Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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de ella grandes cosas. Su hermano, el general, y su madre la habían malcriado, antes que salirle al cruce sin necesidad, y de esa manera habían echado a perder su buen aspecto, el cual la anciana señora Morton siempre había tenido la esperanza de que haría la fortuna de la familia. Sus hermanas estaban enojadas con ella porque no se había casado con algún caballero rico importante; aunque, según solía decirle a la señora Turner, ¿cómo podía remediarlo? Ella estaba bien dispuesta, pero ningún caballero rico había ido a requerirla. Estuvimos de acuerdo en que no era su culpa; pero las hermanas pensaban que sí; y ahora, que había perdido la belleza, le echaban siempre en cara lo que habrían hecho si hubieran tenido sus obsequios. Había unas señoritas Burrell de las que habían oído hablar, cada una de las cuales se había casado con un lord; y esas señoritas Burrell no habían sido grandes bellezas. De modo que la señorita Sophronia solía elaborar la cuestión por la regla de tres, y la ponía de esta manera: si la señorita Burrell, con un par de ojos tolerable, nariz chata y boca grande, se había casado con un barón, ¿con qué rango de par debería haberse desposado nuestra linda Annabella? Y lo peor era que la señorita Annabella –que jamás había tenido ninguna ambición– en su juventud había querido casarse con un pobre cura; pero la habían frenado la madre y las hermanas, recordándole el deber que tenía frente a su familia. La señorita Dorothy había hecho todo lo posible; la señorita Morton siempre la elogiaba por eso. Sin la mitad del buen aspecto de la señorita Annabella, había bailado con un honorable en Harrogate tres veces de corrido; y aún ahora perseveraba en el intento; que era más de lo que se podía decir de la señorita Annabella, de espíritu muy abatido.

      Yo creo de veras que la señora Turner nos contó todo eso antes que hubiéramos visto a las damas. Les habíamos hecho saber, a través de la señora Turner, de nuestro deseo de presentarles nuestros respetos; de modo que nos aventuramos a ir hasta la puerta del frente y golpear con modestia. Habíamos razonado antes al respecto y estábamos de acuerdo en que, si hubiéramos ido con nuestra ropa de todos los días a ofrecer un pequeño regalo de huevos, o a visitar a la señora Turner (como ella nos había pedido), la puerta trasera habría sido la entrada apropiada para nosotras. Pero al ir, por más humildemente que fuese, a presentar nuestros respetos y ofrecer nuestra reverencial bienvenida a las señoritas Morton, adquiríamos rango de visitantes suyas y debíamos ir por la puerta del frente. Nos hicieron pasar por las anchas escaleras, luego a lo largo de la galería y subir dos escalones hasta la habitación de la señorita Sophronia. Ella hizo a un lado a toda prisa unos papeles cuando entramos. Oímos decir después que estaba escribiendo un libro, que se llamaría La Chesterfield femenina; o Cartas de una dama de calidad a su sobrina. Y la sobrinita estaba sentada allí en una silla alta, con una tabla plana atada a la espalda y los pies en el cepo debajo de la silla; de modo que no tenía nada que hacer salvo escuchar las cartas de la tía; que se le leían en voz alta a medida que iban siendo escritas, para observar qué efecto tenían en los modales de ella. Yo no estaba muy segura de si a la señorita Sophronia le había gustado nuestra interrupción; pero sé que a la pequeña señorita Cordelia Mannisty sí.

      –¿La joven dama está encorvada? –preguntó Ethelinda durante una pausa en la conversación. Yo había notado que los ojos de mi hermana se posaban en la niña; aunque, haciendo un esfuerzo, a veces lograba mirar ocasionalmente alguna otra cosa.

      –¡No!, señora, en absoluto –dijo la señorita Morton–. Pero nació en la India y la columna vertebral no se la endurecido todavía apropiadamente. Además, mis dos hermanas y yo nos hacemos cargo de ella una semana cada una; y sus sistemas de educación (yo diría de no educación) difieren tan total y enteramente de mis ideas, que, cuando la señorita Mannisty viene conmigo, me considero afortunada si puedo deshacer el…, ¡ejem!, que le han hecho durante una quincena de ausencia. Cordelia, querida, repite para estas buenas damas la lección de geografía que aprendiste esta mañana.

