Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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atravesaba la aldea a caballo con su chaqueta escarlata brillante, el largo cabello claro rizado cayendo por el cuello de encaje y el amplio sombrero negro con pluma sombreándole los alegres ojos azules; Ethelinda y yo pensábamos entonces, y yo siempre seguiré pensándolo, que nunca hubo un muchacho semejante. Tenía además un espléndido espíritu animado, muy suyo, y una vez azotó a un mozo de cuadra el doble de grande que él porque lo había obstaculizado. Verlos a él y a la señorita Phillis cabalgar a paso vertiginoso a través de la aldea en sus bonitos caballos árabes, riendo mientras enfrentaban el viento del oeste y con los largos rizos dorados volando detrás, una los habría creído hermanos, más bien que sobrino y tía, pues la señorita Phillis era hermana del escudero, mucho más joven que él; de hecho, en la época de la que hablo, no creo que ella pudiera tener más de diecisiete años y el joven escudero, su sobrino, tenía cerca de diez. Recuerdo que la señora Dawson nos mandó invitar a mi madre y a mí a la Casa Solariega para que pudiéramos ver a la señorita Phillis ya vestida para ir con su hermano a un baile en la casa de algún gran lord en honor del príncipe Guillermo de Gloucester, sobrino del buen Jorge III.

      Cuando la señora Elizabeth, doncella de la señora Morton, nos vio tomando el té en el salón de la señora Dawson, nos preguntó a Ethelinda y a mí si no nos gustaría ir al vestidor de la señorita Phillis a observarla vestirse; y luego dijo que, si prometíamos no tocar nada, iba a hacer que fuera interesante para nosotras ir. Nosotras habríamos prometido pararnos sobre nuestras cabezas, y habríamos tratado de hacerlo, además, para ganarnos semejante privilegio. De modo que fuimos y nos quedamos juntas, tomadas de la mano, en un rincón fuera del paso, sintiéndonos muy coloradas y tímidas y acaloradas, hasta que la señorita Phillis nos puso cómodas haciendo toda clase de trucos cómicos, nada más para hacernos reír, lo que finalmente hicimos sin ambages, a pesar de nuestros esfuerzos por estar serias, por miedo a que la señora Elizabeth se quejara de nosotras a nuestra madre. Me acuerdo de la fragancia del polvo maréchale con el que rociaron apenas el cabello de la señorita Phillis; y de cómo sacudió ella la cabeza, como una potranca, para soltar el pelo que la señora Elizabeth estaba estirando sobre una almohadilla. Luego la señora Elizabeth probó un poco del lápiz labial de la señora Morton; y la señorita Phillis se lo quitaba con una toalla húmeda, diciendo que le gustaba más su propia palidez que el color de cualquier actriz; y cuando la señora Elizabeth quiso sólo tocarle las mejillas una vez más, ella se escondió detrás del enorme sillón y se asomaba, con su cara dulce, alegre, primero por un lado y luego por el otro, hasta que todas oímos la voz del escudero a través de la puerta, pidiéndole, si ya estaba vestida, que saliera para que la viese la señora, cuñada de ella; porque, como dije, la señora Morton era inválida y no podía salir a ninguna fiesta distinguida como esa. Nos quedamos todas calladas un instante; y hasta la señora Elizabeth no pensó más en el lápiz labial, sino en cómo ponerle bien rápido el hermoso vestido azul a la señorita Phillis. Tenía nudos color cereza en el pelo, y los nudos del pecho eran de la misma cinta. El vestido era abierto por delante, hacia una falda de seda blanca acolchada. Nos hacía sentir mucha timidez el verla allí totalmente vestida: parecía tanto más distinguida que nadie a quien hubiéramos visto antes; y fue una especie de alivio cuando la señora Elizabeth nos dijo que bajáramos al salón de la señora Dawson, donde mi madre había estado sentada todo el tiempo.

      Justo cuando estábamos contando lo divertida y cómica que había estado la señorita Phillis, entró un lacayo.

      –Señora Dawson –dijo–, el escudero me solicita que la invite a ir con la señora Sidebotham al salón del ala oeste, para echarle un vistazo a la señorita Morton antes que se vaya.

