Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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fue lo suficientemente malo hacerlos entrar y oír sus comentarios sobre los pocos restos de mobiliario; porque de sus amargas estrecheces nadie había sabido ni siquiera lo que habíamos sabido Ethelinda y yo, y a nosotras nos había impactado la vaciedad del sitio. Sí oí decir que uno o dos de los de peor condición habían dicho que no era por nada que nos habíamos guardado a la muerta para nosotras durante dos noches; que, a juzgar por el encaje de su cofia, debía de haber algunas buenas sobras. Ethelinda habría desmentido eso, pero yo le pedí que lo dejara pasar; le ahorraría a la memoria de los orgullosos Morton la vergüenza que se piensa que significa la pobreza; y en cuanto a nosotras, pues podríamos superarlo. Pero, en general, la gente se ofreció con amabilidad; no faltó dinero para enterrarla bien, si no de manera distinguida, como correspondía a su cuna; y se invitó al funeral a más de uno que podría haber cuidado un poco más de ella en vida. Entre otros estaba el escudero Hargreaves de la Casa Solariega Bothwick del páramo. Era una especie de primo lejano de los Morton; de modo que cuando llegó le pidieron que fuera como doliente principal ante la extraña ausencia del escudero Morton, que me habría extrañado más si no me hubiera parecido casi chiflado cuando aquella noche observé a través de los postigos sus actitudes. El escudero Hargreaves se sobresaltó cuando le hicieron el halago de pedirle que llevara la cabecera del ataúd.

      –¿Dónde está el sobrino? –preguntó.

      –Nadie lo ha visto desde el jueves pasado a las ocho de la mañana.

      –Pero yo lo vi el jueves al mediodía –dijo el escudero Hargreaves, con un rotundo juramento–. Vino a los páramos a contarme de la muerte de su tía y a pedirme que le diera un poco de dinero para enterrarla, a cambio de que me entregara en prenda los botones de oro de su camisa. Me dijo que yo era un primo y podía apiadarme de un caballero que se hallaba en esa gran necesidad; que los botones eran el primer regalo que le había hecho la madre; y que yo debía mantenerlos guardados, porque algún día él iba a hacer fortuna y regresaría a rescatarlos. Él no sabía que la tía estaba tan enferma, de lo contrario se habría separado de esos botones antes, aunque los considerara más preciosos que cuanto podría explicarme. Le di dinero; pero no tuve corazón para aceptar los botones. Me pidió que no contara nada de esto; pero cuando un hombre desaparece, es mi obligación dar todas las pistas en mi poder.

      ¡Y así la pobreza de ellos se divulgó! Pero la gente lo olvidó todo en la búsqueda del escudero en la zona del páramo. Dos días buscaron en vano; el tercero, arriba de un centenar de hombres salieron, tomados de la mano, paso por paso, para no dejar ni un pie de terreno sin registrar. Lo encontraron, duro y tieso, con el dinero del escudero Hargreaves y los botones de oro de la madre guardados en el bolsillo del chaleco.

      Y lo tendimos al lado de su pobre tía Phillis.

      Después que encontraron muerto al escudero, John Marmaduke Morton, de esa triste manera, en los inhóspitos páramos, pareció que los acreedores perdían todo dominio sobre la propiedad; que, de hecho, durante los siete años en que la habían tenido, habían secado como una naranja chupada. Pero durante un largo tiempo nadie parecía saber quién era el legítimo dueño de la Casa Solariega Morton y las tierras. La vieja casa cayó en descuido de reparaciones; las chimeneas estaban llenas de nidos de estorninos; las banderas de la terraza delantera estaban tapadas por la hierba crecida; los vidrios de las ventanas estaban rotos, nadie sabía cómo ni por qué, pues los niños de la aldea erigieron una historia de que la casa estaba embrujada. Ethelinda y yo íbamos a veces en las mañanas de verano y cortábamos algunas de las rosas que estaba estrangulando la enredadera esparcida por encima de todo; y solíamos tratar de desmalezar un poco el antiguo jardín de flores; pero ya no éramos jóvenes y el estar agachadas nos hacía doler la espalda. No obstante, siempre nos sentíamos más contentas si habíamos limpiado al menos un pequeño espacio así. Con todo, no íbamos allí de buena gana por la tarde y nos íbamos siempre del jardín mucho antes de la primera leve sombra del anochecer.

