—¿En el mismo vecindario donde vive su familia?
Karen frunció el ceño ante la elección de sus palabras.
—¿Te parece que es lo único malo de la situación?
—No, por supuesto que no. Solo digo que es mucho más grave que haga algo así en las narices de su mujer y sus hijos. ¿Crees que Adelia lo sabe?
Karen asintió.
—No me ha dicho ni una palabra, pero creo que sí. Las mujeres solemos saber estas cosas a menos que elijamos no hacerlo. Eso explicaría por qué ha estado tan tensa.
—Dios mío —murmuró Elliott—. ¡Qué desastre!
Estaba a punto de levantarse cuando Karen lo sujetó del brazo.
—Me has prometido que no irías.
—Se trata de mi hermana. Nadie la trata con tanta falta de respeto.
—Estoy de acuerdo, pero Adelia tiene que pedirte ayuda —le dijo con sensatez—. De lo contrario, lo único que harás será humillarla. No puedes presentarte allí y montar una escena delante de los niños.
Aunque hacer eso iba en contra de su instinto de protección, se quedó donde estaba.
—Odio esto.
—Yo también —contestó Karen agarrándole la mano.
—¿Qué deberíamos hacer? ¿Al menos podría ir a buscar a Ernesto mañana y darle una paliza? —preguntó medio esperándose que Karen le dijera que era algo perfectamente lógico.
Ella sonrió.
—Creo que ya sabes mi respuesta a eso.
—Pero es que no soporto que se salga con la suya.
—Estoy de acuerdo, pero lo mejor que puedes hacer es vigilar a tu hermana y estar ahí cuando todo esto estalle. No creo que lo sepa aún, pero es una mujer fuerte y no va a quedarse sentada y tolerar esto para siempre.
A Elliott le pareció detectar el mensaje que esas palabras llevaban implícito.
—¿Divorcio?
—¿Se te ocurre otra opción?
—Tiene que haberla. El divorcio es inaceptable.
—¿Querrías que siguiera con un hombre que le falta al respeto con ese descaro? —le preguntó sin poder creer lo que oía—. ¿Es eso lo que habrías querido para mí?
—Claro que no —dijo refiriéndose a la situación de Karen—. Ray te abandonó y tú no podías quedarte en un limbo.
—¿Y Ernesto? ¿Cómo llamarías a lo que está haciendo?
Elliott vaciló. Por primera vez estaba viendo claramente la inmensidad del dilema. La fuerte fe de su familia se enfrentaba contra la realidad de un matrimonio sumiéndose en la desesperación. Cuando el problema golpeaba a los suyos, las respuestas ya no parecían tan claras o tan simples como siempre había creído.
El miércoles, Frances llegó quince minutos tarde a la clase semanal de gimnasia para mayores de The Corner Spa. Al entrar, vio la mirada inquisitiva de Flo, pero por suerte, Elliott encendió el reproductor de CD y dio comienzo a los ejercicios de baile que se habían convertido en la parte favorita de la clase. Con la música a todo volumen, Flo no podía hacer todas las preguntas que, claramente, tenía en la punta de la lengua. Y para cuando hicieron el descanso, todas estaban demasiado agotadas como para hablar.
Cuando la clase terminó, Frances corrió a buscar a Elliott para preguntarle por Karen y los niños, tal y como hacía cada semana. Y, si tenía que ser totalmente sincera, también para eludir a Flo.
—¿Necesitáis que os haga de canguro esta semana? —le preguntó esperanzada. A pesar de algunos momentos desconcertantes, el tiempo que pasaba con los niños era especial para ella porque llenaba el vacío que deberían haber llenado sus propios nietos. Se sentía mejor cuando estaba rodeada de la lozanía y la alegría de la juventud.
—La verdad es que no tengo ni idea de cómo va a ir la semana —respondió Elliott con clara frustración—. Íbamos a hablar el domingo cuando llevamos a los niños al lago, pero al final surgió otra cosa y no pudimos conversar de nada de lo que teníamos pendiente.
—Pues parece que necesitáis otra noche para salir. Tengo la agenda libre, menos esta noche que voy a jugar a las cartas. Llamadme si queréis que vaya o si preferís llevarme a los niños a casa.
Elliott se agachó y la besó en la mejilla, despertando las risas de las mujeres que aún no habían salido de la sala.
—¡Ey, nada de favoritismos! —gritó Garnet Rogers.
—Y si buscas a una mujer mayor, yo soy mejor opción —bromeó Flo.
Frances volteó la mirada.
—Señoras, comportaos, que sois mayorcitas.
—¿Y por qué íbamos a hacer eso? —respondió Garnet—. Cuanto más pueda recuperar la juventud, más disfrutaré.
Elliott volvió a besar a Frances, claramente para echar más leña al fuego, y después les guiñó un ojo antes de salir para dar la siguiente clase.
Cuando Frances se giró para marcharse, Flo le cortó el paso.
—Sé lo que estás haciendo —la acusó—. Intentas evitarme. Y también a Liz.
—Claro que no —dijo con la indignación justa y calculada.
—La semana pasada no fuiste a jugar a las cartas.
—Estaba ocupada.
—Y hoy has llegado tarde a propósito para que no pudiera preguntarte si ya has pedido cita con el doctor. Y esa charlita que has tenido con Elliott también entraba en la estrategia. Hacías tiempo para que yo me fuera.
—Bueno, pues si era una estrategia, no ha funcionado, ¿no?
Flo la miró fijamente.
—No puedes estar esquivándonos para siempre —le dijo con voz calmada—. Y tampoco puedes seguir posponiendo la cita con el médico. No es propio de ti fingir que todo va bien cuando sabes que no es así. ¿No sería mejor saberlo por si pueden darte tratamiento y hacer lo que haya que hacer?
—Creo que todas estamos exagerando —contestó, aunque sabía demasiado bien que había habido un par más de incidentes preocupantes, incluido el embarazoso momento que había vivido mientras hablaba con el sacerdote el domingo después de misa y había perdido un poco el hilo. A mucha gente le pasaba, pero eso no evitó que se asustara.
El problema era que había veces, como ahora después de la clase de gimnasia, en las que se sentía mejor que nunca. Su fortaleza física era asombrosa para una mujer de casi noventa años y todos, incluido el médico que la había visto el año anterior por una gripe, estaba de acuerdo.
—Las dos sabemos que nadie ha exagerado. Y comprendo que puedas estar asustada.
—No estoy asustada —la corrigió—. Aterrorizada.
—¿Pero no es mejor saberlo? —repitió claramente frustrada por la terquedad de su amiga.
Frances miró directamente a los compasivos ojos de Flo.
—¿Has encontrado alguna cura cuando has mirado en el ordenador?
—No, pero...
Frances la interrumpió.
—¿Entonces qué más da que me entere ahora o dentro de unos meses?
—Hay medicamentos que pueden ayudar un tiempo, al menos, y eso te podría ahorrar tiempo para estar con tu familia y, además, puede que ni siquiera tengas Alzheimer. Piensa en el alivio que te supondría ese diagnóstico.