—Nosotros, Antíoco, nos regimos convencidos por la Ley que Di-s nos dio y tu desprecias. Estimamos que la obediencia a nuestra Toráh es lo más valioso para un yehudí. Amamos y respetamos a nuestros padres, que nos la dieron generación tras generación de los mismos labios de ha–Shem, Barúj Hu. (4) Por eso creemos que es indigno transgredirla cualquiera que sea la circunstancia o temor.
Si nuestra Toráh no respondiera a la verdad, ¿qué daño hacemos teniéndola por divina para nosotros por las razones que nos asisten? ¿Es lícito para un rey obligar a sus súbditos a renunciar a su criterio sobre la piedad y a una fe que es respetuosa hacia los demás? (5)
No pienses que el comer algo impuro constituye una falta pequeña. En ello nos va la vida porque educamos a nuestros hijos en el cumplimiento de la Toráh de manera que quien la quebranta en lo pequeño, la quebranta en lo grande, y en ambos casos es despreciada.
Tú te burlas de lo que llamas “nuestra filosofía”, como si por culpa de ella viviéramos en contra del recto uso de la razón. Pero nuestra manera de vivir la fe nos inculca la templanza que tanto nos ayuda a vencer todos los placeres y deseos que encadenan al hombre. Por mor de esta sagrada lucha, podemos llevar una convivencia tranquila y en comunidad como verdaderos hermanos. Además de procurarnos ese bien, la lucha contra nuestras pasiones humanas nos ejercita en la fortaleza para que soportemos el dolor cuando somos ofendidos o violentados. También nos educa en la justicia, para que en todas nuestras disposiciones de ánimo actuemos con equidad. Asimismo, nos instruye en la verdad y la rectitud para que amemos a ha– Shem, el único y verdadero Di–s, alabado sea. No comemos nada impuro porque la Toráh ha sido establecida por el Creador del mundo. Él conoce nuestras necesidades y limitaciones y tiene en cuenta nuestra naturaleza.
Desde nuestros antiguos padres, sabemos que nos ha mandado comer lo que nos conviene, así como procurar el bien de nuestro espíritu. Por eso nos ha mostrado la prohibición de comer ciertos alimentos. Es un abuso que nos fuerces a transgredir la Toráh para, después, burlarte de nosotros una vez comamos lo que tanto aborrecemos.
En nuestro Pueblo somos libres y nos cuidamos de juzgar al prójimo porque solo ha–Shem juzga. Así pues, cada uno hará lo que en su conciencia sienta y cuanto su resistencia al dolor le permita soportar la injusta acción que irremediablemente vas a llevar a cabo contra inocentes. Pero yo no violaré los sagrados juramentos de observar la Toráh que mis antepasados hicieron. Aunque me saques los ojos y me abrases las entrañas no lo conseguirías. No renegaré tampoco de mi venerable sacerdocio como otros sí han hecho y no abandonaré toda una vida consagrada a la Toráh. Ha-Shem me recibirá puro. No temo a tus coacciones de padecimiento y de muerte. Soy anciano pero mi razón es fuerte y joven como mi espíritu, el cual nuestro Di–s riega y fortalece cada día. Te imploro piedad para mi Pueblo, pues así podrás ser perdonado por Él, pero no la pido para mí. Prepara, pues, las ruedas del tormento, si así lo quieres, y atiza con intensidad ese fuego en el que solo destruirás mi cuerpo. Mis convicciones no vas a dominarlas ni con engaños ni por la fuerza.
Tras este discurso que emanaba piedad y justicia, se hizo un silencio aterrador. Antíoco hervía de humillación. Su enfurecimiento se reflejaba en las órbitas enrojecidas de sus ojos en contraste con la mirada del anciano que desprendía serenidad.
Sin más contemplación, ordenó con un gesto que los guardias arrastraran a El’azár al lugar de los tormentos. Le desnudaron y ataron los brazos por uno y otro lado comenzando a descargar sobre el anciano toda clase de azotes y latigazos mientras un heraldo gritaba ante él:
—¡Obedece las órdenes del rey!
Pero El’azár no cambió de actitud, más bien parecía ausente de su espantoso castigo. Con los ojos clavados en el horizonte conteniendo el dolor, fueron desgarrando sus carnes a golpe de correas. Entonces, bañado en sangre y con los costados convertidos en una llaga, su cuerpo ya cayó al suelo. Pero ni así lo dejaban. Uno de los torturadores se abalanzó sobre él y le propinó innumerables patadas en los costados gritándole que se levantase ante su rey y renegase de ese dios falso que les había vuelto locos a todos.
