Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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Morton –dije yo–, háganos el honor de tomar el té con nosotras esta única vez. Su padre, el escudero, una vez almorzó con mi padre, y estamos orgullosas de eso hasta el día de hoy.

      Le serví té, que ella se bebió; de la comida se arredró como si sólo verla la enfermase de nuevo. Pero cuando se levantó para irse, la miró con sus ojos tristes, lobunos, como si no pudiera dejarla; y finalmente rompió en un llanto bajo y dijo:

      –¡Ay, Bridget, estamos famélicos! ¡Estamos famélicos por falta de comida! Yo puedo soportarlo, no me importa; pero él sufre, ¡ah, cómo sufre! Permítanme llevarle comida por esta única noche.

      Casi no podíamos hablar; teníamos el corazón en la garganta y por las mejillas nos corrían las lágrimas como lluvia. Preparamos un canasto y lo llevamos hasta su puerta misma, sin aventurarnos a decir ni una palabra, pues sabíamos lo que debía de haberle costado decir eso. Cuando la dejamos en su cabaña, hicimos nuestra profunda reverencia habitual, pero ella cayó sobre nuestros cuellos y nos besó. Durante varias noches posteriores ella rondó nuestra casa, pero nunca volvió a entrar y a mirarnos a la luz de la vela o del fuego, mucho menos a encontrarse con nosotros a la luz del día. Nosotras le llevábamos comida con tanta regularidad como nos era posible y se la dábamos en silencio y con las reverencias más profundas a nuestro alcance, de tan honradas que nos sentíamos. Teníamos muchos planes ahora que nos había permitido saber de su aflicción. Teníamos la esperanza de que nos concediera la posibilidad de seguir sirviéndola de alguna manera, según nos correspondía como Sidebotham. Pero una noche no vino; nos quedamos afuera al viento frío, crudo, escudriñando la oscuridad en busca de su figura delgada, agotada; todo en vano. A última hora de la tarde siguiente, el joven escudero levantó el pestillo y se plantó en el medio de nuestra sala de cocina. El techo era bajo y se hacía más bajo todavía por las vigas profundas que sostenían el piso de arriba; él se inclinó mientras nos miraba y trataba de formar palabras, pero de su boca no salía ningún sonido. Nunca he visto un dolor tan demacrado; ¡no, jamás! Finalmente me tomó del hombro y me condujo fuera de la casa.

      –¡Venga conmigo! –dijo, cuando estuvimos al aire libre, como si eso le diera fuerzas para hablar audiblemente.

      No me hizo falta una segunda frase. Entramos los dos en la cabaña de la señorita Phillis, una libertad que nunca antes me había tomado. El escaso mobiliario que había allí quedaba claro a la vista que estaba constituido por fragmentos en desuso del antiguo esplendor de la Casa Solariega Morton. No había fuego. En el hogar había grises cenizas de madera. Un antiguo sofá, en un tiempo blanco y dorado, ahora estaba doblemente desvencijado por su caída de su antigua situación. Sobre él yacía la señorita Phillis, muy pálida; muy quieta; los ojos cerrados.

      –¡Dígame! –jadeó él–. ¿Está muerta? Me parece que está dormida; pero se ve tan fuerte… como si pudiera estar…

      No podía decir de nuevo la espantosa palabra. Me incliné y no sentí ningún calor; sólo una atmósfera helada parecía rodearla.

      –¡Está muerta! –respondí al fin–. ¡Ay, señorita Phillis! ¡Señorita Phillis! –Y, como una tonta, empecé a llorar. Pero él se sentó sin una lágrima y miró ausente la chimenea vacía. No me atreví a llorar más cuando vi su tristeza pétrea. No sabía qué hacer. No podía dejarlo; y sin embargo, no tenía ninguna excusa para quedarme. Fui hasta la señorita Phillis y le arreglé con suavidad los mechones grises desgreñados en torno a la cara.

      –¡Ay! –dijo él–. Hay que acostarla. ¿Quién más adecuado para hacerlo que usted y su hermana, hijas del buen Robert Sidebotham?

      –Ah, mi señor –dije yo–, este no es un lugar adecuado para usted. Permítame ir a buscar a mi hermana para que se quede sentada conmigo toda la noche; y háganos el honor de dormir en nuestra pobre cabañita.

