—Me parece que es otro ejemplo más de que hacerse la dura funciona mejor que flirtear descaradamente —dijo Liz—, y hay quien podría pensar que esa es también tu estrategia.
—Pues no es así —respondió Flo indignada—. Jake no es mi tipo y os aseguro que no le he roto el corazón. Se ha ido con Mavis y ha pasado la noche fuera con ella, ¿no?
—¿Y quién es tu tipo exactamente? —le preguntó Liz conteniendo una sonrisa.
—Siempre he pensado que un hombre que tenga sus propios dientes y pueda caminar sin andador —bromeó Frances.
Flo las miró a las dos y sacudió la cabeza esbozando por fin una sonrisa.
—Tengo el listón un poco más alto que eso. No me importaría mantener una conversación inteligente de vez en cuando o, incluso, darme unas vueltas por una pista de baile.
—Creía que así fue como te rompiste la cadera —comentó Liz.
—Fue en un baile country, pero te entiendo. Puede que mi agilidad esté un poco perjudicada. Debería aceptarlo, pero ya he renunciado a mis tacones y es lo máximo a lo que estoy dispuesta a transigir de momento.
—Vale, pues ya que ni Liz ni yo buscamos un hombre —dijo Frances mirando a Liz y esperando a que asintiera—, entonces no somos competencia. Así que, dinos, ¿quién de Serenity te atrae?
—¿Además de Elliott?
—Ya está reservado y es demasiado joven —contestó Frances—. Prueba de nuevo.
—Me imaginaba que dirías eso —contestó Flo acercándose un poco más a ellas—. Prometedme que no diréis nada a nadie. Si Helen se entera, es probable que mi estirada hija me encierre.
—Ni una palabra —prometió Liz.
Frances se hizo la señal de la cruz sobre el corazón.
Aparentemente satisfecha, Flo dijo:
—He estado viéndome con Don Leighton.
—¿El de la oficina de correos? —preguntó Liz con los ojos como platos—. Debe de ser diez años más joven que tú.
—Doce en realidad —respondió Flo con una sonrisa—. Hemos ido a algunas salas de Columbia. Ese hombre puede bailar country como un jovencito.
—¿Es lo único que habéis estado haciendo? —preguntó Frances con descarada curiosidad. Aunque hacía años que a ella no se le pasaba por la cabeza la idea de tener relaciones sexuales, conocía a Flo lo suficiente como para saber que su amiga seguía interesada en el tema.
Flo se sonrojó.
—Esa es la parte que mataría a Helen del susto. Cuando le mencioné que me había olvidado una caja de preservativos en la mesilla al irme de mi piso en Boca Ratón, por poco le da un infarto. Así que pensar que he estado teniendo relaciones aquí mismo, prácticamente delante de sus narices, la espantaría.
—Me imagino —dijo Liz algo ofendida, pero sonriendo—. ¡Qué suerte tienes!
Frances se giró hacia ella.
—¿Te da envidia?
—Y tanto —respondió Liz suspirando—. Aunque no es nada probable que un hombre vuelva a ver este viejo cuerpo decrépito.
—Estoy contigo —dijo Frances con sentida emoción.
—¡Vamos, apagad las luces y no os preocupéis por nada! —les aconsejó Flo—. ¿Es que os pensáis que los hombres de nuestra edad están mejor que nosotras como Dios los trajo al mundo?
Frances contuvo una carcajada, pero al final fue incapaz de no soltarla. Al momento, Liz y Flo hicieron lo mismo.
—No sé vosotras dos, pero se me han quitado las ganas de jugar a las cartas esta noche —dijo Frances—. Si os interesa, tengo un bote de helado buenísimo en casa.
—Me apunto —dijo Liz de inmediato.
—¡Vamos! —añadió Flo con ganas—. Creo que si nos pasamos por Sullivan’s, puedo sacarles unos cuantos brownies para acompañar ese helado. Erik siempre me aparta algunos, que Dios lo bendiga. Es una de las ventajas de que tu yerno sea repostero.
—¿Quién necesita a los hombres cuando tenemos helado y brownies? —dijo Frances y se quedó asombrada cuando sus amigas la miraron con incredulidad.
—No es lo mismo —apuntó Liz.
—Ni por asomo —añadió Flo.
Frances se limitó a sacudir la cabeza. Tal vez parecía una loca, pero últimamente el dulce era el mayor capricho que podía darse al cuerpo.
Sin embargo, lo mejor de esa noche era que ni Flo ni Liz habían dicho una sola palabra de que fuera al médico. Qué alivio, sobre todo con lo mucho que se había temido otra discusión con ellas. Por el contrario, habían compartido risas y, ¿no era esa la mejor medicina?
Elliott llevaba un tiempo evitando a su madre. Bueno, la veía los domingos y cuando recogía a los niños por la tarde, pero con tanta gente alrededor, no había surgido el momento de que lo interrogara para preguntarle por el estado de su matrimonio. Karen le había puesto al tanto de la charla que le había tocado a ella y, como parecía que su mujer se había mantenido firme, no había sentido la necesidad de regañar a su madre por haberse entrometido, y menos aún cuando esa conversación generaría un montón de preguntas que no quería responder.
Se creía que había sido muy listo al evitarla, pero sabía que no había hecho más que posponer lo inevitable cuando un día en el gimnasio alzó la mirada y la vio dirigiéndose hacia él con un brillo de determinación en la mirada. Dudaba que estuviera allí para matricularse en las clases para mayores.
—Perdone —le dijo educadamente a su clienta—. ¿Le importaría que hablara un momento con mi hijo?
Terry Hawthorn puso cara de alivio y dijo:
—Tómese su tiempo. Me vendrá bien recuperar el aliento.
Elliott la miró frunciendo el ceño.
—No si haces otro circuito de pesas mientras tanto.
La mujer suspiró.
—Torturador.
—Entrenador —le contestó él y, a regañadientes, siguió a su madre hasta el jardín trasero—. ¿Te apetece un zumo en la cafetería? ¿O una magdalena?
—No he venido a comer. Has estado evitándome, Elliott Cruz. Vas y vienes, pero nunca estás más de dos segundos en la misma habitación. ¿Por qué? —no esperó a su respuesta y añadió—: Porque no quieres oír lo que tengo que decirte sobre solucionar los problemas que haya en tu matrimonio.
—Porque esos problemas, si es que los hay, son entre mi mujer y yo. Somos nosotros los que tenemos que resolverlos.
—¿Y lo que yo piense no importa?
—Lo que tú pienses siempre me importará, pero no eres tú la que tiene que solucionar mi matrimonio.
—Entonces, sí que hay que solucionar algo —concluyó con tono triunfante.
—Yo no he dicho eso. Mamá, por favor. Para. Soy adulto. Estoy enamorado de mi mujer y, gracias a Dios, parece que ella también me ama. Tendremos altibajos, pero interferencias externas no nos ayudarán a solucionarlos.
—Karen no se mostró tan reacia a escucharme —farfulló.
—Porque quiere complacerte. Te respeta como mi madre, pero créeme, le hace tan poca gracia como a mí que te entrometas.
—Hay quien a eso le llamaría «preocuparse».