      Preferimos no preguntar a la gente común –mucha de la cual trabajaba de tejedora para los manufactureros de Drumble y ya no más de podadora o cavadora–, preferimos no preguntarles, digo, quién era ahora el escudero, ni dónde vivía. Pero un día un gran abogado londinense llegó al escudo de armas de los Morton y armó un lindo revuelo. Vino de parte de cierto general Morton, que era ahora escudero, aunque estaba en la India. Le habían escrito y habían demostrado que era el heredero, aunque era un primo muy lejano, había que remontarse mucho más atrás que sir John, me parece. Y ahora había enviado a decir que debían tomar dinero suyo que estaba en Inglaterra y poner la casa en minuciosa reparación; porque tres hermanas suyas solteras, que vivían en alguna ciudad del norte, vendrían a vivir en la Casa Solariega Morton hasta su regreso. De modo que el abogado envió buscar un constructor de Drumble y le dio instrucciones. Nos pareció que habría sido más bonito que hubiera contratado a John Cobb, el constructor y carpintero de Morton, el que había hecho el ataúd del escudero, y el del padre del escudero antes que ese. En cambio, vino una tropa de hombres de Drumble, a golpear y voltear en la Casa Solariega y hacer sus bromas de acá para allá en todas esas habitaciones majestuosas. Ethelinda y yo no nos acercamos jamás al lugar hasta que se fueron, con todas sus pertenencias. Y entonces, ¡qué cambio! Las antiguas ventanas de bisagras, con sus cristales densamente emplomados medio cubiertos por viñas y rosas, fueron quitadas y en su lugar había grandes, saltonas ventanas de guillotina. Adentro, rejillas nuevas en las chimeneas; todas modernas, novedosas y humeantes, en lugar de los morillos de latón que sostenían los enormes leños en tiempos del antiguo escudero. La pequeña alfombra turca cuadrada colocada debajo de la mesa del comedor, que le había servido a la señorita Phillis, no era suficientemente buena para estos nuevos Morton; hicieron alfombrar el comedor entero. Nos asomamos al antiguo salón comedor, aquel salón donde habían dispuesto la comida para los predicadores puritanos; el salón de la bandera, según lo habían llamado en años recientes. Pero tenía olor a humedad, a tierra, y se usaba como trastero. Cerramos la puerta más rápido de lo que la habíamos abierto. Nos fuimos decepcionadas. La Casa Solariega ya no era como nuestra venerada Casa Solariega Morton.

      –Después de todo, esas tres damas son Morton –me dijo Ethelinda–. No debemos olvidarlo: tenemos que ir a cumplir con nuestro deber para con ellas tan pronto como hayan aparecido en la iglesia.

      Consiguientemente fuimos. Pero habíamos oído y visto un poco de ellas antes de presentarles nuestros respetos en la Casa Solariega. Su doncella había estado en la aldea; su doncella, como la llamaban ahora; pero una doncella para todo servicio había sido hasta entonces, según reveló ella enseguida cuando la interrogamos. No obstante, nunca fuimos orgullosas; y ella era hija de un granjero honesto de Northumberland. ¡Qué obra hacía con el inglés de la reina! Dicen que la gente de Lancashire habla con acento cerrado, pero yo siempre pude entender nuestra amable lengua; mientras que, cuando la señora Turner me dijo su apellido, tanto Ethelinda como yo habríamos jurado que dijo Donagh y temimos que fuera irlandesa. Sus señoras habían pasado ya de lo que podría llamarse la flor de la juventud; la señorita Sophronia –la señorita Morton, más propiamente– tenía sesenta años recién cumplidos; la señorita Annabella, tres años menos; y la señorita Dorothy (o Baby, como le decían cuando estaban a solas) tenía dos años menos todavía. La señora Turner tenía mucha confianza con nosotras, en parte porque, no me cabe duda, había oído hablar de nuestra antigua relación con la familia, y en parte porque era una parlanchina redomada y se alegraba de que alguien la escuchase. Así que la primerísima semana nos contó que todas las señoras habían deseado el dormitorio del este –el que daba al noreste–, donde no dormía nadie en los tiempos del antiguo escudero; pero había dos escalones que llevaban hasta allí, y la señorita Sophronia decía que ella nunca permitiría que una hermana menor tuviera una habitación más elevada que la suya. Ella era la mayor y tenía derecho a los escalones. De modo que se encerró allí durante dos días, mientras desempacaba su ropa, y luego salió, con el aspecto de una gallina que ha puesto un huevo y desafía a todo el mundo a que le quiten ese honor.

      Pero sus hermanas eran muy deferentes con ella en general, hay que decirlo. Nunca tenían más de dos plumas negras en el tocado, mientras que ella tenía siempre tres. La señora Turner dijo que una vez, cuando creyeron que la señorita Annabella iba a recibir una propuesta de casamiento, la señorita Sophronia no se había opuesto