      No me esperaba que lo hiciera; pero después de unos momentos de silencio, estuvo de acuerdo con mi propuesta. Me fui rápido a casa y le conté a Ethelinda, y, llorando las dos, apilamos los leños del fuego y tendimos la mesa con comida y preparamos una cama en un rincón del piso. Cuando yo ya estaba lista para irme, vi a Ethelinda abrir el cofre grande donde guardábamos nuestros tesoros; y de allí sacó una fina blusa de holanda que había sido una de las blusas de novia de mi madre; y, viendo qué se proponía, subí a la planta alta y bajé una pieza de raro encaje antiguo, bastante zurcido sin duda, pero aun así del antiguo punto de Bruselas, que me había legado hacía largo tiempo mi madrina, la señora Dawson. Apiñamos esas cosas bajo nuestras capas, cerramos la puerta con llave y partimos a hacer cuanto estaba a nuestro alcance por la pobre señorita Phillis. Encontramos al escudero sentado exactamente igual que como lo habíamos dejado; no supe muy bien si me entendió cuando le expliqué cómo abrir nuestra puerta y le di la llave, aunque hablé con toda la claridad que pude por el ahogo en mi garganta. Finalmente se levantó y se fue; y Ethelinda y yo compusimos los pobres, delgados miembros de ella para un reposo decente y la envolvimos en la fina blusa de holanda; y luego yo trencé mi encaje en una especie de cofia para sujetar las facciones consumidas. Cuando terminamos todo, la miramos desde cierta distancia.

      –¡Que una Morton muriera de hambre! –dijo solemne Ethelinda–. No nos habríamos atrevido a pensar que semejante cosa estaba entre las probabilidades de la vida. ¿Te acuerdas de aquella nochecita, cuando nosotras éramos niñas pequeñas y ella una joven dama alegre que nos espiaba desde detrás de su abanico?

      No lloramos más; nos sentíamos muy inmovilizadas y pasmadas. Después de un rato dije:

      –Me pregunto si, después de todo, el joven escudero fue a nuestra casa. Tenía un aspecto extraño. Si me atreviera, iría a ver.

      Abrí la puerta; la noche estaba oscura como boca de lobo; el aire, muy inmóvil.

      –Voy yo –dije, y salí nomás, sin encontrar a ninguna criatura, pues eran bien pasadas las once.

      Llegué a nuestra casa; la ventana era larga y baja, y los postigos estaban viejos y encogidos. Podía espiar bien entre ellos y ver todo lo que pasaba. Allí lo divisé, sentado junto al fuego, sin derramar una lágrima, pero con la apariencia de estar viendo en las brasas su vida pasada. La comida que habíamos preparado estaba intacta. Una o dos veces, durante mi larga observación (estuve fuera más de una hora), él se volvía hacia la comida y hacía como si fuera a comerla, y luego retrocedía estremecido; pero al fin la agarró y la desgarró con los dientes y se rio y regocijó con ella como un animal famélico. No pude evitar llorar entonces. Se dio un atracón con grandes bocados; y cuando no pudo comer más, pareció como si su fuerza para el sufrimiento hubiera vuelto. Se echó sobre la cama, y jamás oí hablar de una pasión de sufrimiento como esa, menos aún he visto otra así. No pude soportar ser testigo de eso. La difunta señorita Phillis yacía calma e inmóvil. Sus pruebas se habían terminado. Resolví volver y velar con Ethelinda.

      Cuando el amanecer gris pálido entró sigiloso, haciéndonos temblar y tiritar después de nuestra vigilia, regresó el escudero. Las dos teníamos un miedo mortal por él, no sabíamos por qué. Se lo veía bastante tranquilo: las arrugas eran profundas desde antes, no había allí vestigios nuevos. Se quedó de pie mirando a la tía uno o dos minutos. Luego subió al desván que estaba arriba de la habitación donde nos encontrábamos nosotras; bajó con un paquetito envuelto en papel; nos pidió que siguiéramos velando un rato más. Primero una y después la otra fuimos a casa a buscar algo de comida. Había una glacial helada negra; no había afuera nadie que pudiera quedarse dentro; y quienes estaban fuera no tenían ningún interés en pararse a hablar. Hacia la tarde el aire se oscureció y empezó una gran tormenta de nieve. No nos atrevíamos a quedarnos de a una sola; con todo, en la cabaña donde había vivido la señorita Phillis no había ni fuego ni combustible. De modo que nos quedamos sentadas temblando y tiritando hasta la mañana. El escudero no vino en absoluto esa noche ni todo el día siguiente.

      –¿Qué debemos hacer? –preguntó Ethelinda, totalmente derrumbada–. Me voy a morir si me quedo acá otra noche. Tenemos que contarles a los vecinos y conseguir ayuda para velar.

      –Eso tenemos que hacer –dije yo, en voz muy baja y apenada.