetiva del mundo y qué puede querer significar”. (75)
Pero, a diferencia de Lenin, Gramsci matiza significativamente su posición, en principio negativa, frente a las culturas subalternas, reconociendo en ellas elementos o aspectos progresistas capaces de servir como punto de partida para una pedagogía a la vez política y cultural que encamine a los estratos populares hacia “una forma superior de cultura y de concepción del mundo”. (76) El proyecto de Gramsci no prevé la mera conservación de las subculturas folklóricas sino su transformación cualitativa (“reforma intelectual y moral”) en una gran cultura nacional–popular de contenido crítico–sistemático que llegue a adquirir “la solidez de las creencias populares”, (77) porque “las masas, en cuanto tales, sólo pueden vivir la filosofía como una fe”. (78)
Esta nueva cultura sólo puede resultar de la fusión orgánica entre intelectuales y pueblo a la luz de la filosofía de la praxis. En efecto, “la filosofía de la praxis no tiende a mantener a los ‘simples’ en su filosofía primitiva del sentido común, sino, al contrario, a conducirlos hacia una concepción superior de la vida. Se afirma la exigencia del contacto entre intelectuales y simples, no para limitar la actividad científica y mantener la unidad al bajo nivel de las masas sino para construir un bloque intelectual–moral que haga posible un progreso intelectual de masas y no sólo para pocos grupos intelectuales”. (79)
La valoración de lo nacional–popular como expresión necesaria de la hegemonía en el ámbito de la cultura constituye otro motivo de diferencia entre las concepciones de Gramsci y las de Lenin. Éste propiciaba, como queda dicho, una visión internacionalista de la cultura sobre la base del cosmopolitismo proletario.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la cultura nacional–popular propiciada por Gramsci nada tiene que ver con las formas degradadas de la cultura plebeya. “La literatura popular en sentido degradado (de tipo Sue y toda su escuela) es una degradación político–comercial de la literatura nacional–popular, cuyos modelos son precisamente los trágicos griegos y Shakespeare”. (80)
Merece especial atención la relación establecida por Gramsci entre sociedad y cultura. Esta última se halla inserta, por cierto, en un determinado “bloque histórico” que tiene por armazón la tópica estructura–superestructura. Pero el bloque histórico no supone una relación mecánica y causal entre ambos niveles sino una relación orgánica que los convierte casi en aspectos meramente analíticos de una misma realidad, de modo que puedan distinguirse sólo “didascálicamente”, esto es, por razones simplemente pedagógicas y metodológicas. En efecto, en un determinado bloque histórico “las fuerzas materiales son el contenido y las ideologías la forma”, pero esta distinción es “puramente didascálica, puesto que las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin la forma, y las ideologías serían caprichos individuales sin la fuerza material”. (81)
En algunos textos Gramsci parece incluso transgredir la conocida tópica marxista, como cuando dice que la ideología es una “concepción del mundo