Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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y la otra no. Pero me figuro que la pobre niña recibía lecciones de una de las tías y se asustaba con los modos cortantes y los numerosos caprichos de las otras. Bien podía tenerle cariño a su tía amable, pensativa (la señorita Annabella me dijo que era pensativa, de modo que sé que tengo razón en calificarla así), con su voz suave y sus interminables novelas y los gratos aromas que planeaban por la adormilada habitación.

      Nadie nos tentó a ir al aposento de la señorita Dorothy cuando salimos del de la señorita Annabella; de modo que no vimos a la menor de las señoritas Morton ese primer día. Las dos habíamos atesorado muchos pequeños misterios que debía explicarnos nuestro diccionario, la señora Turner.

      –¿Quién es la pequeña señorita Mannisty? –preguntamos en una exhalación, cuando vimos a nuestra amiga de la Casa Solariega. Y entonces nos enteramos de que había habido una cuarta señorita Morton, menor todavía, que no tenía nada de belleza, ni nada de ingenio, ni nada de nada; de modo que la señorita Sophronia, la hermana mayor, le había permitido casarse con un tal señor Mannisty y de allí en más habló siempre de ella como “mi pobre hermana Jane”. Ella y el marido se habían ido a la India y ambos habían muerto allí; y el general les había impuesto a las hermanas una especie de condición de que debían hacerse cargo de la niña, de lo contrario a ninguna de ellas le gustaban los niños, excepto a la señorita Annabella.

      –A la señorita Annabella le gustan los niños –dije yo–. Entonces esa es la razón por la que los niños gustan de ella.

      –No puedo decir que a ella le gusten los niños; porque nunca tenemos más que a la señorita Cordelia en nuestra casa; pero ella le gusta entrañablemente.

      –¡Pobre pequeña! –dijo Ethelinda–, ¿nunca puede jugar con otras niñas? –Estoy segura de que, desde aquella vez, Ethelinda consideró que se hallaba en estado de enfermedad por esa circunstancia misma, y que su conocimiento de geografía era uno de los síntomas del trastorno; porque solía decir a menudo–: ¡Ojalá no supiera tanto de geografía! Estoy segura de que eso no está muy bien.

      Si estaba o no bien que supiera geografía no lo sé; pero la niña anhelaba compañía. Muy pocos días después de nuestra visita –y sin embargo, los suficientes para que ella hubiera pasado a estar en la semana de la señorita Annabella– vi a la señorita Cordelia en un rincón del parque de la iglesia, jugando, con torpe humildad, junto con algunas de las toscas niñas de la aldea, que eran tan expertas en el juego como ella era inepta y lenta. Vacilé un poco y finalmente le grité:

      –¿Cómo estás, querida? –dije–. ¿Cómo es que estás aquí, tan lejos de tu casa?

      Se puso colorada y luego alzó la vista hacia mí con sus grandes ojos serios.

      –La tía Annabel me mandó al bosque a meditar y… y… era muy aburrido… y oí a estas chicas que estaban jugando y riéndose… y yo tenía mi moneda de seis peniques y… (no estuvo mal, ¿verdad, señora?) vine con ellas y le dije a una que se la daba si les pedía a las otras que me dejaran jugar con ellas.

      –Pero, querida, ellas son, algunas de ellas, chiquillas muy toscas y no compañeras adecuadas para una Morton.

      –¡Pero yo soy una Mannisty, señora! –alegó ella, con tanta súplica en sus maneras que, si yo no hubiera sabido lo maleducadas y malas que eran algunas de esas chicas, no habría podido resistir su anhelo de compañía de su misma edad. Tal como estaban las cosas, yo estaba furiosa con ellas por haber aceptado la moneda; pero, en cuanto me contó cuál había sido y vio que yo iba a reclamársela, se aferró a mí y dijo:

      –¡Oh, no, señora! No debe hacer eso. Yo se la di por mi propia decisión.

