Determinaron que Yehudáh se quedaría con las familias mientras que Yehonatán escaparía para alertar a su padre. Por desgracia, Matityáhu y sus hombres se encontraban a casi cien estadios que Yehonatán, una vez saliera de aquella emboscada, tendría que recorrer a pie desde allí, ya que intentar llegar a su montura era una temeridad. (2) Así pues, Yehudáh se preparó para cubrir la huida de su hermano y Yehonatán logró ocultarse sin despertar ninguna alarma.
Sin embargo, no se trataba de compañías que vigilaban los caminos y hostigaban a los yehudím, sino de la hueste del rey Antíoco regresando de la guerra. Yehudáh fue testigo directo de la masacre de sus hermanos de fe, lacerados y torturados por causa de su épica defensa de la Toráh. Yehudáh estaba predestinado a ser contado entre las víctimas de la valerosa comunidad. ¡Cuánto hubo de contenerse confiado en que Matityáhu llegaría para enfrentarse al mismo Antíoco y con la ayuda de ha–Shem vencería a su poderoso ejército! Desde El´azár, a cada uno de los hermanos y a la madre viuda, los vio sufrir con una dignidad encomiable gracias a la cual él también recibía la necesaria fortaleza en su compungido corazón. Sentía a la vez impotencia, rabia, dolor y orgullo de ser yehudí. A cada sollozo, golpe y desgarro descargados contra las víctimas, su mano quería actuar, pero el valor que le transmitían los propios mártires le ayudaba a sujetar su pasión. Sin duda, cualquier movimiento sería una torpeza que le costaría la vida y quizá la de toda la comunidad, así como la de su hermano que permanecía escondido hasta asegurarse del éxito de su evasión.
Se terminó de organizar la hilera de yehudím. Quedaron preparados los instrumentos de tortura y el fuego. Todos se temían que los yehudím no complacerían a Antíoco sin resistirse. Unos y otros estaban concentrados en vigilar que nadie huyera de la fila y atender las órdenes del rey. Después de la tensa espera, Yehonatán comprobó que era el momento de huir sin ser advertido y salió a la carrera sin mirar atrás y encomendándose a Di–s.
Yehudáh no llegó a ser ejecutado, sino que fue encerrado y quemado vivo junto a los demás.
Mientras aquel tormento se desarrollaba, Yehonatán corría con la fuerza de su sangre alterada por la pena y también por el temor al destino de su hermano. La distancia se le hizo muy larga, pues había comenzado a correr a toda velocidad y pronto su corazón le impidió mantener el pretendido ritmo. Tuvo que detener su marcha varias veces y cuanto más paraba más se angustiaba y peor corría. Con el pecho dolorido y los pies ensangrentados, llegó, por fin, hasta Matityáhu. No podía ni hablar, pero su padre entendió que Yehudáh estaba en peligro y sin demora comenzó a dar órdenes. A toda prisa se organizaron en sus monturas, también Yehonatán, algo más rehecho, y se dirigieron a la colina del oprobio.
Cuando el ejército de Matityáhu llegó al asentamiento, muy a lo lejos se veía aún el ejército de Antíoco. La situación era desoladora. Los campos calcinados, el aire irrespirable por el olor a carne humana sacrificada, humo y sangre por todas partes.
Un pequeño rayo de esperanza les recorrió el espíritu cuando oyeron los apagados rebuznos de algunos asnos y los últimos alaridos de un perro en uno de los establos en los que habían sido encerrados personas y animales. Todos corrieron atropelladamente al auxilio. En dos de las cuatro casas cuya estructura quedaba aún en pie, se oían también débiles quejidos humanos. Todas las tiendas y el resto de las cabañas y establos eran ya cenizas.
Con trapos mojados cubriendo sus rostros y utilizando toda suerte de palos, espadas, piedras y troncos, derribaron con violencia las puertas que aprisionaban a los sacrificados. Mientras tanto, otros se afanaban en echar tierra y agua sobre el fuego. Tres asnos salieron abrasados, aunque vivos, luego hubo que darles muerte. Al igual que al can. El sufrimiento de estos pobres animales había sido extremo y no tenían posibilidad de sanar. Los que había allí dentro no tenían ni fuerzas para salir, hubo que tirar de sus cuerpos a toda prisa y alejarlos de las brasas y del humo pues la temperatura era sofocante. Ciertamente, parecía imposible que pudiera haberse salvado alguien de morir en aquellos hornos.
