Durante el reinado de Antíoco IV, muchos fueron los hechos que reflejaron el carácter de un monarca cuyas ansias de poder, dominación y helenización de cada rincón de su Imperio llegaron a degradar la elevada formación recibida por él en Roma durante su estancia como invitado-rehén. Sin lugar a duda, sus peores acciones se dirigieron contra los yehudím (los judíos), a quienes persiguió y ordenó asesinar sin otro motivo que la resistencia a la apostasía por parte de ese minúsculo pero indómito Pueblo del Imperio.
El proceso de asimilación que conocemos como helenización se venía produciendo de forma natural y pacífica en los pueblos conquistados. En la cultura que representaban los griegos (yavaním en hebreo), la vida presente merecía ser vivida intensamente, porque no veían en la muerte liberación ni felicidad alguna. Los griegos aristocráticos se preocupaban por la plena afirmación del individuo y el sentido de su personalidad. Hacían hincapié en la naturaleza individual del destino del ser humano y pensaban que el mayor bien del hombre era su propia valía. Sin embargo, desde tiempos remotos, el judaísmo se caracterizaba por la responsabilidad colectiva del Pueblo. Vivían convencidos de que las acciones de cada uno acarreaban consecuencias para todos. Los helenos rechazaban la mortificación de la carne y todas las formas de abnegación que restaran disfrute y satisfacción. También los yehudím apreciaban y celebraban el placer de vivir, pero siempre orientado por la Toráh (Pentateuco), al amparo de la cual obtendrían la felicidad de todos, no solo la individual. Procurar este gran bien para el mundo exigía obediencia, disciplina y renuncia dirigidas a un fin supremo: que sus actos agradaran a Di–s. Aunque cumplir con la Ley de Moshé pudiera parecer una carga a los ojos de muchos, el yehudí (judío) piadoso hallaba su mejor recompensa sirviendo a Di–s.
El ideal griego seguía su expansión por el mundo y había sido ya adoptado por la mayoría de los pueblos conquistados cualesquiera que fueran sus dioses o religiones. En la tradición griega, la religión no interfería en la moral ni en la ética de la vida personal, familiar o social. Sin embargo, en el judaísmo, la adhesión a Di–s exigía fidelidad y coherencia con los principios éticos y morales de la Toráh (el Pentateuco). Siempre hubo una fuerte resistencia a la conversión, al menos por parte del núcleo más piadoso de las comunidades judías, ya que mantenían su fe en el Di–s único y seguían las leyes, costumbres y ritos establecidos para honrar la Alianza generación tras generación. (3) No alabarían a otro Di–s ni abandonarían sus mandamientos. Por ello, Él amaría y protegería a Su Pueblo elegido y enviaría a ha-Mashiyáj (el Ungido) que liberaría a Israel para la eternidad, convirtiéndolo en el guía de las naciones.
Los yehudím (judíos) que seguían observando la Toráh (el Pentateuco) tuvieron que soportar la traición y la debilidad de muchos hermanos. Los conversos más exaltados llegaban a pedir la destrucción de los rollos de la Toráh, o transgredían la prohibición de comer la carne de cerdo y otros alimentos considerados impuros. En definitiva, la Alianza parecía tener los años contados, porque la población vivía acosada, perseguida y continuamente influenciada por el encumbramiento y la propaganda de los valores de la vida helenística, que traerían tranquilidad y progreso a su miserable existencia.
Antíoco IV fue un rey tirano que estableció un sistema opresor sin precedentes sobre el Pueblo Yehudí (judío) al que hizo vivir una de las etapas más nefastas de su historia. Antíoco IV recelaba, al igual que su padre, de todo lo que no fuera griego y lo trataba con desdén. Manifestó en grado sumo la ambición por conquistar el mundo y por extender e imponer la lengua y cultura griegas en los dominios del Imperio. Ejerció una política helenizante agresiva y violenta como nunca se había conocido, y destruyó cuanto se oponía a sus normas hasta que la expansión de Roma terminó con su poder.
Se hizo llamar Antíoco Epífanes, que significa «revelación divina», pero sus súbditos se burlaban de él a sus espaldas y le decían «epímanes», que significa «el loco».