      De modo que me alejé; porque era verdad lo que la niña decía. Pero hasta el día de hoy jamás le conté a Ethelinda lo que se hizo de su moneda. Me llevé a la señorita Cordelia a casa así me cambiaba el vestido para estar en condiciones adecuadas de llevarla de vuelta a la Casa Solariega. Y por el camino, para compensar su decepción, empecé a hablar de mi querida señorita Phillis y su brillante, bonita juventud; desde su muerte no había dicho su nombre a nadie más que a Ethelinda, y eso sólo los domingos y en días tranquilos. Y no habría podido hablar de ella con una persona adulta; pero de algún modo con la señorita Cordelia salió muy natural. No de sus últimos tiempos, por supuesto, sino de su poni y sus perritos rey Carlos negros y todas las criaturas vivientes que se alegraban de su presencia en los tiempos en que yo la conocí. Y nada satisfaría a la niña excepto que yo entrara en el jardín de la Casa Solariega a mostrarle dónde había estado el jardín de la señorita Phillis. Estábamos absortas en nuestra conversación y ella se había agachado a limpiar de malas hierbas el terreno cuando oí el grito de una voz penetrante:

      –¡Cordelia! ¡Cordelia! ¡Ensuciándote el vestido por arrodillarte en la hierba húmeda! No es mi semana, pero voy a hablarle de ti a tu tía Annabella.

      Y la ventana se cerró de un tirón. Era la señorita Dorothy. Y me sentí casi tan culpable como la pobre señorita Cordelia, pues me había contado la señora Turner que nosotras le habíamos hecho una gran ofensa a la señorita Dorothy al no haber ido a visitarla en su habitación aquel día en que habíamos presentado nuestros respetos a sus hermanas; y yo tenía cierta idea de que ver a la señorita Cordelia conmigo era casi tanto una falta como el arrodillarse en la hierba húmeda. De modo que pensé que debía tomar el toro por las astas.

      –¿Me llevarías con tu tía Dorothy, querida? –dije.

      La chiquilla no tenía ninguna gana de ir a la habitación de su tía Dorothy, como sí había tenido evidentemente ante la puerta de la señorita Annabella. Por el contrario, me la señaló a una distancia segura y luego se alejó al paso medido que le habían enseñado a usar en esa casa, donde cosas tales como correr, subir las escaleras de a dos escalones o bajarlas saltando de a tres se consideraban indignas y vulgares. La habitación de la señorita Dorothy era la menos atractiva de todas. En cierto modo tenía algo de mirar al noreste, aunque daba directo al sur; y en cuanto a la propia señorita Dorothy, era más parecida a una “prima Betty” que a ninguna otra cosa; si es que ustedes saben lo que es una prima Betty, y tal vez sea una palabra demasiado pasada de moda para que la entienda cualquiera que haya aprendido lenguas extranjeras; pero cuando yo era chica, solía haber pobres mujeres chifladas que deambulaban por el país, una o dos por distrito. Nunca supe que hubieran hecho ningún daño; tal vez fueran idiotas de nacimiento, ¡pobres criaturas!, o sufrieran un fracaso sentimental, quién sabe. Pero vagaban por el país y eran bien conocidas en las granjas, donde a menudo conseguían comida y refugio por tanto tiempo como sus mentes agitadas les permitieran permanecer en un lugar determinado; y la esposa del granjero rebuscaba, quizás, una cinta, o una pluma, o una vieja pieza de seda elegante, para gratificar la inofensiva vanidad de esas pobres chifladas; y ellas se paseaban a veces tan acicaladas que, como las llamábamos siempre “prima Betty”, lo convertimos en una especie de proverbio para cualquiera que se vistiese con un estilo frívolo, llamativo, y decíamos que era una especie de prima Betty. De modo que ahora saben a qué quiero decir que se parecía la señorita Dorothy. Su vestido era blanco, como el de la señorita Annabella; pero, en lugar del sombrero de terciopelo negro que llevaba la hermana, ella tenía puesto, incluso dentro de la casa, un pequeño tocado de seda negra. Esto suena a menos parecido a una prima Betty que un sombrero; pero esperen hasta que les cuente cómo estaba guarnecido: con franjas de seda roja, anchas cerca de la cara, angostas cerca del ala; ¡por todo el ancho mundo!, semejantes a los rayos del sol naciente, como se los ve pintados en los carteles de las tabernas. Y su cara era como el sol; tan redonda como una manzana; y con colorete encima, sin ninguna duda; de hecho, ella me dijo una vez que una dama no estaba vestida si no se había puesto colorete. La señora Turner nos contó que estudiaba reflexiones en cantidad; no es que fuera en general una mujer pensante, diría yo; y que esa guarnición radial era el fruto de sus estudios. Tenía el cabello recogido, de manera tal que le cubría bastante la frente; y no voy a negar que deseé estar en mi casa, cuando me hallé de pie frente a ella en el vano de la puerta. Fingió no saber quién era yo y me hizo decirle todo acerca de mí; y luego resultó que sabía todo acerca de mí y me deseó que estuviera recuperada de mi fatiga del otro día.