      Fuimos nosotras también, pegadas a nuestra madre. La señorita Phillis pareció bastante tímida cuando entramos y se quedó de pie al lado de la puerta. Creo que debemos de haberle demostrado todas que nunca en nuestra vida habíamos visto nada tan hermoso como estaba ella, pues se puso muy colorada ante nuestra mirada fija de admiración y, para aliviarse, empezó a hacer toda clase de gracias: giros y reverencias que le inflaban las suntuosas enaguas de seda; abrir el abanico (regalo de la señora, para completar su vestimenta) y asomarse primero de un lado y luego del otro, tal como había hecho en el piso de arriba; y luego agarrar al sobrino e insistirle en que debía bailar con ella un minué hasta que llegara el carruaje, propuesta que lo hizo enojar mucho, porque era un insulto a su virilidad (a los nueve años) suponer que él sabía bailar. “Estaba perfectamente bien que las muchachas se pusieran en ridículo”, dijo, “pero no funcionaba así con los hombres”. Y Ethelinda y yo pensamos que nunca habíamos oído un discurso tan refinado. Pero el carruaje llegó antes de que hubiéramos satisfecho nuestros ojos con la mitad del banquete; y el escudero salió de la habitación de su esposa para ordenar un poco la cama del señorito y acompañar a su hermana hasta el carruaje.

      Recuerdo mucho de lo conversado esa noche sobre duques regios y casamientos desiguales. Creo que la señorita Phillis sí bailó con el príncipe Guillermo; y me han dicho más de una vez que se llevó la campana del baile y que nadie le llegó cerca ni en belleza ni en modales bonitos y divertidos. Un día o dos después la vi corretear a través de la aldea, con el mismo aspecto que antes que bailara con un duque regio. Todas pensábamos que se casaría con alguien importante, y solíamos estar atentas a qué lord iba a llevársela. Pero la pobre señora murió y no hubo nadie más que la señorita Phillis para consolar a su hermano, porque el joven escudero se había ido a alguna gran escuela del sur; y la señorita Phillis se volvió seria y refrenaba a su poni para mantenerse al lado del escudero, cuando él salía a cabalgar en su vieja yegua de siempre a su manera perezosa, descuidada.

      No nos enterábamos mucho de los sucesos de la Casa Solariega ahora que la señora Dawson había muerto; de modo que no sé decir cómo estaba; pero al poco tiempo hubo una conversación sobre facturas que antes se pagaban semanalmente y ahora se les permitía pasar al primer día de cada trimestre; y luego, en vez de que se cancelaran el primer día de cada trimestre, se las posponía para Navidad; y muchos decían que habían tenido bastante trabajo para conseguir su dinero entonces. Por la aldea corrió un rumor de que el joven escudero apostaba fuerte en el colegio, y de que escabullía más dinero del que el padre podía proporcionarle. Pero cuando venía a Morton, estaba tan buen mozo como siempre; y yo, por ejemplo, jamás creí nada malo de él; aunque admito que otros podrían haberle hecho trampa sin que él lo sospechara. Su tía le tenía tanto cariño como siempre, y él a ella. Muchas son las veces que los he visto caminando juntos, a veces bastante tristes, a veces divertidos como siempre. Al tiempo, mi padre oyó hablar de ventas de pequeñas porciones de tierra, no incluidas en el vínculo; y, finalmente, las cosas se pusieron tan mal, que los cultivos mismos se vendieron todavía verdes en el suelo, a cualquier precio que la gente pagara, con tal que se pagara dinero en efectivo. El escudero a la larga cedió por completo y no salía nunca de la casa; y el señorito en Londres; y la pobre señorita Phillis solía intentar andar detrás de los obreros y trabajadores ahorrando lo que pudiera. Para ese entonces ella debía de estar por encima de los treinta años; Ethelinda y yo teníamos diecinueve y veintiuno cuando murió mi madre, y eso fue unos años antes. Bueno, finalmente el escudero murió; dicen, en efecto, que porque le rompió el corazón el despilfarro del hijo; y, aunque los abogados lo mantuvieron en la intimidad, se empezó a rumorear que la fortuna de la señorita Phillis también se había esfumado. Como sea, los acreedores cayeron sobre la propiedad como lobos. Estaba vinculada y no se podía vender; pero pusieron el asunto en manos de un abogado, quien debía conseguir lo que se pudiera, sin ninguna compasión por el pobre joven escudero, que no tenía un techo para su cabeza. La señorita Phillis se fue a vivir sola en una cabañita de la aldea, en el límite de la propiedad, que el abogado le permitió tener porque no podía alquilársela a nadie, de tan vieja y venida abajo que estaba. Nunca supimos de qué vivía la pobre dama; pero ella decía que estaba bien de salud, que era todo lo que nos atrevíamos a preguntar. Vino a ver a mi padre justo antes de su muerte, y él pareció cobrar audacia por la sensación de que estaba muriéndose; de modo que preguntó, cosa que yo anhelaba saber hacía muchos años, dónde estaba el joven escudero. Nunca lo habían visto en Morton desde el funeral de su padre. La señorita Phillis dijo que se había ido al extranjero; pero en qué lugar estaba entonces ni ella misma lo sabía muy bien; sólo tenía la sensación de que, tarde o temprano, volvería al antiguo sitio, donde ella procuraría mantener un