      La pobre señorita Mannisty empezó a contarnos un montón de cosas acerca de un río de Yorkshire del que nunca habíamos oído hablar, aunque me atrevería a decir que deberíamos haberlo hecho, y luego otro montón de cosas acerca de las ciudades por las que pasa y por qué eran famosas; y todo lo que puedo recordar –de hecho, que pude entender en ese momento– es que Pomfret era famosa por las pastillas Pomfret de regaliz, que yo conocía de antes. Pero Ethelinda boqueó en busca de aire antes que se terminara, porque estaba casi ahogada de asombro; y cuando se acabó, dijo:

      –¡Querida linda, es maravilloso!

      La señorita Morton pareció un poco disgustada y respondió:

      –En absoluto. Las buenas chicas pueden aprender cualquier cosa que quieran, incluso los verbos franceses. Sí, Cordelia, pueden. Y ser buena es mejor que ser linda. Aquí no pensamos en el aspecto. Puedes bajarte, niña, y salir al jardín; y ten cuidado de ponerte el tocado, de lo contrario vas a llenarte de pecas.

      Nosotras nos levantamos para despedirnos al mismo tiempo y salimos de la habitación detrás de la chiquilla. Ethelinda hurgó en su bolsillo.

      –Aquí tienes una moneda de seis peniques para ti, querida. Vamos, estoy segura de que puedes aceptarlo de una anciana como yo, a quien le has enseñado más geografía de la que yo hubiera pensado que se podía extraer de la Biblia.

      Pues Ethelinda siempre sostenía que los largos capítulos de la Biblia que eran todos nombres eran geografía; y aunque yo sabía muy bien que no era así, de todas maneras había olvidado cuál era la palabra correcta, así que la dejé tranquila, pues una palabra dura iba tan bien como otra. La pequeña señorita miró como si no estuviera segura de si podía aceptar; pero supongo que nosotras teníamos sendas caras viejas amables, porque finalmente le llegó una sonrisa a los ojos –no a la boca, ella había vivido demasiado con gente seria y callada para eso– y, con una mirada melancólica a nosotras, dijo:

      –Gracias. Pero ¿no van a ir a ver a tía Annabella?

      Nosotras dijimos que nos gustaría presentar nuestros respetos a sus otras dos tías si podíamos tomarnos esa libertad; y tal vez ella nos mostraría el camino. Pero, ante la puerta de una habitación, se detuvo en seco y dijo, apenada:

      –No puedo entrar; no es mi semana de estar con la tía Annabella. –Y luego se fue despacio y apesadumbrada hacia la puerta del jardín.

      –Esta niña está amedrentada por alguien –le dije a Ethelinda.

      –Pero sabe un montón de geografía…

      Las palabras de Ethelinda se cortaron en seco por la apertura de la puerta en respuesta a nuestro toque. La otrora hermosa señorita Annabella Morton estaba frente a nosotras y nos pedía que entráramos. Vestía de blanco, con un sombrero de terciopelo doblado hacia arriba y dos o tres plumas negras cortas cayendo de él. No me gustaría decir que se había puesto colorete, pero tenía un color muy lindo en las mejillas; en esa medida no puede hacer ni bien ni mal. Al principio parecía tan distinta de cualquiera a quien yo hubiera visto en mi vida, que me pregunté qué podría haber encontrado en ella de su gusto la niña, pues que le gustaba era muy claro. Pero, cuando habló la señorita Annabella, caí bajo el encanto. Su voz era muy dulce y lastimera y quedaba muy bien con la clase de cosas que decía ella; todo acerca de encantos de la naturaleza y lágrimas y aflicciones y ese tipo de conversación, que me recordaba bastante a la poesía: muy linda de escuchar, aunque yo nunca pude entenderla tan bien como la simple, cómoda prosa. Con todo, no sé muy bien por qué me gustó la señorita Annabella. Me parece que sentí pena por ella; aunque no sé si hubiera sentido eso de no habérmelo puesto ella en la cabeza. La habitación parecía muy cómoda; una espineta en un rincón para que se divirtiera, un buen sofá donde recostarse. Al rato conseguimos que hablara de su sobrinita, y ella también tenía su sistema educativo. Decía que esperaba desarrollar las sensibilidades y cultivar los gustos. Mientras estaba con ella, su adorada sobrina leía obras de imaginación y adquiría todo lo que la señorita Annabella pudiera impartir sobre las bellas artes. Ninguna de nosotras dos sabía bien a qué apuntaba, en ese momento; pero después, a fuerza de interrogar a la pequeña señorita, y mediante el uso de nuestros ojos y oídos, averiguamos que le leía en voz alta a la tía tendida en el sofá. Santo Sebastiano; o El joven protector era en lo que estaban absortas en ese momento; y, como era