Como si por alguna razón entendieran que debían dejarles intimidad, los demás se apartaron uno a uno y los dejaron solos.
Karen escuchó cómo Elliott le describió el lugar y cómo sería una vez estuviera completado, pero ella no dejaba de mirarlo a la cara, en lugar de a los planos extendidos sobre la mesa. El entusiasmo de su marido era más que evidente, tenía fe en lo que estaba a punto de hacer.
—Estás muy emocionado con esto —le dijo, aunque tampoco era ninguna sorpresa. ¿Por qué no había podido aceptar cuánto le importaba? ¿Cómo había permitido que sus miedos le impidieran creer que a ese hombre podía confiarle todo, incluso sus ahorros?
—Es nuestro futuro. Puede que no empezara nuestra vida juntos con un sueño tan grande, pero en cuanto Ronnie y los demás lo propusieron, me pareció que lo tenía al alcance de la mano. Nos cambiará la vida, Karen. Puede que no ahora mismo, pero sí en un par de años; se acabarán las preocupaciones y el estar economizando todo.
Ella sonrió ante su optimismo.
—Siempre tendremos preocupaciones. Con niños y una familia, siempre las hay.
—Pero no serán preocupaciones económicas —insistió.
Ella le apretó la mano.
—Creo que, por fin, estoy empezando a creerlo —lo miró a los ojos incapaz de parar de sonreír—. Tengo una noticia.
Él se rio al ver su expresión.
—¿Y de dónde la has sacado?
—Me lo ha contado Helen. Luego se lo contará a los demás, pero creo que no pasa nada porque te lo diga yo ahora.
Elliott la miró con curiosidad.
—Parece que son buenas noticias, ¿no?
—Tú dirás —contestó añadiendo una dramática floritura—. Dexter se jubila y va a cerrar el gimnasio en cuanto el vuestro esté en marcha. Puede que incluso antes.
Tardó como un minuto en asimilar la noticia, pero al instante se le iluminaron los ojos. La levantó en brazos y le dio vueltas; después la dejó en el suelo y su alegría dio paso a la consternación.
—¿Pero qué va a hacer ahora? Nunca había pensado en echarlo del negocio en el que lleva años. Yo iba allí a hacer ejercicio cuando era el único sitio del pueblo. Era cutre y algo asqueroso, pero él es un buen tipo.
—No te preocupes —le aseguró—. Al parecer, quiere irse a Florida con su mujer y jugar al bingo. Todos le estáis dando esa oportunidad. Es un beneficio no intencionado de vuestros planes.
Elliott se rio.
—Eso sí que me gustaría verlo, Dexter y un puñado de ancianas jugando al bingo.
—Tal vez algún día, cuando el dinero no sea un problema, podríamos hacer las maletas e ir a visitarlo con los niños —propuso, dándose cuenta que era un gran paso para ella mirar al futuro y considerar la posibilidad de irse de vacaciones—. No me importaría ver el océano del Golfo de México.
—¡Y podemos llevar a los niños a Disney World! —añadió él con entusiasmo—. Imagínate cuánto se divertirían.
—No se lo digas aún porque, si no, no pararán hasta que vayamos —le advirtió, aunque no podía dejar de sonreír ante otro sueño que no podría haberse atrevido a imaginar hacía semanas.
Por primera vez en mucho tiempo, vio que, como le había recomendado Helen, estaba mirando al futuro ilusionada en lugar de apoyarse en el pasado con consternación.
De vuelta de la reunión del comité de padres, Adelia no pudo evitar desviarse unas calles para pasar por delante de la casa de la amante de Ernesto. Y, por supuesto, allí estaba su coche. Verlo tiñó de amargura su buen humor.
—Bueno, tú lo has querido, ¿no? —murmuró para sí. ¿Por qué se había torturado así? ¿Es que era masoquista? ¿Se había convencido de algún modo de que esta vez podría ser distinto, que había vuelto a casa para honrar sus votos matrimoniales? Pero estaba claro que él no había hecho ninguna de esas promesas, lo que significaba que siempre había estado engañada.
Conteniendo las lágrimas, entró en casa y fue directa a la cocina para cenar algo. Unos minutos más tarde, Selena la encontró allí rindiéndose a las lágrimas.
—Está allí otra vez, ¿verdad? —le preguntó Selena furiosa—. ¿En casa de esa mujer?
Impactada, Adelia se giró hacia su hija.
—¿Qué sabes de todo eso?
—Lo he visto. Es ahí donde se ha estado quedando. Fui la otra noche y vi su coche —dijo con tono desafiante—. Sé que estaba castigada, pero tenía que saberlo. Si quieres castigarme para siempre, me da igual.
Pero en lugar de eso, Adelia la abrazó con fuerza.
—Oh, mi niña, tú no deberías saber estas cosas. Lo siento mucho.
—Pero las sé, ¡y lo odio!
—Shh. Es tu padre. No lo odias.
No, porque era ella a la que le tocaba lidiar con el odio y con esa desastrosa situación que él había creado. Gracias a Dios que sus otros hijos eran demasiado pequeños para haber descubierto tanto como la observadora Selena.
—¿Va a venir?
—No lo sé —le respondió Adelia con sinceridad.
—¿Tengo que quedarme a la mesa si viene? —le preguntó la niña con gesto suplicante.
Adelia suspiró, cediendo a su norma de que la familia debía comer junta sin ninguna excepción.
—No. Si tu padre viene esta noche, puedes irte a tu habitación y te llevaré una bandeja.
Y después se pasaría el resto de la noche intentando pensar en la forma de que Ernesto y ella hicieran las cosas bien por sus hijos.
Cuando Frances llegó al centro de mayores del pueblo, que irónicamente antes había sido una funeraria, había mucho revuelo en el salón donde jugaban a las cartas. Los pocos hombres que estaban allí parecían estar arremolinados alrededor de la mesa de aperitivos, mientras que las mujeres estaban en una esquina mirando muy mal a Flo y Liz, que eran las únicas sentadas en la mesa.
Frances ocupó su sitio y asintió hacia los demás.
—¿Por qué está todo el mundo tan histérico?
Liz intentó adoptar una expresión solemne, pero no puedo evitar reírse.
—Jake Cudlow le ha pedido salir a Flo —respondió mientras Flo permanecía en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Frances entendiendo las implicaciones que eso conllevaba. Desde la muerte de su esposa dos años atrás, a Jake se le había considerado el gran partido del centro de mayores. Todas las viudas estaban prendadas de él, pero hasta el momento, él las había ignorado rotundamente, había acudido solo a las fiestas y había respondido con poco más que una educada gratitud al desfile de comida que las mujeres no dejaban de prepararle y ofrecerle.
—¿Y cómo te sientes siendo la elegida? —le preguntó a Flo conteniendo la risa.
—Como si de pronto me hubiera convertido en la ramera del pueblo —le respondió su amiga con acritud—. Yo no he pedido esto. ¿Acaso he llevado alguna olla de comida a casa de ese hombre? ¿He flirteado con él? No. No me interesa. Nunca me ha interesado. No me interesaba cuando teníamos dieciséis años y no dejaba de pedirme salir en el instituto.
Frances no pudo aguantarse más y se echó a reír con Liz, que ya ni se molestaba en controlar su regocijo.
—Me parece que está protestando demasiado —dijo Frances.
—Eso me parece