Yehudáh ha-Maccabí. Juan Pablo Aparicio Campillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Pablo Aparicio Campillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418730597
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en vuestra juventud. No me encolericéis con la desobediencia, pues me obligaréis a aplicaros terribles castigos y a terminar con cada uno de vosotros mediante torturas. Tened piedad de vosotros mismos. ¿No veis que no soy enemigo de vuestra nación? ¿Cómo podría compadecerme de vosotros si así lo fuera?

      Dicho esto, se levantó y comenzó a caminar alrededor de la familia entre los apreciando aún más su elegancia y distinción, a pesar de pertenecer a tan humilde comunidad.

      —¿No os dais cuenta —siguió— de que, vuestra insubordinación solo os traerá sufrimiento y muerte? ¡Será una ejecución vana para todos!

      Hizo entonces señal a sus soldados para que exhibieran a los muchachos los instrumentos de tortura a fin de intimidarlos y así persuadirles de comer los alimentos que les presentaron.

      Les mostraron las ruedas, los artilugios para desarticular miembros, dislocar articulaciones y machacar huesos, grilletes, calderas, sartenes, empulgueras, manos de hierro, cuñas y atizadores.

      Entonces el tirano se dirigió a la comunidad, gritando para que le oyera hasta el más alejado de ellos:

      —No os lo diré más veces, ¡rendíos, muchachos! ¡Hasta la justicia que adoráis no tendrá en cuenta que cometáis una transgresión de vuestra Toráh para salvar vuestras vidas!

      Pero, a pesar del falaz discurso de Antíoco y de los horribles instrumentos que les esperaban, los hermanos y su madre se abrazaron entre ellos por última vez.

      Natán, cuyo nombre quiere decir “don”, era el mayor de los hermanos. Se separó de sus hermanos y, dirigiéndose a Antíoco, le dijo:

      —¿A qué esperas, tirano? Preferimos morir a quebrantar los preceptos de nuestros padres. Nos avergonzaríamos ante nuestros antepasados si no obedeciéramos la Toráh y el consejo de Moshé. Tú nos conminas a quebrantar la Toráh puesto que nos odias, así que no nos compadezcas más. Tu falso favor supera la sevicia de nuestra muerte, pues nos ofreces la salvación a cambio de renegar de la Toráh y traicionar a Di–s. Nos quieres arredrar mediante amenazas de sufrimiento y de muerte, como si nada hubieses aprendido de El’azár hace unos momentos. Porque si un anciano del Pueblo hebreo muere por la piedad sobreponiéndose a los tormentos, con mayor razón moriremos los jóvenes. Despreciamos tus violentas torturas y triunfaremos sobre ellas como acabas de ver que lo ha hecho el anciano maestro.

      »¡Adelante, rey cruel! No pienses que, al quitarnos la vida por nuestra piedad, nos haces daño con tus tormentos. Si permanecemos en la luz de la Toráh y somos torturados por guardarla, lograremos el premio de la virtud. Tú, en cambio, por culpa de nuestro asesinato, sufrirás de manos de la justicia divina el adecuado castigo eterno.

      Ante estas palabras, Antíoco, que tenía a todos atemorizados, los desconcertó con su reacción. Quedó absorto en sus pensamientos por un momento y, viendo cómo los jóvenes le retaban con sus palabras y sus miradas, les preguntó:

      —¿Acaso creéis que hay otra vida? (6) ¿Creéis que se tiene que hacer el bien para entrar y vivir en el Olimpo? ¡Vamos! ¡Habladme de lo que realmente os mueve! ¡A lo mejor me convencéis de que tengo que alimentarme de bayas silvestres y dátiles para no enojar a los dioses! ¡Estúpido e ingrato Pueblo! No merecéis mi favor ni mi compasión. Que aquel dios en el que creéis sea quien se apiade de vosotros durante el tormento al que uno tras otro vais a ser sometidos por vuestra arrogancia. Ordeno a mis guardias que os sepan mantener con algo de vida para que veáis lo que finalmente mandaré hacer con vuestra anciana madre.

      Entonces, a una nueva orden del tirano, los verdugos tomaron al mayor de los hermanos y le rasgaron la túnica. Atadas sus manos, se ensañaron a golpes contra él. Cansados de golpearle y flagelarle sin conseguir su propósito, lo colocaron al fin sobre la rueda y le descoyuntaron los miembros ante los ojos de sus hermanos. En estado agónico tuvo fuerzas para lanzar esta acusación contra Antíoco:

      —¡Eres un rey enemigo de la justicia celestial, abominable e inhumano! No me torturas porque yo sea un criminal o un impío, sino porque defiendo la Toráh que nos dio Moshé Rabénu.

