—Dice Moshé: «Todos los justos están bajo Tus Manos». Y ellos, que se santificaron por causa de ha–Shem, no solo fueron honrados con tal honor, sino también con el de lograr que los enemigos no dominaran a nuestro Pueblo y que el tirano fuera castigado y nuestra patria purificada. Pagaron por los pecados de todos. Por la sangre de aquellos justos y por su muerte propiciatoria, la divina providencia salvó a Israel. Así pues, ¡israelitas!, vosotros, que descendéis de Avrahám Avínu, ¡obedeced esta Toráh y observad en todo la piedad! Sabéis que la razón piadosa es dueña de las pasiones y de los sufrimientos tanto internos como externos. Por eso aquellos, al ofrecer sus cuerpos a los sufrimientos por causa de la piedad, consiguieron la admiración de los hombres y sus propios verdugos, preservando nuestra herencia divina. Gracias a ellos, algún día esta nación recobrará la paz, se restablecerá la observancia de la Toráh en nuestra patria y obligaremos a los enemigos a capitular.
Cuando terminó, se sentía aturdido, era como si esas palabras no fueran suyas, sino brotadas a través de él y nuevamente lloró.
Entonces se acercó Yehonatán y le dijo:
—Yehudáh, por mi culpa murieron. Si hubiera escapado antes y hubiera corrido más, esto podría haberse evitado… Tuve que parar varias veces porque me dolía el pecho, pero tenía que haber seguido. Estoy avergonzado ante vosotros y ante ha–Shem.Tenía que haberme quedado y tú, que eres el más fuerte y quien mejor corre, hubieras llegado a tiempo.
—Ají, hermano mío, no tienes nada que reprocharte o achacarte, no seas injusto contigo. Nadie hubiera corrido más que tú. Eres puro y me obedeciste. Yo, a lo mejor, no lo hubiera hecho y hubiéramos perdido nuestra oportunidad de escapar discutiendo y poniendo en riesgo nuestra vida. Ha–Shem te eligió y tú hiciste cuanto pudiste. ¡Y me has salvado! Si el cuerpo te obliga a tomar aire, nada debemos hacer. Paraste cuando no tuviste más remedio, no quebrantes tu paz con ello.
Y, mirando al cielo, se dirigió a Di-s y exclamó:
— ¡Oh, Adonay, ruego Tu Bendición para mi hermano, porque es humilde y le duele fallarte. Haz que la paz retorne a su corazón!
Se tomaron por los antebrazos, intercambiaron su mirada de amor y se fundieron en un largo abrazo.
Yehudáh pasó la tarde y la noche recuperándose mientras contaba los espeluznantes sucesos y execrables crímenes de Antíoco de los que fue testigo pero insistía en admirar el valor de sus hermanos de fe. Las quemaduras de su cuerpo no eran de las más graves, aunque sus heridas necesitaron cuatro semanas de curas constantes hasta que empezaron a crear costra y la piel comenzó a renovarse. Otros, sin embargo, vivirían el resto de sus vidas ciegos, mutilados o con dolorosas marcas en recuerdo de aquel drama.
No se cansaba de contar que los hermanos de esa comunidad habían mostrado una insólita. Habían mostrado una dignidad propia de los ángeles. Señalaba una y otra vez hacia ese punto del horizonte hacia el sureste del emplazamiento, y se preguntaba qué verían o qué les insuflaría valor allí.
—No sabemos, Yehudáh, lo que sí es cierto es que el martirio infligido solo puede predicarse de seres inmundos, no de hombres, por crueles que puedan llegar a ser… —dijo Shim’ón.
—Fijaos, los supervivientes están reunidos en silencio mirando hacia donde dice Yehudáh. ¡Preguntémosles! —dijo su hermano El´azár.
—No, hijos —se adelantó Matityáhu—, sea lo que sea, es su paz y su recogimiento. Hemos de respetarlo. Han pasado por un trance horrible. Barúj ha–Shem porque les da sosiego y consuelo en este día de oscuridad para todos. Después, me acercaré a interesarme por su estado y a conocer sus disposiciones para el entierro de sus hermanos de comunidad.
—Tienes razón, padre —dijo Yehudáh.
—Sí —añadieron todos—, unámonos en oración y descansemos.