De los tres primeros graneros y establos, solo algunos salieron con vida y la mitad de ellos con quemaduras muy graves. Tras sacar a todos los del último granero, arrastraron al exterior el cuerpo de Yehudáh.
—¡Matityáhu!, ¡Matityáhu!, ¡es Yehudáh! —gritó Yonáh uno de los rebeldes.
—¡Hijo! —gritaba Matityáhu, que corría junto a los demás hermanos hacia el cuerpo de Yehudáh.
Matityáhu, al verlo, tuvo que contenerse para que de su boca no saliera la más fuerte maldición hacia los asesinos. Corrió a tumbarse junto a su hijo e incorporó su cuerpo hasta juntar su cabeza contra su pecho y, ante la mirada de los demás, le habló así:
—¡Hijo, despierta, vuelve a la vida, porque has de ver la justicia de ha–Shem obrando por nuestro Pueblo! Despierta hijo, despierta, te necesitamos y ha–Shem lo sabe, te necesitamos…
«¡Adonay, Adonay, Adonay!», repetía, hasta que Yehudáh comenzó a toser con virulencia y desesperación. Cuando los espasmos empezaron a ceder, pudieron darle agua, y al recibirla en su boca, abrió los ojos y alcanzó a decir:
—Abba, nuestro Pueblo ha vencido a Antíoco. No ha podido doblegarnos.
—No hables ahora, hijo, recupérate, tendremos tiempo de superar este horror. Quédate aquí con tu hermano, vamos a organizar la ayuda a los heridos y el enterramiento a los asesinados… ¡Barúj Atáh, Adonay!, doy gracias, Bendito Di–s, porque Yehudáh sigue con nosotros.
—Hay algo, padre, que no puedo comprender. El sufrimiento al que se los sometió era inhumano, cualquiera de nosotros habría gritado, sollozado o se habría desmayado viendo lo que le hacían a nuestros hermanos. Ha sido aterrador. Les arrancaban la carne, sacaban sus entrañas y les quebraban los huesos. ¡Los quemaron estando aún vivos! ¡A una viuda madre de siete hijos le rompieron el corazón obligándola a presenciar la tortura y la muerte de sus siete hijos! La deshonraron, la golpearon y la torturaron hasta morir. ¡Di–s mío! ¡Y ellos no gritaron! Miraban a un lugar hacia allá —señaló con esfuerzo el lugar que él imaginaba— ¡y entraban en una paz que jamás he visto!
—Hijo, mi corazón sangra por todo ello. No sé a qué te refieres, pero insisto en que tendremos ocasión para hablar. Ahora, lo más importante es tu recuperación. Hay que tratar tus quemaduras, terminar de apagar los fuegos y comenzar cuanto antes a enterrar a nuestros hermanos. Antíoco arderá en sus propias llamas al final de los tiempos y la sangre inocente que ha derramado caerá sobre él. ¡Adonay, en verdad no saben lo que Te hacen dañando a Tu Pueblo y de qué manera se condenan!
—Padre, ni siquiera aquí encerrados han gritado estos hermanos, solo sus pobres hijos lloraban y los padres los consolaban. No podré olvidarlo nunca.
—Descansa, hijo…
Yehudáh no dijo nada más, cerró sus ojos y trató de respirar profundo y limpiar sus pulmones del humo inhalado. No paraba de toser.
La estampa del martirio difícilmente podría borrarse del paisaje. Antíoco había dejado una huella en la Tierra Sagrada que se convertiría en una pesadilla para él, pues quedó condenado para el resto de su vida a ver los rostros de los martirizados y a oír gritos en la noche. Nunca más pudo descansar, ni conciliar el sueño si no mediante potentes hierbas que le suministraban los médicos de la corte. Ni siquiera este estado le hizo recapacitar. Su carácter se envenenó aún más y manchó su alma con derramamientos de sangre por todo su Imperio. Un hombre, formado en la exquisitez de las culturas griega y romana, había perdido por completo su refinamiento y se había convertido en un ser maligno, que recibía con frialdad las noticias sobre ajusticiamientos y muertes masivas de los yehudím o de cualesquiera que les prestaban ayuda.
Después de un largo rato en el que todos sus compañeros habían seguido trabajando para disponer los enterramientos mientras él retomaba fuerzas, Yehudáh se levantó. Caminó hacia el lugar del martirio y vio, preparados para su purificación, los cuerpos descoyuntados de los sacrificados. No pudo contenerse. Brotaron lágrimas de sus ojos y se le cerró el estómago.
Yehudáh