      Entonces los guardias le golpearon de nuevo y le dijeron:

      —¡Idiota!, ¡consiente en comer y te librarás de la muerte!

      —¡Miserables, cortadme los miembros, quemadme si queréis! Un hebreo no abdica de la virtud —dijo con las pocas fuerzas que mantenía.

      Natán miró a ese mismo punto del horizonte donde El’azár había encontrado la paz y, fortalecido en la proximidad de su muerte, reunió aliento para decir a sus hermanos:

      —Seguid mi ejemplo, ajím. No desertéis de la lucha ni abjuréis de nuestra Toráh, pues la Providencia que guio a nuestros padres será propicia para nuestro Pueblo y castigará al maldito tirano.

      Tras estas palabras entregó su espíritu. El silencio que quedó tras la muerte de El’azár no se repitió. El sadismo había ya arrebatado la mente y los sentidos de los ejecutores que solo buscaban su propia satisfacción. Antíoco había abandonado de nuevo el macabro escenario, mostrando todo su desprecio por los ajusticiados.

      Igual que animales llevados del corral al degüello, tomaron al segundo de los hermanos de nombre Aharón cuyos ojos desprendían grandeza de espíritu Se enfundaron las manos de hierro y lo sujetaron con agudos garfios a los instrumentos de tortura y a los grilletes.

      Antes de martirizarlo, siguiendo un irónico protocolo, le preguntaron si estaba dispuesto a comer. Al oír su noble resolución, aquellas fieras lo arañaron con las manos de hierro desde la nuca hasta el mentón y le arrancaron toda la piel y la carne de la cabeza. Mientras era arrastrado a la pira, dirigió su mirada a ese lugar donde sentía reunirse con el espíritu de sus desdichados antecesores en el dolor y tuvo fuerzas para soportar el martirio y entereza para gritar:

      —Rey cruel, que ni asistes a nuestro sacrificio, yo te digo que ha– Shem te hará pasar por un tormento eterno mayor que el mío. Tirano abominable, ni tú ni los tuyos escaparéis a la justicia divina.

      Las llamas comenzaron a devorar su cuerpo y murió.

      Entonces, uno de los oficiales comenzó a golpear a los verdugos diciéndoles:

      —¡Estúpidos! ¡El rey dijo que debíais mantenerlos con algo de vida para que vieran sufrir a su madre! ¡Si no hacéis bien el trabajo con los restantes, moriréis junto a ellos!

      Tomaron entonces a Set, que significa “sustituto” porque así se llamó al hijo de Javáh (Eva) que vino tras la muerte de Havél a manos de su hermano Kayín. Todos estaban horrorizados, pero ninguno se atrevía a insinuar a Antíoco que detuviera esta masacre. Veían con impotencia cómo el tercero de los hermanos era arrastrado al lugar de ejecución. Algunos le rogaban insistentemente que probara la carne para salvarse. Él entonces se concentró unos instantes, con la mirada fija hacia el punto en que se perdía la larga fila de mártires, cerró sus ojos y, cuando todos pensaban que podría ceder, exclamó:

      —¿Es que no entendéis que a mí y a los que han muerto nos engendró el mismo padre, nos dio a luz la misma madre y fuimos educados en las mismas creencias? Aplicaréis la misma tortura en mi cuerpo, pero no tocaréis mi alma.

      Los ejecutores, irritados en extremo, le dislocaron las manos y los pies con instrumentos preparados a tal efecto, le desencajaron y descoyuntaron los miembros. Le rompieron los dedos, los brazos y las piernas. Le arrancaron la piel y el cuero cabelludo. Con el cuerpo ya desollado, lo llevaron a la rueda hasta que le quebraron las vértebras. Con sus entrañas desparramadas, intentó retorcerse buscando la Luz con sus ojos ensangrentados y al fin dio su último aliento.

      Viendo que, nuevamente, la víctima había muerto y antes de que el oficial lo advirtiese y les hiciera matar, agarraron los sayones al cuarto de los hermanos mientras le decían:

      —No cometas la misma insensatez que tus hermanos. Obedece al rey y te salvarás.

      Pero Dan, que significa «el que juzga», les respondió:

      —No podréis aplicarme un fuego tan abrasador que sea capaz de