Matityáhu levantaba su mirada al cielo una y otra vez buscando su propio consuelo para el desgarro que sentía en su interior por no haber llegado a tiempo de socorrerlos. Pero, en verdad, pedía una señal que le hiciera saber si sus actos podían ser bendecidos por Di–s o si, por el contrario, estaba liderando una causa contraria a Su Voluntad. Esta duda le perseguía y atormentaba sin cesar y cuantas más desgracias ocurrían, más hería su corazón. Necesitaba un retiro, pero no podía permitírselo porque los días eran frenéticos y violentos, ora luchando, ora huyendo, ora cambiando de campamento o trabajando con las familias. Cuánto añoraba la sinagoga de Mod’ín y cuánto le dolía no ser bienvenido en el beit–ha–Mikdásh, su casa y la Casa de Di–s.
Una vez logró apaciguar su mente, observó de nuevo a los supervivientes en la lejanía. Estaban a unos dos estadios de su posición. No se los oía. La noche empezaba a caer y el calor era algo menos sofocante. Decidió acercarse para interesarse por sus heridas y por el dolor de corazón que, con seguridad, sentían. Y entonces vio a alguien.
—¡Eres tú! ¿También estabas en las casas quemadas?
—Shalóm, Matityáhu. Gracias por vuestra ayuda. Estamos unidos con el espíritu de los hermanos que pronto iniciarán su camino hasta unirse a la luz de ha–Shem. Los ángeles del Eterno ya están aquí para llevarlos. Puedes sentarte con nosotros si lo deseas — dijo aquel hombre, cuyo rostro no se veía en la oscuridad de la noche.
Los demás continuaban en su silencio, con los ojos cerrados y su alma dirigida a Di–s que, verdaderamente, los estaba consolando.
—Estoy impuro, necesito un baño ritual y un retiro. Mi alma está compungida y mis manos manchadas de sangre. Te lo agradezco y lo haría con devoción, pero no puedo entrar en oración a vuestro lado. Ruega por mí, iré a hacer mis oraciones en soledad.
—En este mundo no podemos estar puros pero si vieras la luz como, en este momento, tengo el privilegio de verla, serías limpio al instante. Pero comprendo tu sentimiento —dijo aquel viejo conocido que lideraba a esa comunidad.
Matityáhu hizo un silencio que aquel hombre percibió y les recordó a ambos las muchas conversaciones que habían mantenido al respecto cuando los dos eran cohaním en el beit–ha–Mikdásh. Matityáhu seguía fiel a su creencia de que, tras la muerte, seguíamos unidos a la tierra durante un período de once meses y que luego ascendíamos al Cielo. Él sabía que aquel hombre no mentía, ni era un loco, por eso mismo le causaba inquietud. Él hablaba en un lenguaje que a Matityáhu le provocaba distanciamiento al tiempo que deseaba comprenderlo. Pero Matityáhu nunca había dudado de la rectitud de su judaísmo y de que el camino que agradaba a ha–Shem era el de perfeccionarse en el conocimiento de la Toráh. También esmerarse en controlar sus pasiones y abrillantar sus virtudes para ponerlas al servicio del Pueblo. Todo ello significaba la verdadera alabanza a Di–s. No era el momento para entrar en disquisiciones de fe con su viejo amigo. Así pues, por respeto, prefirió desviar la conversación.
—¿Os quedaréis aquí tú y los tuyos?
—Nos marcharemos al amanecer. Los llevaré al norte junto a otros hermanos. Allí tenemos animales y nuestros huertos. Aquí tardará la tierra en recuperarse.
—¿Y los heridos?
—En dos días estarán preparados para su traslado y entonces vendrán hermanos a por ellos.
—Sabes que puedo quedarme a su cuidado cuantos días necesiten y llevarlos donde nos indiques.
—Lo sé, mas debes seguir tu camino.
—No interrumpo más, Shalóm, barúj atáh, y bendita tu comunidad.
—Barúj atáh, y bendita tu misión —le contestó, conociendo la naturaleza del pesar que Matityáhu llevaba en su interior.
Las palabras de aquel extraño compañero de juventud habían desvanecido la oscuridad espiritual en la que vivía Matityáhu desde el día en que mató a aquellos dos hombres.