Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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en la cara; y entendimos todo. Estaba en alguna mesa de juego francesa, si no estaba en una inglesa.

      La señorita Phillis estaba en lo cierto. Habrá sido un año después de la muerte de mi padre cuando él volvió, con aspecto de viejo, gris, agotado. Llegó a nuestra puerta justo después que la habíamos trancado una nochecita de invierno. Ethelinda y yo todavía vivíamos en la granja, tratando de mantenerla y de hacer que pagara; pero era un trabajo duro. Oímos venir pasos por el recto paseo de guijarros; y luego se detuvieron justo delante de nuestra puerta, bajo el propio portal, y oímos la respiración de un hombre, rápida y entrecortada.

      –¿Abro la puerta? –dije yo.

      –¡No, espera! –dijo Ethelinda; porque vivíamos solas y no había ninguna cabaña cerca. Contuvimos la respiración. Hubo un golpe a la puerta.

      –¿Quién es? –exclamé.

      –¿Dónde vive la señorita Morton…, la señorita Phillis?

      No estábamos seguras de si debíamos contestarle, porque ella, al igual que nosotras, vivía sola.

      –¿Quién es? –pregunté de nuevo.

      –El señor de ustedes –contestó él, orgulloso y furioso–. Me llamo John Morton. ¿Dónde vive la señorita Phillis?

      Desatrancamos la puerta en un santiamén y le rogamos que entrara; que perdonara nuestra grosería. Le habríamos dado de lo mejor que teníamos, como correspondía; pero él solo escuchó las indicaciones que le dimos para llegar donde su tía y no prestó ninguna atención a nuestras disculpas.

       Capítulo II

      Hasta ese momento nos había parecido más bien impertinente hablar entre nosotras de nuestra silenciosa inquietud individual con respecto a de qué vivía la señorita Phillis; pero sé que en el fondo ambas pensábamos sobre el tema, con una especie de lástima respetuosa por su patrimonio venido a menos. La señorita Phillis –aquella a quien recordábamos como un ángel por su belleza y como una princesita por la influencia imperiosa que ejercía, la cual era una coacción tan dulce que todas nos habíamos sentido orgullosas de ser sus esclavas–, la señorita Phillis era ahora una mujer agotada, sencilla, vestida de entre casa, tendiente a la vejez; y con aspecto… (en esa época yo no me atrevía a expresar un pensamiento tan insolente, ni siquiera para mí misma)… pero sí que tenía un aspecto como de si no tuviera la comida apropiadamente nutritiva que precisaba. Un día, recuerdo que la señora Jones, la esposa del carnicero (era una persona de Drumble), dijo, a su manera descarada, que no le sorprendía ver a la señorita Morton tan pálida y exangüe, porque sólo se daba el gusto de comer carne los domingos y vivía todo el resto de la semana a bazofia y pan con manteca. Ethelinda puso su cara severa –una expresión que me da miedo hasta hoy día– y dijo: “Señora Jones, ¿usted supone que la señorita Morton puede comer su carne muerta de hambre? Usted no sabe lo refinada y exquisita que es, como cabe a alguien nacida y criada como ella. ¿Qué fue lo que tuvimos que traerle el sábado pasado del distinguido carnicero nuevo de Drumble, Biddy?”. (Llevábamos nuestros huevos al mercado de Drumble todos los sábados, porque los hilanderos de algodón nos pagaban un precio más alto que la gente de Morton: ¡más tontos ellos!)

      Me pareció más bien cobarde de parte de Ethelinda que me pasara la narración a mí; pero ella siempre le dio mucha importancia a salvar su alma; más que yo, me temo, porque contesté, más audaz que un león: “Dos panes dulces, a un chelín cada uno; y un cuarto delantero de cordero doméstico, a dieciocho peniques la libra”. Entonces se despachó la señora Jones, enojada, diciendo que “su carne era suficientemente buena para la señora Donkin, la viuda del propietario del gran molino, y podía bastarle a la miserable señora Morton cualquier día”. Cuando estuvimos solas, le dije a Ethelinda: “Me temo que tendremos que pagar por nuestras mentiras en el gran día de rendición de cuentas”; y Ethelinda contestó, muy cortante (es una buena hermana por lo general): “Habla por ti misma, Biddy. Yo no dije una palabra. Sólo hice preguntas. ¿Qué puedo hacer si dices mentiras? Claro que me extrañó de ti lo fácil que decías lo que no era cierto”. Pero yo sabía que estaba contenta de que yo hubiera dicho las mentiras, en el fondo.