La resistencia del Pueblo Yehudí (judío) a la apostasía fue para Antíoco una afrenta personal que impregnaba de cólera sus días. Impuso una tiranía sin límites contra toda expresión religiosa, ritual o cultural propia de los yehudím (judíos). Asesinó, encarceló y torturó a los sacerdotes, así como a varios líderes laicos de las comunidades. Ordenó el saqueo de las propiedades de los yehudím (judíos) junto con el hostigamiento a la población a fin de doblegar su voluntad, someterles a los caprichos del rey seléucida e imponerles sus ídolos paganos. El arcano Di–s de Israel sería suplantado por Júpiter Olímpico y Hospitalario, la nueva personificación de Zeus que Antíoco había abrazado en Roma.
Las luchas sacerdotales y la profanación del beit–ha–Mikdásh
De entre los yehudím (judíos) que habían abrazado la cultura griega, destacaba Yehoshúa, un alto sacerdote que se hacía llamar Yasón o Jasón. (4) Era hermano de Joniyó III (Onías III), ha–Cohén–ha–Gadól (Sumo Sacerdote). (5)
Debido a su gran ambición, se mostraba servil al soberano ofreciéndose siempre para serle útil en la ejecución de sus más sucios planes. Viéndole sumiso, el rey déspota aceptó que Jasón usurparse el cargo y se ordenase ha–Cohén–ha–Gadól del beit–ha–Mikdásh (el Templo de Yerushaláyim), relevando a Joniyó III, sumo sacerdote legítimo. Esto ocurrió en el año 174 a. e. c., mientras Joniyó se encontraba en Antioquía.
Jasón organizaría la Ciudad Santa al más puro estilo griego, con juegos olímpicos, gimnasios, una efebía y hasta mancebías. (6) Se volcó en la tarea de convertir a los yehudím (judíos) al estilo de vida impuesto por Antíoco. Entre otras medidas, se obligaba a los jóvenes más nobles a educarse a la manera griega, ir a los gimnasios y hasta cambiar su tradicional forma de vestir introduciendo costumbres extrañas a los yehudím (judíos) como el uso del petaso, un sombrero de alas anchas que servía para resguardarse del sol o de la lluvia. Aunque, sin duda, la peor de las ofensas era la prohibición de cumplir con la circuncisión.
Los jóvenes se ejercitaban desnudos y participaban en las actividades propias de los juegos olímpicos. (7) Los que ya estaban circuncisos, trataban de anular las señales de la berit–miláh (circuncisión), sometiéndose a una dolorosa intervención llamada epispasmos, para restaurar parcialmente la piel circuncidada. Lejos de respetar el Sagrado Pacto, los griegos (yavaním para los hebreos) consideraban la circuncisión un acto salvaje, una mutilación que atentaba contra la dignidad personal y la integridad corporal. Mediante la epispasmos, los apóstatas se mostraban rehabilitados para los helenistas.
Por su proximidad con el beit–ha–Mikdásh (el Templo), el gimnasio era una tentación continua para muchos sacerdotes jóvenes, los cuales se trasladaban con facilidad desde un lugar sagrado a otro profano. Se les veía pasar por el gimnasio y competir con los demás jóvenes laicos en el lanzamiento de disco, de jabalina u otras actividades olímpicas al aire libre. Con el fin de alcanzar el más alto grado de helenización, desde el mismo beit–ha–Mikdásh (el Templo) se fomentó el entusiasmo desmesurado por el deporte y la competición. Tanto se relajó la disciplina sacerdotal que se daba más importancia a los placeres que a los sagrados deberes. De esta forma, la honra sacerdotal, el recogimiento religioso y la dignidad dejaron de ser atributos de los siervos del beit–ha–Mikdásh (el Templo).
El Pueblo Yehudí (judío) se rebelaba contra esta ignominia y el acoso permanente. Trataba de mantenerse unido en la lucha, pero, en verdad, estaba desorientado y disgregado en su propia tierra ya que, además, una y otra vez se veía compelido a abandonar sus hogares por temor a las denuncias y los castigos. Ha–Cohén–ha–Gadól (el Sumo Sacerdote) era una influencia vital para los yehudím (judíos) pero se había transformado en un apóstata al servicio de Antíoco IV y en un enemigo del Pueblo. El beit–ha–Mikdásh (el Templo de Jerusalén) se acabó convirtiendo en un recinto violado con las estatuas profanas de falsos dioses y bustos del rey. Los yehudím (judíos) estaban a merced de Antíoco cuya política amenazaba con aniquilarlos y suplantarlos por colonos obedientes en caso de no seguir sus órdenes de abandonar la Alianza. Tan pronto como se dispusiera una acción represiva continuada contra el Pueblo, en pocos años morirían todos.
Antíoco había heredado de su padre el afán conquistador. Tuvo siempre el anhelo de afianzar su poder en