Dejaron su casa y entregaron al Pueblo los animales y todos sus bienes. Solo se llevaron un asno que cargaba con las pertenencias más básicas. Se refugiaron en el desierto y en las montañas. De esta manera, comenzaron su vida como fugitivos.
Matityáhu, hijo de Yehojanán y nieto de Shim’ón, era cohén y descendiente de Yehoyarív, originalmente de la casa de Jashmón (o Hasmón). Había nacido en Yerushaláyim, pero años atrás, se había establecido en Mod’ín. Sus cinco hijos eran: Yehojanán, Shim’ón,Yehudáh, El’azár y Yehonatán.
Como cohén y hombre piadoso, Matityáhu vivía con profundo desasosiego desde que Jasón comenzara a profanar el beit–ha–Mikdásh y después continuara Menelao la infame labor. Los tesoros recaudados gracias al esfuerzo y la fe de los yehudím eran utilizados para comprar voluntades en el entorno del rey y ganar el favor del monarca a cualquier precio. Ya durante la llevanza del Templo por Jasón se había ordenado colocar una estatua de Júpiter en el ezrát cohaním, el atrio de los sacerdotes del beit–ha–Mikdásh.
Joniyó III, ha–Cohén–ha–Gadól, pasaba largas temporadas en Antioquía en la corte. Su intención era la de mantener al rey alejado de Yerushaláyim y contribuir a rebajar el grado de anti-judaísmo que venía instalándose entre los seléucidas. Como ha–Cohén–ha–Gadól se preocupaba por que los yehudím pudieran vivir en paz. Se desvivía por procurarles tranquilidad y hacía cuanto estuviera en su mano, aunque para ello tuviera que poner en riesgo tanto su cargo como su propia seguridad. Era consciente de las consecuencias que podría acarrear que su ambicioso hermano Jasón cubriera el cargo durante sus largas partidas pues se comportaba como si ya hubiera usurpado el cargo. A fuerza de sustituir a Joniyó en la llevanza del beit–ha–Mikdásh, se encendió en Jasón un deseo apasionado de detentar esa dignidad.
Jasón terminó consiguiendo su propósito y fue nombrado ha–Cohén–ha–Gadól en detrimento de Joniyó.
Quien fuera en los momentos en que desempeñó el cargo como sustituto de Joniyó, como después en su condición de dignatario, Jasón se esforzaba siempre por que llegaran al rey muestras de su lealtad. Disfrutaba llevando a cabo actos relevantes en el beit–ha–Mikdásh y en la ciudad, de forma que cuanto trascendiera y llegara a oídos del monarca, le hiciera ver que él era su mejor y verdadero aliado para dominar a los yehudím. Tal era su oscura disposición que organizaba fiestas paganas durante los días más señalados: Yom Kipúr, Pésaj o incluso Shabbát.
Las irreverentes celebraciones, el expolio de los tesoros del beit–ha–Mikdásh que consintió, ya en tiempos de Seléuco IV, así como los asesinatos cometidos para acallar cualquier protesta contra su administración, eran parte de los mensajes de amistad que Jasón enviaba a la corte. Una vez Antíoco sucedió a Seléuco y se publicó su infame edicto contra los yehudím, se desvivió, además, por hacerlo cumplir y en señal de fidelidad, levantó, una estatua de Zeus Olímpico en el beit–ha–Mikdásh. Esta ofensa contra los yehudím era día a día fue superada por el ilegítimo Cohén–ha–Gadól Menelao que después del incidente de Mod´ín ordenaría la muerte de Matityáhu y sus hijos.
Todo ello había dejado a Matityáhu profundamente conmocionado porque muchas eran las injurias que se hacían a Di–s en la Ciudad Santa y el beit–ha–Mikdásh. Por eso, un día en el que había ido a Yerushaláyim a rezar en la Casa de Di–s, al reencontrarse con el sacrilegio cometido por el Cohén–ha–Gadól, se marchó triste y llorando de impotencia. Caminó cabizbajo por las calles hasta desembocar en la Puerta de Efrayím por la que saldría de la ciudad. Ante la extrañeza de los guardias de la muralla, se detuvo y, levantando su vista al cielo, exclamó:
—¡Qué desgracia! ¡Haber nacido para ver la ruina de mi Pueblo y de la Ciudad Santa, y tener que quedarme con los brazos cruzados mientras que ella cae en manos de sus enemigos y el beit–ha–Mikdásh queda en poder de paganos!
