Yehudáh ha-Maccabí. Juan Pablo Aparicio Campillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Pablo Aparicio Campillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418730597
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se encontraba de nuevo al frente del sangriento oprobio. Harto ya de palabras hirientes contra él, se sentó en su poltrona y ordenó que empezaran por cortarles la lengua a todos antes del suplicio. Luego se recostó a comer fruta mientras miraba lo que sus verdugos hacían con los sacrificados.

      —Aunque me prives del órgano de la palabra, Di–s oye también a los mudos —dijo el joven.

      Acto seguido fue golpeado y su lengua fue arrancada con tenazas. Borbotones de sangre se derramaron y comenzó a atragantarse. En la intensidad del tormento buscó consuelo en un horizonte que apenas veía con su rostro ensangrentado y cayó al suelo entre convulsiones mientras uno de los sádicos le arrastraba hasta el gran brasero donde pronto su cuerpo empezó a crepitar y su corazón dejó de latir.

      Saltó entonces el quinto hermano, de nombre Gal, que significa «ola», y dijo:

      —No pienso suplicarte, tirano, aquí me tienes para que me mates también y así aumentes con mayores delitos el castigo que debes pagar a la justicia celestial porque tú eres enemigo de la virtud y de los hombres. Nosotros vivimos de acuerdo con la Toráh y en Di–s encontramos nuestras fuerzas.

      Pero Antíoco hacía gestos con sus manos en señal de burla por la cansina reiteración con la que los yehudím le increpaban por su maldad. Mientras hablaba, los guardias terminaron de atarle y le condujeron a los grilletes de otro de los artilugios de tortura. Lo sujetaron a ellos por las rodillas, se las fijaron con abrazaderas de hierro y lo retorcieron por la cintura sobre la cuña rodante. Curvado sobre la rueda de la muerte como un escorpión, buscó sin fuerzas un poco de aliento y de paz allí donde El’azár y sus hermanos lo habían encontrado antes de expirar. En ese instante le cortaron la lengua, descoyuntaron sus miembros y le quebraron el cuello.

      En tal situación, se armó un gran revuelo entre la soldadesca porque el oficial pidió al rey permiso para matar a espada a los verdugos por haber desobedecido la orden de que mantuvieran con suficiente vida a las víctimas para asistir a la tortura de su anciana madre. Antíoco le dijo:

      —Deja que terminen su trabajo y luego les cortas las manos y los dejas para que los animales den cuenta de ellos…, o haz lo que quieras, te doy el poder de decidir sobre sus vidas.

      Los ejecutores se miraron atemorizados por la suerte que les esperaba. Les quedaba la esperanza de que, terminado el trabajo, todo se olvidaría y podrían mezclarse entre la ingente tropa sin mayor castigo. Por si acaso, se pusieron de acuerdo para llevar la tortura con mayor ensañamiento, si cabía, y así ganarse el favor real.

      Tomaron al sexto joven, de nombre Matityáhu, que significa “don de Di–s”, a quien nuevamente el tirano preguntó si quería comer la carne de cerdo para salvarse, esperando que su condición de adolescente le hiciera entrar en razón, pero aquél respondió:

      —Nacimos y hemos sido educados bajo un mismo designio, y también hemos de morir por una misma causa. Si estás dispuesto a seguir torturando a quienes no comen alimentos impuros, hazlo en mí. Tampoco me resistiré.

      Inmediatamente fue golpeado repetidamente en la cara con puños de hierro hasta romperle los huesos de la nariz, los pómulos y la mandíbula. De inmediato comenzó a sangrar y tuvo que escupir sus propios dientes. Como los borbotones de sangre no les permitían ver su lengua para cortarla, lo arrastraron a la rueda y una vez tendido le desencajaron las vértebras. Avivaron el fuego por debajo y le aplicaron clavos ardientes en la espalda. Traspasándole los costados, le quemaban las entrañas. En medio de los tormentos, el joven se esforzaba por sentir el abrazo de la Luz como habían hecho sus predecesores en la agonía. Murió desangrado antes de lo que hubieran deseado sus torturadores.

      Entonces, el séptimo y último de los hermanos, llamado Ram, por su carácter excelso y agradable, gritó mientras se dirigían a por él:

      —¡Siete jóvenes y un anciano te hemos derrotado, rey Antíoco! ¡Ninguno hemos renegado de nuestra Toráh ni hemos comido los alimentos impuros a los que querías obligarnos! ¡Tu violencia es impotente contra ha–Shem, no puedes doblegarnos!

