Yehudáh ha-Maccabí. Juan Pablo Aparicio Campillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Pablo Aparicio Campillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418730597
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por la Toráh de nuestros padres. Sería una vergüenza que nuestro anciano maestro hubiera soportado los dolores por causa de la piedad y sin embargo los demás retrocediéramos ante las torturas. Ya habéis visto a mis hijos, ha–Shem los tenga en Su Gloria, Bendito Él. Recordad que, si por Di–s vinisteis al mundo y gozáis de la vida, por Di–s debéis soportar cualquier dolor. También Avrahám Avínu (7) se apresuró a sacrificar a su hijo Yitsják, y éste no se asustó al ver avanzar hacia sí la mano de su padre. O el justo Daniel que fue arrojado a los leones; y Jananyáh, Azaryáh y Mishaél que fueron precipitados en un horno de fuego. Y todos lo soportaron por ha–Shem. Así que vosotros, que tenéis la misma fe, no os turbéis. Todo el que conoce la piedad tendrá ánimo para afrontar los dolores.

      La madre de los siete exhortaba con estas palabras a su comunidad y los animaba a morir antes de quebrantar el precepto. Pero como otro de los torturadores veía crecer la furia de Antíoco, a quien traducían las palabras de la mujer, se apresuró a golpearla en el estómago haciéndola caer. Antíoco había estado bebiendo, pues ni él soportaba tan sangriento y espeluznante espectáculo provocado por su soberbia y maldad.

      Con un fuerte grito, el rey mandó que la amordazaran y la expusieran desnuda ante todos. Ordenó que la atasen y la dispusieran como si fuera un perro. En esa humillante posición, mientras ella pensaba en sus siete hijos asesinados, el criminal ordenó a siete soldados que la ultrajaran sin misericordia. Pocos eran los ojos no horrorizados por este hecho cruel en extremo. Incluso los consejeros de Antíoco y los sacerdotes apartaban su mirada y le pedían al rey que detuviese tan grave atrocidad, pero no lo hizo. Un cohén del beit–ha–Mikdásh, que no soportó más el horror, se precipitó contra uno de los soldados que la violaba, lo empujó y golpeó tratando de protegerla, mirando desafiante a Antíoco, que sonreía al ver cuán falsos eran sus cortesanos. Pero poco duró el desplante, pues de inmediato el sacerdote fue acuchillado por la espalda cayendo al suelo a un costado de la mujer. El cohén vio entonces amor en los ojos de Danah a pesar de la tortura y durante ese instante comprendió la grandeza de ha–Shem que en todos sus años de sacerdocio no había aún conocido.

      —Perdóname, mujer —le dijo.

      —Que ha–Shem te bendiga en la última luz que vean tus ojos… —le contestó ella.

      En el momento en que el sacerdote expiraba, absorto en lo que nunca antes había sentido, ella era nuevamente golpeada y arrastrada por el pelo hasta la parrilla. Aguardaron los matarifes a que Antíoco diera la señal y con un gesto displicente y contrariado, ordenó que la arrojaran sobre ella. Al igual que las anteriores víctimas, Danah sollozó sin gritar. Buscó paz en ese horizonte hacia el que se extendía la larga hilera que formaban todos los miembros de la comunidad. Mientras las llamas y brasas terminaban de descarnarla, encontró su anhelado consuelo y pudo entregar su cuerpo a la muerte.

      El silencio era aterrador, solo se percibían sombras de muerte en el campo de la colina. Entonces, Antíoco ordenó acuchillar finalmente a los verdugos desobedientes y levantar el campamento para continuar camino. Pero, como último acto malvado, mandó encerrar a todos en los pocos edificios que servían como graneros y establos, ya que ellos vivían en tiendas. Los introdujeron empujándoles con las lanzas, hiriendo a muchos. También mataban a los animales que se resistían y finalmente condenaron los portones y les prendieron fuego. A continuación, incendiaron las tiendas y los huertos.

      Para cuando terminaron de prender el último de los graneros, Antíoco ya se había alejado del asentamiento, por lo que los soldados encargados de aniquilar a la población corrieron para reincorporarse a la comitiva dejando a sus espaldas sangre, dolor y maldad.

      Las llamas se extendieron rápidamente incendiando la seca vegetación y las construcciones donde habían sido encarcelados. Los yehudím apilados en su interior, comenzaban a asfixiarse y se resignaban a morir abrasados.