Aquella herida había rebrotado en su espíritu con el suceso de Mod’ín. Lo ocurrido con Matityáhu, se calificó de revuelta ante el man-do militar en Yerushaláyim. Buscando la intervención inmediata contra los rebeldes, magnificaron la tragedia elevando el número de muertos. Se advirtió de que se trataba de una banda organizada de insurrectos levantados contra el rey. La muerte del funcionario y del apóstata había sido una demostración de enemistad contra el helenismo. Los delatores consiguieron instar a las autoridades para que tomasen la mayor de las represalias contra Matityáhu y los suyos.
Pocos días después ya se había organizado una columna de soldados para ir en su persecución. Durante su búsqueda causaron muertos y destrucción en los pueblos y comunidades que cruzaban, porque querían dar un escarmiento a la población. Para ello, además, esperaban al Shabbát, porque así se aseguraban de que los yehudím no les tirarían ni una piedra, sino que preferirían morir con la conciencia limpia ante ha-Shem que era testigo de cuán injustamente les perseguían y quitaban la vida.
Como rebeldes perseguidos, cada vez que Matityáhu, sus hijos y sus amigos sabían de lo que se estaba haciendo con el Pueblo, derramaban lágrimas de amargura. Comenzaron a temer por la extinción del Pueblo de Di-s. Tuvieron que plantearse que si no luchaban contra los paganos, pronto perecerían sin que generaciones venideras pudieran conocer el santo significado de la Alianza.
Matityáhu, un cohén piadoso, necesitaba resolver un dilema de gran trascendencia para él: defender la Alianza dejándose sacrificar, o defenderla protegiendo al Pueblo, aún a costa de asumir el pecado de no respetar el Shabbát.
Para Matityáhu, las leyes no eran solo normas a seguir, sino que estaban en su corazón y eran su vida. No podía respirar, comer o descansar, si no era con la satisfacción de estar siguiendo los dictados de Su Creador. Este era su único objetivo y sentido en la vida. Gracias a ello era un yehudí útil para su Pueblo. En medio de todas las dificultades de una existencia tan difícil, marcada por las muertes, la persecución y la soledad, el fiel cumplimiento de la Toráh era su fuerza y el Shabbát constituía el núcleo de su vida. El Shabbát era el día en que se dedicaba con más devoción a su unión con ha–Shem. Sin duda era la decisión más difícil que podría tomar y todos esperaban una respuesta de su líder.
Al finalizar aquel día, Matityáhu comunicó al incipiente ejército rebelde lo que había meditado durante horas, aunque llevaba mucho tiempo sopesando sus reflexiones:
—Si alguien nos ataca en Shabbát, nos organizaremos para que algunos de nosotros defiendan a quienes están cumpliendo la Toráh y todos rezaremos por la limpieza de esos nuestros hermanos a los que les corresponda defender al Pueblo. Así pues, el enemigo nos encontrará alerta para defendernos y evitar que seamos asesinados y sacrificados como corderos según han hecho con nuestros hermanos. Ruego a ha–Shem el perdón de nuestro pecado y que solo vea nuestra entrega por Su Pueblo y la Alianza. También os digo, que sois libres de seguir o no mi decisión acerca de nuestra situación durante el Shabbát. Lo entenderemos y lo bendeciremos.
En poco tiempo se fueron uniendo hombres a su causa. También lo hizo un grupo de jasidím (devotos), israelitas valientes, todos decididos a ser fieles a la Toráh. Estos se habían escindido de otro grupo mayor, porque no creían ya en su líder y temían caer en combate inútilmente sin haber conseguido otra cosa que su propio sacrificio. También pedían su ingreso en el grupo de Matityáhu muchos que querían escapar de la situación vivida en sus poblados y ciudades, así como aquellos a los que tanto sus familias como sus bienes les habían sido arrebatados. De esta manera, fueron reforzando sus filas con un creciente número de yehudím dispuestos a defender la Alianza.
Matityáhu y sus seguidores organizaron un grupo de rebeldes apenas armado aún, pero que fue convirtiéndose en un ejército para servir y defender al Pueblo. Atacó a los paganos impíos y a los apóstatas renegados que servían a los yavaním (griegos) como cómplices y acusadores. Se consagraron a recorrer el país destruyendo los altares sacrílegos y a proteger el sagrado cumplimiento de la circuncisión de los niños hebreos. Perseguirían a sus enemigos, defenderían la Toráh y no se rendirían ante la tiranía de un rey por poderoso que fuera.
Aquel día en el que la comunidad de El’azár y la viuda Danah con