      A pesar del arrebato que esta situación le seguía produciendo, la tierna juventud del último de los hermanos le había conmovido. Mandó entonces a los verdugos que se lo trajeran a su presencia e intentó persuadirle con estas palabras:

      —También tú, si desobedeces, serás torturado como un miserable y morirás antes de tu tiempo. En cambio, si observas mis preceptos, tendrás mi protección y recibirás la más digna y erudita educación para que, en su día, pueda confiarte los asuntos del reino. Joven, tienes un aire distinguido y atrayente. No malgastes tu vida siguiendo costumbres descabelladas.

      Después de darle este consejo, no vio entusiasmo alguno en el niño, así que hizo traer a su madre para ver si ella, por conmiseración hacia sí misma ante la pérdida de tantos hijos, animaba a su último hijo a obedecer al rey y salvarse.

      —¡Habla a tu hijo, mujer! Hazle entrar en razón si no quieres perder al único que te queda.

      Entonces la madre le habló en la lengua del Pueblo para mayor escarnio de Antíoco. Le exhortó a que siguiera el ejemplo del anciano maestro y de sus hermanos pues Di–s estaba con él. Después de escuchar enternecido a su madre, el niño pidió hablar al rey, el cual quiso darle una oportunidad de rectificar.

      —Habla… —dijo secamente Antíoco.

      —¡Tirano sacrílego, demuestras ser el más impío de todos los malvados! La justicia divina te entregará a un fuego más ardiente y eterno y a unos tormentos que no te abandonarán en toda la eternidad. Eres una bestia salvaje que martirizas y torturas a tus semejantes, hombres como tú. El’azár y mis hermanos murieron noblemente y yo no renegaré del testimonio que ellos han dado. Pido a ha–Shem que sea propicio a nuestro Pueblo.

      Ahora sí que no había lugar a la compasión de Antíoco. Él mismo bajó a la arena y, tras escupir sobre el rostro de la madre, ordenó poner de rodillas al niño y abrirle la boca para que uno de los soldados orinara en ella. Concluido esto, se alejó de la escena recordando a los soldados que cortaran primero su lengua, aunque ello le llevara a morir más rápido y sentenció:

      —No quiero escuchar una palabra más de estos locos, ¿habéis entendido? Una palabra más y correréis su misma suerte.

      Arrancaron también su lengua y lo golpearon en sus órganos vitales. Después, lo llevaron a la parrilla. El menor de los siete, se removía en el fuego abrasador buscando la Luz que a todos ellos daba fuerzas para resistir el martirio. Cada gemido de su pequeño desgarraba el corazón de Danah, su madre que rogaba a ha–Shem que se llevara ya esa última vida. A punto de desfallecer, pudo sentir cómo Ram encontró la paz y entregó su vida.

      Destrozada por la pena y bañada en lágrimas, quedó la viuda Danah, que significa «la que juzga». Madre de estos siete jóvenes, había resistido el espectáculo macabro y doloroso de todos sus hijos torturados hasta la muerte. Ni la fiereza de los leones de Daniel ni la voracidad del horno de Mishaél podían igualarse al ardor del amor maternal en aquella mujer al ver masacrados a los siete frutos de sus entrañas ya muertos.

      Entonces, para debilitar aún más su corazón, uno de los oficiales de Antíoco vino a aumentar el suplicio que estaba viviendo y se burló de ella diciendo:

      —¡Triste de ti y mil veces desdichada! ¡Siete hijos trajiste al mundo y ahora no eres madre de ninguno! ¡Inútiles fueron tus siete embarazos, de nada sirvieron tus siete ciclos de diez meses y estériles resultaron tus cuidados, así como de nada valió que los amamantaras!

      En vano soportaste los dolores de parto y las graves dificultades de la educación. Ya no verás a tus hijos ni tendrás la dicha de ser llamada abuela. ¡Ay de ti, mujer! Con tantos hijos y tan hermosos, quedas ahora sola en tu llanto. Tú ya no tienes remedio, pero tu Pueblo sí, hazlo por las madres que pasarán por esto si tú no lo evitas.

      Danah se levantó entre sollozos e intentó dirigirse al Pueblo, pero un soldado tapó su boca para que no se irritara Antíoco. Pero el rey observó la escena y, una vez más, sintió curiosidad por saber qué iba a decir y le autorizó a