El´azár, sobreponiéndose al dolor y a las vejaciones, consiguió levantarse y, tras unos segundos mirando a un punto perdido en la interminable fila de corderos yehudím que iban a ser sacrificados. Entonces se volvió hacia sus verdugos con rostro tan sereno y compasivo, que tuvieron que dar dos pasos atrás ante la fuerza que se desprendía de tan noble espíritu. Jadeante, con el cuerpo desollado y trémulo, aguantó tambaleante ante la pavorida multitud. Muchos de los presentes quedaron emocionados admirando su rectitud y sorprendidos por la fortaleza y entereza de espíritu que se traslucía a pesar de su estado. Algunos de los que habían venido a ver al rey se le acercaron y le dijeron:
—El´azár, ¿por qué te destruyes absurdamente con estos sufrimientos? Déjanos ayudarte, te traeremos alimentos cocidos, solo tienes que simular probar el cerdo y te salvarás.
—Hermano —dijo él—, has renegado de tus raíces y de tu lazo sagrado con ha–Shem, por ello estás ciego, pero recuerda que no somos tan necios los hijos de Avrahám Avínu como para representar, por flaqueza de espíritu, una comedia indigna de nosotros.
Hizo una pausa, pues su estado era de muerte y luego continuó:
—He vivido para la verdad hasta la vejez y la he conservado fielmente, sería injusto que yo ahora cambiara mi actitud y me convirtiera en un modelo de falsedad e impiedad para nuestro Pueblo y en un temeroso de los hombres y no de Di–s. También tenemos nuestros deberes hacia los jóvenes, no podemos animarlos a transgredir la ley divina y empujarles a comer alimentos impuros para nosotros. Sería vergonzoso ante ha–Shem, que lográramos vivir un poco más a costa de que todos se burlasen a causa de nuestro apocamiento. En cuanto a ese tirano al que servís, bien sabéis que despreciaría aún más, si cabe, a los hijos de Avrahám si por nuestra pusilanimidad no diéramos la vida por defender nuestra Toráh.
Al verlo tan valeroso frente a los tormentos y tan inmutable en su piedad, el sayón jefe hizo señal a los esbirros para que lo condujeran a la pira que habían preparado allí cerca. Comenzaron quemándole con refinados instrumentos de tortura, luego lo empujaron hasta el fuego mientras vertían líquidos inflamables y fétidos sobre él. Entonces, abrasado ya hasta los huesos y a punto de morir, elevó los ojos a Di–s y dijo:
—¡Adonay!, muero en estos tormentos por defender la Toráh. Ten misericordia de Tu Pueblo y haz que mi sangre los purifique. Recibe mi alma como expiación por todos ellos.
Dicho esto, murió en paz. Cuantos estaban alrededor del campo de tortura, enmudecieron.
Antíoco se había ausentado para hacer sus necesidades en señal de desprecio por el martirio de El´azár.Todos esperaban que el rey se diera por satisfecho y decidiera seguir la marcha. Pero nada más lejos. Mandó entonces pasar por lo mismo a toda la comunidad fueran mujeres o niños. A uno que se le ocurrió pedirle piedad para los más pequeños pues eran inocentes y podían ser fácilmente helenizados, lo hizo llevar ante él y lo mató con sus propias manos clavándole una daga en el pecho.
En lugar de haberse calmado tras estas dos muertes, Antíoco se mostraba iracundo. Sin dar tregua, determinó que trajeran a las mejores familias primero.
Siguiendo la orden del tirano, le llevaron a una viuda con sus hijos, todos ellos jóvenes, hermosos, sencillos y nobles. Agradables en todos los aspectos. Cuando Antíoco los vio formando una especie de coro en torno a su madre, quedó afectado por la distinción y nobleza que desprendían, así que los miró con complacencia y les invitó a acercarse a su trono.
—En verdad me recordáis a los jóvenes de mi patria. Siento aprecio por un grupo tan amplio de hermanos y miro con benevolencia la belleza de cada uno de vosotros. Por ello os aconsejo que no cometáis la misma locura que el anciano cuyos restos calcinados ordenaré que sean arrojados como carroña para las alimañas del campo. Estimad mi ofrecimiento y gozad de la amistad de vuestro rey. Sabéis que está en mi mano castigar a los que rechazan mis órdenes como también favorecer