      Después que el pobre escudero vino a vivir con la tía, la señorita Phillis, nos aventuramos a hablar un poco entre nosotras. Estábamos seguras de que se encontraban en apuros. Se les notaba. Él tenía a veces una tos seca fea, aunque era tan digno y orgulloso que no tosía nunca cuando había alguien cerca. Yo lo he visto levantado antes del amanecer, barriendo el estiércol de los caminos, en un intento de conseguir abono suficiente para la pequeña parcela de terreno de detrás de la cabaña, que la señorita Phillis había abandonado, pero que el sobrino trabajaba y labrada; pues, dijo él, un día, a su manera distinguida, lenta, “siempre había sido aficionado a los experimentos en agricultura”. Ethelinda y yo creíamos que las dos o tres veintenas de repollos que él cultivaba era todo lo que tenían para vivir durante ese invierno, además del poco de harina y de té que obtenían en la tienda de la aldea.

      Un viernes a la noche le dije a Ethelinda:

      –Es una vergüenza que llevemos estos huevos para vender en Drumble y nunca le ofrezcamos uno al escudero, en cuyas tierras nacimos.

      Ella contestó:

      –Pensé lo mismo muchas veces; pero ¿cómo podríamos hacerlo? Yo, por ejemplo, no me atrevo a ofrecérselos al escudero; y en cuanto a la señorita Phillis, parecería una impertinencia.

      –Voy a intentarlo –dije yo.

      De modo que esa noche me llevé algunos huevos –huevos amarillos frescos de nuestra faisana, sin semejantes en veinte millas a la redonda– y los deposité con suavidad después del anochecer en uno de los pequeños asientos de piedra que había en el portal de la cabaña de la señorita Phillis. Pero, ¡ay!, cuando salimos para el mercado de Drumble, temprano a la mañana siguiente, allí estaban mis huevos todos hechos añicos y derramados, formando un feo charco amarillo en el camino justo delante de la cabaña. Mi intención era seguir con un pollo o algo así, pero ahora veía que no iba a funcionar jamás. La señorita Phillis venía de vez en cuando a visitarnos; estaba un poco más distante, remota que cuando era una muchacha, y nosotras sentíamos que debíamos guardar nuestro sitio. Supongo que habíamos ofendido al joven escudero, pues nunca se acercó a nuestra casa.

      Bueno, vino un invierno crudo y las provisiones subieron; y Ethelinda y yo teníamos mucho jaleo para parar la olla. Si no hubiera sido por la buena administración de mi hermana, habríamos estado endeudadas, bien lo sé; pero ella propuso que prescindiéramos del almuerzo y sólo hiciéramos desayuno y té a modo de cena, con lo cual estuve de acuerdo, pueden estar seguras.

      Un día de horneada yo había hecho algunas tartas para el té, pasteles de papa los llamábamos. Tenían un olor sabroso y picante; y, para tentar a Ethelinda, que no estaba del todo bien, cociné una tajada de tocino. Justo cuando estábamos sentándonos, golpeó a nuestra puerta la señorita Phillis. La hicimos pasar. Sólo Dios sabe lo blanca y demacrada que estaba. El calor de nuestra cocina la hizo tambalearse y por un rato no pudo hablar. Pero todo el tiempo miraba la comida que estaba sobre la mesa como si temiera cerrar los ojos por miedo a que todo se esfumara. Era una mirada ávida como la de un animal, ¡pobre alma!

      –Si me atreviera… –dijo Ethelinda, con el deseo de invitarla a compartir nuestra comida, pero con temor de expresar lo que pensaba. No lo expresó, pero le pasó el buen, caliente, enmantecado pastel; el cual ella agarró y, al llevárselo a los labios como para probarlo, se echó atrás en la silla, llorando.

      Nunca antes habíamos visto llorar a un Morton; fue algo espantoso. Nos quedamos calladas y pasmadas. Ella se recuperó, pero no probó la comida; por el contrario, la cubrió con las dos manos, como si tuviera miedo de perderla.

      –Si me permiten –dijo, en cierta manera majestuosa, como para compensar el hecho de que la hubiéramos visto llorar–, se la llevo a mi sobrino.

      Y se levantó para irse; pero apenas si podía mantenerse en pie por