152 Dalberg, por ejemplo, ofició una misa para celebrar las victorias de Napoleón contra Prusia en Jena y Auerstädt en 1806. Acerca de este y otros hechos ulteriores vid. Hausberger, K. (ed.), 1995; Färber, K. M., 1988; Menzel, G., 1974, 1-126; Decot, R. (ed.), 2002; Härter, K., 2006, 89-115. Véase también 641-654 y la parte que trata la Confederación del Rin (660-663).
153 Smith, W. H. B., 1974, 12-13.
154 Existe un ejemplo detallado de esto en E. Klueting, E., «“Damenstifter sind zufluchtsörter, wo sich Fräuleins von adel schicklich aufhalten können”. Zur Säkularisation von Frauengemeinschaften in Westfalen und im Rheinland 1773-1812», en Schilp, T. (ed.), 2004, 177-200.
155 von Aretin, K. O., 1993-2000, III, 518-521.
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* N. del T.: En latín en el original.
CAPÍTULO 3
Soberanía
LAS COLUMNAS DE HÉRCULES
No más allá de Metz
En el otoño de 1552, Carlos V pasó tres meses horribles asediando Metz con el mayor ejército que jamás llegó a comandar. Los franceses habían tomado la ciudad cinco meses antes en alianza con los príncipes protestantes que se oponían a la impopular solución de Carlos para la tensión religiosa del imperio. El 31 de julio, los príncipes habían obligado a su hermano menor, Fernando, a aceptar la Paz de Passau y Carlos necesitaba una gran victoria para restituir su prestigio. Pero sufrió su peor derrota. Con sus fuerzas mermadas por enfermedades y deserciones, el 1 de enero de 1553 levantó el asedio de Metz. Este hecho demostró los límites de la autoridad imperial y aceleró el proceso político que culminó dos años más tarde en la Paz de Augsburgo.1
Durante el asedio, los franceses remarcaron tales límites de forma simbólica y se burlaron de Carlos con una imagen de un águila imperial encadenada entre dos pilares con el lema Non Ultra Metas, un ingenioso juego de palabras, pues quería decir «no más allá de Metz» pero también «sin pasar de los límites» pues Metas significa a la vez «Metz» y «límites». El escudo ridiculizaba el motivo inventado en 1516 con ocasión del ascenso al trono de España de Carlos, que utilizaba ideas ya expresadas por Dante. Según la antigua leyenda, Hércules había marcado los límites del mundo conocido emplazando sendos pilares a uno y otro lado del estrecho de Gibraltar. Las pseudogenealogías de los apologistas de los Habsburgo afirmaban que Carlos era descendiente directo de Hércules, entre otros nobles héroes. En 1519 se añadió a la divisa de los dos pilares el lema Plus Ultra («más allá») para simbolizar a un tiempo la idea tradicional de imperio que abarca toda la civilización cristiana y la nueva idea de España, que, en aquella época, estaba conquistando su imperium del Nuevo Mundo en México y Perú (vid. Lámina 10).
Resultaba obvio, incluso en el momento en que esta enseña era diseñada, que el mundo conocido se dividía en numerosos Estados separados. Lo que no estaba claro era hasta qué punto cada uno era independiente y si debían interactuar como iguales. Tales cuestiones estaban presentes desde la fundación del imperio, pero nunca se desarrollaron lo suficiente como para dejar sin sentido las pretensiones imperiales, o para socavar la autoridad del emperador dentro de sus propios territorios.
Bizancio
En 800, Carlomagno y el papa León III establecieron un imperio que no era ni singular, ni el único que afirmaba ser romano. La pervivencia de Bizancio durante otros 653 años fue crucial para dividir la Europa cristiana en dos esferas políticas y religiosas, oriente y occidente, cuyo legado persiste hoy. Al contrario que el emperador de occidente, que también era rey, su homólogo bizantino era únicamente emperador. Hubo regencias en el este, pero nunca interregnos como en el oeste, con prolongados periodos sin un emperador coronado. Bizancio nunca desarrolló una normativa clara que rigiera la sucesión como las que se acabaron creando en el imperio tardomedieval. Entre los siglos IV y IX, el ejército, el Senado y el pueblo participaron, en coaliciones diversas, en la elección de los emperadores de oriente. Los candidatos elegidos se alzaban sobre un escudo entre los vítores de sus soldados, pero no se coronaban en una ceremonia religiosa. Antes de la dinastía macedonia, que detentó el poder entre 867 y 1056, nunca hubo más de cuatro generaciones de una misma familia en el trono imperial. La práctica de nombrar un sucesor surgió en el siglo X. Con los Commenos se estableció un régimen hereditario (1081-1185) y de nuevo con los Paleólogos (1259-1453).
Los emperadores bizantinos asumían el poder de forma directa. Desde 474 se celebraron coronaciones, pero sin ninguno de los elementos sacros que fueron apareciendo de forma gradual durante el siglo XIII a causa de la influencia occidental. Se esperaba del emperador que gobernase como un rey del Antiguo Testamento, que, aunque no era considerado un dios, se le creía similar a uno, pues reinaba Dei Gratia, por la gracia de Dios, en pío y directo sometimiento a la voluntad divina. Los emperadores bizantinos seguían el ejemplo de Constantino, en el siglo IV, pues ejercían control directo de su Iglesia por medio del nombramiento del patriarca de Constantinopla. Los patriarcas conservaban su autoridad moral y podían imponer penitencia a emperadores descarriados. El intento fracasado de la familia imperial de retirar las imágenes del culto en 717-843 también demostraba que su dominio de los asuntos religiosos tenía límites. No obstante, podían deponer a patriarcas recalcitrantes, así como imponer mayor control doctrinal a partir del siglo XI, hasta el punto de imponer a su clero la indeseada y breve reunificación con Roma de 1439. Esta unión de poderes papales e imperiales la censuraban los occidentales, que la calificaban de cesaropapismo.2
Al contrario que Roma, Constantinopla siguió siendo, hasta la Baja Edad Media, una de las principales capitales mundiales. Aunque su población se redujo después de alcanzar su cifra máxima de medio millón de habitantes durante el siglo VI, cinco siglos más tarde seguía contando con 300 000 de una población en todo el Imperio bizantino de 12 millones. El Gran Palacio, iniciado por Constantino y que en la actualidad es el palacio de Topkapi, rebosaba de maravillas tales como leones mecánicos, un trono que se elevaba solo y un órgano de oro, que ofrecían al impresionado visitante occidental imágenes deslumbrantes de esplendor imperial. La compleja etiqueta cortesana perpetuaba una impresión de sólida tradición a pesar del colapso de la mayor parte de la infraestructura de la Antigüedad, como el sistema educativo. El imperio cambió de forma sustancial pero siguió manteniendo un gran ejército permanente, una burocracia y un sistema impositivo, elementos que ya no existían en occidente. Esta continuidad y coherencia permitieron a Bizancio desarrollar, hacia el siglo VII, lo que se denominó «gran estrategia». Esta, que combinaba diplomacia, evitar riesgos innecesarios y el empleo cuidadoso de sus limitados recursos militares, le permitieron sobrevivir contra formidables amenazas, así como protagonizar impresionantes recuperaciones después de sufrir graves derrotas.3
En torno a 794, las diferencias teológicas entre oriente y occidente ya eran notables a causa del desacuerdo por la imaginería religiosa y se hicieron más pronunciadas a causa de los esfuerzos de la reforma gregoriana por alcanzar la uniformidad doctrinal. Estos desacuerdos se hicieron permanentes