      CAPÍTULO II

      Matityáhu

      Poco tiempo atrás, en la ciudad de Mod’ín (1), distrito de Lod, había acaecido en ese año fatídico de 167 a. e. c., un suceso de los que se repetían por todo Yehudáh, Shomrón (Samaria) y ha–Galíl (Galilea). Ocurrió que los funcionarios del rey encargados de hacer conocer y vigilar el cumplimiento del decreto de apostasía, llegaron a esta ciudad. Iban acompañados por los guardias del beit–ha–Mikdásh enviados por el instigador Menelao, a la sazón, ha–Cohén–ha–Gadól.

      Menelao, como anteriormente había hecho Jasón, su predecesor, hacía siempre méritos para ganarse la confianza y simpatía de los seléucidas. Ordenaba frecuentes invasiones que violentaban la tranquilidad de las comunidades, con el fin de cautivar a los enviados del rey mostrándose inflexible con los contrarios al helenismo. No dudaba en obligar a los yehudím a traicionar la Alianza, y los conminaba a ingerir alimentos impuros, a levantar altares, aceptar a Júpiter como el nuevo ídolo y alzar estatuas de los dioses griegos, que debían ser adoradas en cada población. Sus mandatos eran ejecutados con encarnizamiento a fin de asegurar el éxito de sus planes al servicio del rey. Algunos israelitas renunciaron a la Alianza y apostataron por temor, pero Matityáhu BenYehojanán ha–cohén y sus cinco hijos, se negaron. Entonces los funcionarios del rey que habían llegado a su pueblo, les dijeron:

      —Tú eres una persona de autoridad, respetada e importante en esta ciudad, y tienes el apoyo de tus hijos y de tus hermanos. Acércate, pues, para ser el primero en cumplir la orden del rey. Así lo han hecho en todas las naciones y muchos en esta misma provincia, así como la gente que ha quedado en Yerushaláyim. De esta manera, tú y tus hijos formaréis parte del grupo de los amigos del rey, y seréis honrados con obsequios de oro y plata, y con muchos otros favores. De igual forma, vuestra ciudad será premiada con más construcciones que protegerán y engrandecerán vuestra condición de ciudad del Imperio.

      Matityáhu respondió con voz potente para que todos lo escucharan:

      —Pues, aunque todas las naciones que viven bajo el dominio del rey le obedezcan y renieguen de la religión de sus antepasados, y aunque acepten sus órdenes y sus envenenados regalos y reconocimientos, mis hijos, mis hermanos y yo seguiremos fieles a la Alianza que ha–Shem hizo con nuestros Padres. ¡No abandonaremos ni la Toráh ni los mandamientos! ¡No obedeceremos las órdenes del rey que injustamente vayan dirigidas a apartarnos de nuestra religión en lo más mínimo!

      Pero, apenas había terminado de hablar Matityáhu, un judío se adelantó, a la vista de todos, para ofrecer un sacrificio sobre el altar pagano que se había levantado en Mod’ín. Al verlo, Matityáhu se llenó de indignación, se estremeció interiormente y no pudo evitar correr iracundo hacia aquel renegado con quien forcejeó hasta darle muerte sobre el mismo altar pagano. El funcionario que obligaba a los yehudím a ofrecer esos sacrificios, intentó acabar con la vida de Matityáhu atacándole por la espalda. Pero Matityáhu lo había advertido y se adelantó a su agresor derribándole. El desdichado funcionario se clavó su propia daga al caer y murió casi al instante. Ante la estupefacción de los demás guardias, vasallos y funcionarios, Matityáhu destruyó finalmente el altar. Solo entonces recobró la calma y fue plenamente consciente de lo ocurrido.

      Cuando terminó, todo el Pueblo quedó sobrecogido y asustado ante las consecuencias de este acto. No sabían si explotar de alegría o correr a refugiarse por temor a la represalia que se tomaría contra ellos. Enseguida Matityáhu tomó fuerzas y se dirigió a sus vecinos exhortándoles con estas palabras:

      —¡Todo el que tenga celo por la Toráh y quiera ser fiel a la Alianza es bienvenido a nuestra familia! No temáis rebelaros contra lo injusto cuando el bien que se quiere destruir es nuestra fidelidad a ha-Shem. Yo os digo que, quien por cobardía consiente la ruptura de la Alianza, se enfrenta a algo infinitamente más terrorífico en la eternidad.

      Mientras pronunciaba esta arenga a la multitud, los enviados del rey y del Cohén–ha–Gadól, alarmados ante lo que se les venía encima, recogieron a toda prisa las mesas, registros y enseres que los acompañaban en sus viajes y huyeron cuidando de que no les persiguieran.

      Matityáhu y sus hijos se rasgaron las vestiduras, se pusieron ropas ásperas y lloraron amargamente por lo acontecido pues habían